Hace un montoncísimo de años, en la ínclita ciudad de Granada, tenía yo una vecina de lo más pintoresco. Viuda reciente, mujer de casta y raza, de las de armas tomar, ocurrente cañí y bastante lenguaraz, andaba todo el día cotilleando y metiendo el cazo en esto y aquello y, sobre todo, quejándose por los problemas de sus hijas, dos mozas de 28 y 23 años de edad que según ella iban a “matarla a disgustos”.
La mayor se había casado con un menda poco recomendable que después de hacerle dos criaturas y pasados unos años de peleas, malos tratos, borracheras escandalosas y algún que otro altercado con las fuerzas del orden, había acabado en prisión por asuntos de drogas y atracos a gasolineras. La chica, viéndose sola y perdida en el mundo, en compañía de sus hijos pequeños se había refugiado en casa de su madre —o sea, mi vecina—, trabajaba de prostituta en un conocido local de alterne, se había enganchado a la farlopa y, para colmo de tropiezos, estaba embarazada no se sabía de quién.
La más joven, siguiendo caminos semejantes, frecuentaba los locales nocturnos granadinos con una fruición extraordinaria, cada noche buscaba nuevos amantes —en plural, era mujer de iniciativas—, tenía serios problemas con la bebida y al igual que su hermana, para colmo de males, estaba recién diagnosticada de una enfermedad de transmisión sexual con nombre muy feo. Por supuesto, ni trabajaba ni estudiaba ni aportaba al núcleo familiar más que malos ratos y constantes discusiones. Aquella casa se sostenía con la pensión de viudedad de la madre y con lo que la mayor aportaba, un dinero escaso tras dejar la mayor parte de sus ganancias en manos del proxeneta que la tenía sometida a una existencia denigrante de putiferio, explotación y miseria.
Mi vecina, en cierta ocasión, acudió al Ayuntamiento para solicitar no recuerdo qué ayuda familiar, fondos que pensaba invertir en pagar a sus hijas sendos programas de desintoxicación y rehabilitación para toxicómanos. Como en el consistorio le informaron de que este tipo de programas llevaban trámite distinto y, en consecuencia, no podían atenderla en el sentido que ella necesitaba, volvió a casa hecha una furia, los lamentos y denuestos se escucharon en toda la escalera y al rato ya estaba en mi puerta —en aquellos tiempos y lugares las puertas de los domicilios solían quedar de par en par de la mañana a la noche—, clamando contra los políticos y la falta de atención a los necesitados y tal y pascual. Yo intenté animarla y ofrecer una perspectiva diferente a su situación:
«Sus hijas son ya mayores de edad, mujeres hechas y derechas», le dije, «¿Por qué se siente usted responsable de todo lo que les pasa y dedica su vida y su viudez a intentar protegerlas cuando ellas caminan en sentido contrario? ¿Por qué no les dice sencillamente que vivan su vida y la dejen en paz?». A lo que ella respondió, tal vez asombrada ante mis palabras: «Porque son mis hijas»; como muy extrañada y casi molesta porque yo no entendía ni apreciaba como la cosa más natural del mundo que una madre desbarate su vida en aras de su descendencia, a pesar de los sinsabores de aquella dedicación. Y se acabó el debate.
Con perdón por el extenso proemio, las reacciones de los dirigentes de la Unión Europea al discurso de J.D. Vance en la conferencia de seguridad de Munich me han recordado mucho a aquella madre abnegada y amargada por el bizarro vivir de sus hijas, aunque en sentido inverso, claro está: es como si los EEUU, con el flamante presidente Trump a la cabeza, hubiesen decidido que ya está bien, que hasta aquí hemos llegado, que ahora es el momento de que Europa se haga responsable de sus desaguisados, repiense su lugar en el mundo y la manera en que están organizando sus sociedades y tome las decisiones pertinentes; en definitiva: que asuman su responsabilidad histórica.
Después de décadas de políticas buenistas-globalistas en los principales países de la UE, nos encontramos con lo que hay: naciones enteras convertidas en punto de llegada para apetitivas masas provenientes de lugares depauperados, por lo general islámicos, decididos a imponer su mugrienta visión del mundo, sus valores opresivos y su religión de guerra en unas sociedades occidentales que previamente han renunciado a su propia civilización, sus propios valores y su tradición cultural. Y encima pretenden que los EEUU continúen siendo su principal valedor en materia de seguridad —el encuentro, no lo olvidemos, era una conferencia de seguridad—, de modo que sea el “hermano mayor” de América el que cargue con el grueso de los costes de defensa en el seno de la OTAN. Más descaro no cabe.
En este asunto conviene ser directo y muy franco —con perdón—: es verdad que los Estados Unidos, históricamente, se han metido en todos los fregados bélicos que se produjeran en la esfera internacional, y que han sido los impulsores de algunos de ellos y de bastantes guerras; por lo cual parece razonable que, por mera coherencia, asuman buena parte del gasto que occidente/OTAN invierte en defensa. Hasta ahí, nada que objetar. Pero el pero grande viene cuando las dinámicas políticas en occidente disparan el riesgo de confrontaciones, provocan una guerra contra Rusia, someten a extrema fragilidad la convivencia intramuros, asfixian material y moralmente a quienes señalan la disolución del tejido social tradicional en la sopa imposible del mal llamado multiculturalismo y, de remate, exigen a EEUU que siga pagando la fiesta.
Dejamos aparte los entramados y subterráneos del gran negocio que la guerra de Ucrania ha supuesto para las élites europeas. Ese asunto daría para unos cuantos artículos más.
