El anarquismo ruso era considerado por los bolcheviques como una tendencia «pequeño-burguesa», como lo era para Marx la doctrina de Proudhon. El anarcosindicalismo era visto como el «hermano carnal del oportunismo» (Lenin, El Estado y la revolución, Traducción cedida por Editorial Ariel S.A, Planeta-Agostini, Barcelona 1993, pág.69). «El anarquismo ha sido a menudo una especie de expiación de los pecados oportunistas del movimiento obrero. Estas dos aberraciones se completaban mutuamente. Y si el anarquismo no ejerció en Rusia, en las dos revoluciones de 1905 y 1917 y durante su preparación, a pesar de que la población pequeñoburguesa era aquí más numerosa que en los países europeos, sino una influencia relativamente insignificante, se debe en parte, indudablemente, al bolchevismo, que siempre luchó del modo más despiadado e irreconciliable contra el oportunismo. Y digo “en parte” porque lo que más contribuyó a debilitar el anarquismo en Rusia fue la posibilidad que tuvo en el pasado (en los años 70 del siglo XIX) de adquirir un desarrollo extraordinario y de revelar hasta el fondo su carácter quimérico, su incapacidad de servir como teoría dirigente de la clase revolucionaria» (Lenin, La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo, http://www.marx2mao.com/M2M%28SP%29/Lenin%28SP%29/LWC20s.html, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín 1975, pág.17).
Los anarquistas pretendían realizar el programa máximo de modo inmediato, de ahí que Lenin en 1905 contestase a las objeciones anarquistas de que ellos, los bolcheviques, no aplazaban la revolución socialista, «sino que damos el primer paso hacia la misma por el único procedimiento posible, por la única senda certera, a saber: por la senda de la república democrática. Quien quiera ir al socialismo por otro camino que no sea el del democratismo político, llegará infaliblemente a conclusiones absurdas y reaccionarias, tanto en el sentido económico como en el político. Si en un momento determinado tales o cuales obreros nos preguntan por qué no hemos de realizar nuestro programa máximo, les contestaremos indicándoles cuán ajenas son aún al socialismo las masas del pueblo, impregnadas de un estado de espíritu democrático, cuán poco desarrolladas se hallan aún las contradicciones de clase, cuán inorganizados están aún los proletarios. ¡Organizad a centenares de miles de obreros en toda Rusia, difundid entre millones la simpatía hacia vuestro programa! Probad a hacer esto, no limitándoos a frases anarquistas sonoras, pero huecas, y veréis inmediatamente que llevar a cabo esta organización, que la difusión de esta educación socialista depende de la realización más completa posible de las transformaciones democráticas» (Lenin, Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, Ediciones en Lengua Extranjera, http://www.marx2mao.com/M2M%28SP%29/Lenin%28SP%29/TT05s.html, Pekín 1976, págs. 11-12). «El marxismo ha roto irremisiblemente con los desvaríos de los populistas y anarquistas, según las cuales, Rusia, por ejemplo, podría evitar el desarrollo capitalista, saltar del capitalismo o por encima de él por algún medio que no fuese el de la lucha de clases sobre el terreno y en los límites de ese mismo capitalismo» (Ibid., pág. 38).
En 1915, en plena Primera Guerra Mundial, decía el gran líder bolchevique: «Los anarquistas más notables de todo el mundo se han deshonrado en esta guerra no menos que los oportunistas por su socialchovinismo (en el espíritu de Plejánov o de Kautsky). Uno de los resultados útiles de esta contienda será, indudablemente, acabar, a la vez, con el oportunismo y el anarquismo» (Lenin, El socialismo y la guerra, Ediciones en Lengua Extranjera, http://www.marx2mao.com/M2M%28SP%29/Lenin%28SP%29/SW15s.html, Pekín 1976).
