Diversidad

Diversidad. José Vicente Pascual

Una riqueza lingüística que necesita policía del idioma para multar a quienes no rotulan sus comercios en el idioma vernáculo y vigila a los niños en el patio de recreo para que no hablen la lengua común, no es riqueza: es pobre tiranía de las castas políticas disfrazadas de víctimas. Es ingeniería social de la peor calaña, la que se propone matar el alma de las personas, sus ideas y concepciones sobre el mundo, para imbuir en las mentes cadáveres una visión de la realidad tan infértil como ilusoria, la pura ficción sustituyendo a lo fáctico existente. En plata: una locura. Todo eso sucede hoy en Cataluña, España, y nuestro gobierno y nuestro aspirante a presidir otra vez el gobierno lo llaman diversidad.

Si el mundo civilizado tuviese capital sería Estambul, si los unicornios existieran vivirían en Galapagar y si el delirio tuviera denominación de origen sería marca España, centro mundial del surrealismo ideológico. Cierto, vivimos en un país donde se llama diversidad a lo que en cualquier otra parte del planeta se llamaría exclusión de lo común e imposición obsesiva de lo particular.

Hace un montón de años me instalé por primera vez en Cataluña y me llamó mucho la atención que en la emisora municipal de televisión de Barcelona —Barcelona TV— no se hablara una palabra en español ni en ninguna otra lengua que no fuese el “propio”. Lo más castizo y chocante de aquel fenómeno era que cuando los reporteros de la emisora salían a la calle para entrevistar a viandantes sobre cualquier asunto de actualidad, siempre y sin excepción se dirigían a personas que hablaban exclusivamente en catalán; o sea que conforme a aquella impostura Barcelona era —y sigue siendo— una ciudad de millón y medio de habitantes en la que todo el mundo se expresaba en el mismo idioma y, a ser posible, compartía la misma opinión. Diversidad, la justa; es decir: ninguna. Las cosas no han mejorado con el tiempo, evidentemente. La diversidad vernaculista consiste en odiar todo lo que no sea el núcleo tribal, desterrarlo y demonizarlo hasta el paroxismo. Lo dije antes y no me importa repetirlo: esas chapuzas doctrinarias no son diversidad sino decadencia en niveles de pudrición. Ninguna cultura y ninguna lengua prosperaron en la historia a base de prohibiciones e imposiciones, de leyes lingüísticas, reglamentos e inventos; y el catalán no va a ser una excepción. Por el camino que lleva esa lengua y por el camino que lleva esa cultura lo máximo a lo que pueden aspirar es a enquistarse en la médula del poder político para perpetuar un idioma administrativo obligatorio en ámbitos geográficos reducidos, lo cual, traducido al idioma de las personas que viven en este mundo y no en la burbuja nacionalista, significa fracaso histórico. Cierto: no hay mejor manera de suicidar a un idioma que hacerlo obligatorio. Lo que las dinámicas sociales, la transmisión del conocimiento y la creatividad humana hacen grande —léase, por ejemplo, la literatura de Pla o de Perucho—, despachos, burócratas y políticos lo transforman en algo mezquino, cutre y revenido. Cualquier semejanza con la famosa diversidad no es coincidencia, es milagro.

Diversidad, en efecto. La diversidad hoy en día, en la sociedad catalana, no está en la escuela ni en los medios informativos y/o propagandísticos, ni en la cultura ni en ninguna otra parte que no sea la calle. Ahí sí que late la diversidad, y cómo. Lo primero que diferencia la diversidad entendida como proyecto de control de la diversidad real es que los supuestamente diversos pasean por la vía pública llevando del collar a sus mascotas mientras que, milagro de la vida, los diversos reales suelen llevar de la mano a sus hijos y, por lo general, hablan árabe. A ellas —las diversas— se las distingue perfectamente porque usan velo islámico, sea nikab o burka. Y porque tienen hijos en vez de perros. Tienen muchos hijos, a razón de uno cada año y medio más o menos. Decían por ahí, quien lo dijese, que quien controla la escuela controla el futuro. No es verdad del todo, pues auténtico dueño del mañana es quien controla la cuna, eso seguro. No hay más que esperar un par de décadas y preguntar entonces a los diversos de mezquita y comida halal qué opinan del catalán como idioma obligatorio en la enseñanza. Seguramente lo hablarán muy bien y les parecerá estupenda la medida. Lo malo: que estarán en todo su derecho de exigir que, conforme a las leyes sagradas de la diversidad, se debe encarcelar a las mujeres adúlteras y azotar en las plantas de los pies a quienes se atrevan a beber o comer en público, en los bares y restaurantes de toda la vida, en tiempo de ramadán. Y a ese futuro llamarán integración las mentes puberales que hoy lo prefiguran. Y todos contentos, tan diversamente hacia la nada.

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