La posición de Vance, claramente expresada en su famoso discurso, es muy simple de entender y muy difícil para Europa de asumir: si ustedes ya no creen en ustedes mismos, si van a desoír a sus propios votantes y van a anular elecciones como han hecho en Rumanía, como piensan hacer en Alemania si Adf ganara los comicios del próximo 23F, si continúan avasallando y silenciando a quienes señalan los verdaderos problemas de la UE, el primero de los cuales es la deriva histórica que ha tomado la UE, convertida en su peor enemigo… Si persisten en esas posiciones, «con nosotros no cuenten». Lo dijo bien claro: «Europa se ha construido ella sola una crisis generada por la oposición entre Bruselas y las políticas «alternativas». Si intentáis huir de vuestros votantes, no hay nada que América pueda hacer por vosotros».
América —los Estados Unidos—, salvo excepciones y a pesar de las épocas marrulleras de Obama y Biden, siempre ha mantenido una política de crudo realismo en sus vínculos estratégicos con Europa. Para ellos está muy claro que hoy en Londres no se habla alemán como idioma oficial y el jefe de Estado francés no se apellida von Cholitz porque ellos decidieron intervenir en la II guerra mundial y ganar la contienda. Winstong Churchill sabía que sin el concurso estadounidense era imposible parar a Hitler y sus aliados, quien se habría repartido Europa con Stalin y la Rusia soviética. Por eso el mandatario inglés insistió y porfió hasta que los Estados Unidos entraron en guerra. Fruto de aquello fue el nuevo orden mundial y la prevalencia de EEUU en las políticas de defensa durante todas estas décadas. Si en este momento Europa ha decidido dejar de ser ella misma, los socios del otro lado del Atlántico lo tienen claro: «Allá os las arregléis con vuestras sociedades multirraciales, multiculturales y vuestros terroristas multirreincidentes».
Respecto a la guerra de Ucrania, tres cuartas de lo mismo. Si Trump puede pactar la paz con Putin y acabar con el conflicto, ¿alguien piensa que ambos dirigentes van a preocuparse por la opinión de la EU al respecto y, mucho menos, por lo que diga y lo mucho o poco que se queje el hombrecillo de Kiev llamado Zelenski?
Pragmatismo. ¿Algún burócrata europeo, en su sano juicio, cree por lo remoto que la administración de D. Trump va a transigir y continuar apoyando a través de la OTAN a gobiernos con los idearios que empapan la episteme moral europea contemporánea?
Téngase en cuenta que la mayoría de los gobiernos de la UE, sus ministros, parlamentarios y burócratas de Bruselas están convencidos de que la inmigración masiva y descontrolada en sus países es muy necesaria, que los jóvenes islamistas que entran sin documentación vienen a trabajar y pagarnos las pensiones, que tarde o temprano se integrarán porque el islam es una religión de paz y que los atentados, crímenes, violaciones, guetos de la sharía, castración de mujeres, matrimonios con niñas y otras varias costumbres de esta gente son un mal menor perfectamente soportable, una especie de tributo que hay que pagar a cambio de los enormes beneficios que deparan al viejo continente sus nuevos ciudadanos importados. Aunque la minuta del delirio en la muy progre Europa va mucho más allá. Trump y su administración se topan con políticos, burócratas, periodistas, diplomáticos y otros agentes de influencia en Europa instalados en la sublime creencia de que las personas nacen sin género, que el sexo biológico es una minucia indeterminante para los individuos, que nuestro idioma es perverso en sus formas sintácticas y gramaticales y por tanto debemos expresarnos en una jerga hablada al buen tuntún, la cual describe el embrollo mental de quien la usa pero no sirve para nombrar el mundo real de las cosas reales; sostienen además que el aborto debe ser un derecho constitucional —en Francia ya lo es—, que las «mujeres trans» menstrúan y deben ser atendidas por ginecólogos aunque sus atributos sexuales sean masculinos, que cualquiera puede determinar a su libre elección el sexo al que pertenece, que la okupación de inmuebles privados es un legítimo ejercicio del derecho a la vivienda, que los diputados en el Congreso de España necesitan traductores para entenderse entre ellos, que cualquier inmigrante ilegal merece automático privilegio como votante, que la infancia tiene derecho a una vida sexual sana y libremente asumida y que el mundo va a acabarse por sobrecalentamiento, debido, entre otros factores, a las ventosidades bovinas provenientes de la cría intensiva de ganado. Por no olvidar que comer insectos, la castración de niños/as de diez años para mudarles de sexo, tintarse el pelo de colores a partir de los cincuenta y volver las mujeres de cualquier edad solas y borrachas a casa, entre otras muchas extravagancias y siniestras ocurrencias, son actos extraordinariamente progresistas y solidarios para esta nueva mayoría ideológica, afecta sin límites ni mesura al imperio del bien.
De toda esa bazofia ideológica vienen ya advertidos y curados de espanto en los USA. Tampoco olvidemos que la doctrina woke tiene su origen las universidades norteamericanas y que en aquel país ha mantenido una virulencia inusitada durante los últimos años.
Pragmatismo. Si Trump y su administración se encuentran con estas mimbres en la UE, malos negocios haremos con ellos.
En el fondo y al final de todo, lo que se debate es la seguridad y la defensa de Europa. Como en el hogar de la señora aquella con la que empezaba este artículo: ¿qué seguridad, qué sosiego puede haber en una casa donde sus moradores son los primeros en reventar las condiciones estabilizadas de convivencia? No les quepa duda: ni Trump ni ninguna administración norteamericana que no fuese la del yayoflauta Biden gastaría más de dos céntimos en ese panorama. La diferencia con Trump es que él lo dice claramente y con todas las letras: no.
Y ese no rotundo se llama nuevo orden mundial. Tomen nota porque va para largo.