Desde mediados del siglo XVIII hasta bien entrado el XX, en las minas de carbón de Inglaterra y Gales —también en otras naciones— trabajaban niños de siete, ocho y nueve años de edad, aprovechando su escasa corpulencia y proverbial elasticidad para acceder a recodos difíciles bajo tierra, donde colocaban cargas explosivas, picaban para abrir paso entre galerías y otras tareas penosas. Aquellos mismos niños estaban sometidos, como imaginará el lector, a condiciones laborales inhumanas, conocidas en la época como “jornada de camas calientes”: tras doce horas de agotadora faena acudían al barracón de los obreros, donde niños llamados al tajo abandonaban el mismo lecho en el que se acostaban inmediatamente los del turno anterior, extenuados. La política social de la época era rotunda e inmisericorde: ya que iban a sufrir espantosa miseria durante toda su paupérrima existencia —muy corta por cierto, los accidentes de trabajo, las enfermedades cronificadas, el hambre y el alcohol marcaban una esperanza de vida de 34 años para el proletario medio en 1847—, cuanto antes se incorporasen al proceso productivo resultaba mejor para los empleadores y, en realidad, para todos; suavizar o intentar siquiera humanizar las condiciones de vida de aquellos infelices, o retrasar la edad de incorporación al trabajo, suponía el desperdicio de unos años útiles muy valiosos, sin que sus expectativas existenciales variasen en lo fundamental. De la cuna a la mina y de la mina a la muerte, ese era su destino.
Estas cosas ya no suceden en Inglaterra ni en Europa, que sepamos, pero situaciones idénticas tienen lugar en muchos países de África, Asia y América hispana. La incorporación de niños al mercado de trabajo en condiciones terribles, en muchas ocasiones a tareas urgentes de mera supervivencia y en otras directamente al mercenariazgo y la guerra es una práctica que, de tan conocida, ya ni siquiera nos escandaliza. Según datos de UNICEF (2021) en el mundo trabajan 352 millones de niños entre los 5 y los 17 años, de los cuales 180 millones lo hacen en condiciones de sobreexplotación. Nosotros, hombres y mujeres civilizados de occidente, financiamos organismos internacionales como la propia UNICEF, Save the Children y parecidos y nos quedamos tan a gusto con nuestras conciencias.
Hablando de conciencias —decía antes—, estas cosas ya no suceden en Europa. Menos mal. En Europa, si hablamos de la infancia, ocurren otras cosas. Ocurre, por ejemplo, que nuestra élites reinterpretan la defensa de la infancia para convertirla en un período de intenso aprendizaje sexual. Agotado el proyecto teórico del proletariado como referente en la dirección de cambios sociales importantes —radicales—, e instituidos los colectivos sexualizados y racializados como nuevas vanguardias en la lucha por el progreso, la justicia, la igualdad y otras melazas, sobreviene por enésima vez el pragmatismo despótico que considera a los seres humanos materia barata de baratísima ingeniería social: cuanto antes se incorpore a los niños a la vivencia de su sexualidad, mejor. Transfigurada la sociedad en un rejuntado de individuos cuya única identidad se encuentra en la raza o en la pertenencia a “colectivos” determinados por el sexo —personas menstruantes, LGBTIQ+, nueva masculinidad…—, no tiene sentido que la edad de cada uno/a retrase su adhesión al proyecto colonizador arcoíris. No es pedofilia, no. Es, ya se dijo, sentido práctico de las cosas.
Ciertamente, y ya que entramos en materia: yo no creo que la ministra de igualdad, la alcaldesa de Barcelona, la exvicepresidente de la Comunidad Valenciana y todos quienes corean a esta izquierda feminasta, atrabiliaria y gallofa sean defensores de la pederastia. Más bien —insensatos hasta lo desaprensivo—, gestionan en última instancia los intereses de las oligarquías mundialistas en su plan de convertir al planeta en un coro de esclavos felices porque cada cual ha encontrado su ser y su norte en la plenitud sexual. Lo demás, la historia y la tradición, el conocimiento y la civilización, no importan. Los seres humanos nacen —si les dejan nacer— para ser obsesivamente felices y nada más. Y aunque haya algo más, ese “algo” no vale nada ni tiene la menor importancia comparado con la suprema realización de las gónadas, el paraíso genésico. ¿Quiénes somos los demás para poner puertas al campo e imponer la tiranía del calendario ante el derecho de los niños a “tener relaciones sexuales con quien quieran”?
No, no son pederastas ni defensores de la pederastia. Son algo peor. Son los sinuosos celestinos —y celestinas— de los amos del mundo empeñados en convertirnos en seres sin hoy ni ayer, sin amanecer ni horizonte, fornicantes, laborantes, resignados, pobres como cubanos de Cuba y encima agradecidos. Son los enterradores del progreso, los sepultureros de la humanidad organizada conforme a la razón y la dignidad. Para encontrar más bazofia hay que rebuscar en los estercoleros de Nairobi donde miles de niños se entrenan cada día en el deporte de recoger desperdicios para alimentarse el cuerpo y el alma. Para encontrar más bazofia hay que echar la vista a las megápolis del sureste asiático donde miles de niños y niñas ejercen la prostitución para solaz de turistas concienciados, muy comprometidos en la tarea de sexualizar la infancia. No hay más. Son así y son ellos.
Que alguien los pare, por favor.