El 4 de abril de 1917 (del calendario juliano) se celebró una reunión en la habitación nº 13 del Palacio Táurida en Petrogrado. Durante la misma, I. P. Goldenberg, que era un antiguo bolchevique, comparó las tesis de Lenin (las famosas Tesis de abril) con las de Bakunin: «El trono que había estado vacío durante 30 años, desde que murió Bakunin, está ocupado. Desde este mismo asiento se ha desplegado el estandarte de la guerra civil en medio de la democracia revolucionaria. El programa de Lenin es puro insurreccionismo, que nos conducirá al pozo de la anarquía. Estas son las tácticas del apóstol universal de la destrucción» (citado por Robert Service, Lenin. Una biografía, Traducción de José Manuel Álvarez Flórez, Siglo XXI, Madrid 2001, pág. 299). Pero Lenin ni mucho menos estaba pensando en la anarquía sino en la dictadura del proletariado, que sería la dictadura del partido bolchevique que al asaltar al poder en poco tiempo se vio inmerso en una guerra civil que se internacionalizó hasta con catorce naciones dispuestas a estrangular en su cuna a la revolución, como decía un tal Winston Churchill.
En septiembre de 1917 sostenía el líder bolchevique: «Nosotros no somos utopistas. No “soñamos” en cómo podrá prescindirse de golpe de todo gobierno, de toda subordinación; estos sueños anarquistas, basados en la incomprensión de las tareas de la dictadura del proletariado, son fundamentalmente ajenos al marxismo y, de hecho, sólo sirven para aplazar la revolución socialista hasta el momento en que los hombres sean distintos. No, nosotros queremos la revolución socialista con hombres como los de hoy, con hombres que no puedan arreglárselas sin subordinación, sin control, sin “inspectores y contables”» (Lenin, El Estado y la revolución, pág. 74). «Si la lucha política de la clase obrera -escribió Marx, ridiculizando a los anarquista y su negación de la política- asume formas revolucionarias, si los obreros sustituyen la dictadura de la clase burguesa con su dictadura revolucionaria, comente un terrible delito de leso principio, porque para satisfacer sus míseras necesidades materiales de cada día, para vencer la resistencia de la burguesía, dan al estado una forma revolucionaria y transitoria en vez de deponer las armas y abolirlo» (citado por Lenin, El Estado y la revolución, pág. 91). Es decir, se necesitaba ese Estado para vencer en la guerra civil (y después para resistir al «cerco capitalista»-como decía Stalin- y vencer en la Gran Guerra Patriótica).
Por tanto los obreros no deben renunciar a las armas, a la violencia organizada, para vencer a la resistencia de la burguesía. Por eso necesitan la maquinaria del Estado, aunque sea de forma transitoria (lo cual en la Unión Soviética no fue ni mucho menos así, y si el Estado soviético se extinguió no fue para el cumplimiento del comunismo sino para su colapso, al menos en la Unión Soviética).
El comunismo sólo piensa en la anarquía una vez que se ha vencido a la resistencia de la burguesía y de los resto de aristocracia en la guerra civil, por eso se requiere de la dictadura del proletariado. Tras la victoria final, pensaban los comunistas, vendría la paulatina extinción del Estado proletario. «Nosotros no discrepamos en modo alguno de los anarquistas en cuanto al problema de la abolición del estado, como meta final. Lo que afirmamos es que, para alcanzar esta meta, es necesario el empleo temporal de las armas, de los medios, de los métodos del poder del estado contra los explotadores, como para destruir las clases es necesaria la dictadura temporal de la clase oprimida» (Lenin, El Estado y la revolución, pág. 92).
Así pues, los marxistas-leninistas coincidían con Proudhon y Bakunin en la destrucción de la maquinaria moderna del Estado (aunque Proudhon de modo reformista sin llevar a cabo «un San Bartolomé con los burgueses» y Bakunin a través de la insurrección armada), pero discrepaban con éstos en la cuestión del federalismo, el cual era «una derivación de principio de las concepciones pequeñoburguesas del anarquismo» (Lenin, El Estado y la revolución, pág. 79), y además «la mayor libertad local, provincial, etcétera, que se conoce en la historia la ha dado la república centralistay no la república federativa» (Lenin, El Estado y la revolución, pág. 109). Ya que el marxismo-leninismo era centralista y la destrucción del Estado burgués no suponía la destrucción del centralismo, pues el Estado proletario debía ser centralista. Marx no se refería a un centralismo mantenido por la burocracia y el militarismo, que era el centralismo burgués, sino a un centralismo en el que se fusionarían las comunas proletarias a fin de aplastar la dominación burguesa y, en el período de la dictadura del proletariado (tajantemente negado por el anarquismo de Bakunin), destruir los restos de la resistencia burguesa y organizar la unidad de la nueva nación proletaria; cuyo Estado, ahora sí, empezaría un proceso de extinción (lo que ni mucho menos pasó en la URSS, cuyo Estado o Imperio, lejos de extinguirse, creció hasta un punto que algunos lo calificaron de «totalitario»).
De la Revolución de Febrero a la Revolución de Octubre los anarquistas, como comentaba Trotsky, mostraron una inconsistencia orgánica, como hacían siempre que estaban ante las grandes masas y los grandes acontecimientos políticos (que para ellos más que políticos eran sociales, reduciendo sus esquemas a un sociologismo). «A los anarquistas les era muy fácil negar el poder político, no teniendo como no tenían la menor idea acerca de la importancia de los soviets como órganos del nuevo Estado. Justo es decir que, aturdidos por la revolución, lo más corriente era que guardaran silencio en lo tocante a la cuestión del Estado. Su independencia y originalidad se manifestaban principalmente en pequeños tiros de cohete. Las dificultades económicas y la exasperación, cada día mayor, de los obreros de Petrogrado brindaban a los anarquistas algunos puntos de apoyo. Incapaces de impulsar seriamente la correlación de fuerzas sociales con sujeción a la escala del Estado, propensos a entregarse como medida salvadora a cualquier impulso que viniese de abajo, acusaban, no pocas veces, a los bolcheviques de indecisión y hasta de pasteleo. Pero no solían pasar de la protesta. El eco que las intervenciones de los anarquistas despertaban en las masas les servía, a veces, a los bolcheviques para pulsar la presión del vapor en la caldera revolucionaria» (Trotsky, Historia de la revolución rusa, Traducción de Andreu Nin, Veintisieteletras, Mirador de la Reina (Madrid) 2007, pág.361). «Como toda secta que no funda su doctrina en el desarrollo real de la sociedad humana, sino en uno de los rasgos de la misma llevado hasta el absurdo, el anarquismo estalla como una burbuja de jabón en el mismo momento en que las contradicciones sociales llegan hasta la guerra o la revolución» (Trotsky, Historia de la revolución rusa, pág.540).
Tras la Revolución de Octubre, la primera operación que concertó la Cheka se dirigió precisamente contra los anarquistas. Esto ocurrió la noche del 11 al 12 de abril de 1918, cuando conocidos centros anarquistas de Moscú fueron cercados por agentes de la Cheka y tropas del Ejército Rojo. En total fueron detenidas 600 personas, aunque unas 150 fueron puestas en libertad enseguida. Los detenidos no fueron clasificados como «anarquistas» sino como «elementos criminales». En los informes de esta acción se calificó el golpe como un «primer paso hacia el establecimiento de disciplina»; también se dice que las «masas anarquistas» fueron «reclutadas entre la escoria de la población» y alentadas por los «reaccionarios» (citado por Carr, La revolución bolchevique (1917-1923), Vol. 1, Traducción de Soledad Ortega, Alianza Editorial, Madrid 1972, pág.179). El mandamás de la Cheka, Feliks Dzerzhinsky, declaró el 16 de abril en Izvestiya que estos sujetos no eran «anarquistas ideológicos» más de uno por cien de los arrestados. Trotsky exclamó con satisfacción: «¡Al fin el poder soviético barre de Rusia, con escoba de hierro, al anarquismo!» (citado por Mauricio Rojas, Lenin y el totalitarismo, Sepha, Málaga 2012, pág.105).
Los anarquistas rusos promovieron motines, insubordinaciones y levantamientos contra el gobierno bolchevique precisamente en los momentos más complicados de la guerra civil y también después de la misma. En respuesta, los bolcheviques incineraron la literatura anarquista y clausuraron sus locales, y así destruyeron todo atisbo de lo que consideraban, no sin razón, «socialismo contrarrevolucionario». Aunque también dejaron existir a todas aquellas facciones anarquistas que apoyaron a los bolcheviques (en solidaridad contra terceros).
Entre el 13 y el 26 de abril de 1918 Lenin, en su folleto Las tareas inmediatas del poder soviético, veía «con la mayor claridad hasta qué grado es exacta la tesis marxista de que el anarquismo y el anarcosindicalismo son corrientes burguesas; de que están en pugna inconciliable con el socialismo, la dictadura del proletariado, el comunismo. La lucha por inculcar a las masas la idea de la contabilidad y del control ejercido por el Estado, de la contabilidad y del control soviéticos, la lucha por llevar a la práctica dicha idea, por romper con el maldito pasado que ha acostumbrado a la gente a tener la conquista del pan y del vestido por asunto “privado”, la compraventa por un negocio que “sólo a mí me incumbe” es una lucha grandiosa, de importancia histórica universal, de la conciencia socialista contra la espontaneidad anárquica burguesa» (Lenin, Acerca del aparato estatal soviético, Traducción al español Editorial Progreso, Editorial Progreso, Moscú 1980, pág.133).
Los anarquistas tomaron un papel relevante en la insurrección de los marinos de Kronstadt en marzo de 1921, lo que denominaron como «tercera revolución».
La rebelión de los anarquistas de Néstor Majnó en Ucrania ha sido denominada por muchos historiadores como «la revolución contra Lenin», pero fue catalogada por los historiadores bolcheviques como «la rebelión abierta contra el Estado obrero y el poder de los sóviets», que según estos mismos historiadores fue promovida por los kulaks (el campesinado rico o supuestamente acaudalado) con el apoyo del campesinado pobre y por bandas de pistoleros. El apoyo a los anarquistas beneficiaba a los kulaks porque lo que éstos buscaban era la ausencia de todo poder, es decir, la anarquía, lo que vendría a ser el caos y lo que en Ucrania significaba el poder para los kulaks. Estas circunstancias auparon al anarquismo de Majnó, aun a espaldas de los kulaks o, mejor dicho, siendo en la práctica guardaespaldas del kulak ucraniano así como de sus depósitos repletos de trigo.
Néstor Majnó ha sido llamado «el Pancho Villa de la Revolución Rusa» (Orlando Figes, La revolución rusa (1891-1924), Traducción de César Vidal, Edhasa, Barcelona 2000, pág.722). Los campesinos locales le llamaban «Batko», que significa «Padre». Portador de la bandera negra del anarquismo, Majnó defendió una revolución campesina sin Estado basada en el gobierno local de los soviets libres y autónomos que surgieron en el campesinado a lo largo de 1917. Esta posición, como toda la de buen anarquista, era opuesta a la dictadura del proletariado, y más aún a la dictadura de los bolcheviques.
Durante la guerra civil los anarquistas de Majnó lucharon contra casi todos los combatientes implicados en la misma: contra la Rada ucraniana, contra los cosacos de Kaledin, contra los alemanes y los hetmanes, contra los nacionalistas ucranianos de Petliura, contra las bandas rivales de Grigoriev y otros innumerables señores de la guerra; y por supuesto, contra los ejércitos blancos y rojos.
El movimiento majnovista tuvo relativo éxito porque los bolcheviques lo toleraban siempre y cuando se enfrentase a los ejércitos blancos. Pero una vez que éstos fueron derrotados, los bolcheviques se plantearon en liquidar a los majnovistas. Y así, entre principios de 1919 y finales de 1920 los bolcheviques orquestaron tres campañas contra los majnovistas, dos de las cuales concluyeron en acuerdos para luchar juntos contra Denikin primero y Wrangel después, pero a la tercera los bolcheviques acabaron con los rebeldes anarquistas. El 26 de noviembre de 1920 Majnó fue declarado fuera de la ley bajo el pretexto de que estaba preparando un alzamiento de los kulaks contra el gobierno bolchevique. Durante meses Majnó estuvo eludiendo a las autoridades soviéticas hasta que finalmente cruzó el río Dniester junto a un puñado de sus hombres y se instaló en Rumanía, y ya nunca volvió a pisar Rusia y su movimiento desapareció sin dejar ningún rastro en el panorama político, aunque sus bastiones en Ucrania continuaron la lucha (inútil) algunos años más.
En Ucrania Majnó se convirtió en una leyenda, y hasta los años cincuenta se cataban canciones sobre él en las bodas y en las fiestas. Para otros simplemente era un hombre terrible: «Batko Majnó te llevará si no te duermes», decía las madres soviéticas a sus hijos, como si el anarquista ucraniano fuese el coco (véase Orlando Figes, La revolución rusa (1891-1924), pág. 836).