No todos los poetas asesinados fueron García Lorca
Mi familia llegó a Granada en 1963 y en esa ciudad he vivido hasta 2005. Allí crecí, me eduqué en el colegio, fui a la universidad, trabajé, me case y tuve hijos. A lo largo de aquellos 42 años, la sombra de García Lorca fue creciendo en el ideario de la ciudad, ascendiendo de oscuro secreto local a leyenda para clandestinos y después a resonantes soflamas en épocas de la transición, de héroe popular a icono propagandístico de la izquierda y del buenrollismo cultural en el presente tiempo de ideologías débiles, demagogia de trazo grueso y, como decía el estudioso Ian Gibson, «lorquismo barato».
García Lorca fue un poeta maravilloso que acompasó su voz a la potestad universal de los mitos de la tierra, la fertilidad y la sangre —y la muerte—. Un visionario en el más allá de las cosas. Aunque lo anterior, como es lógico, siempre ha importado un pimiento a esa izquierda gritona y plana que se mueve a base de consignas y de marear cuatro ideas redentoras y simples como el mecanismo de un chupete. Han convertido a Lorca en una víctima antifascista, o mejor dicho, La Víctima por antonomasia, y nada de su vida y obra tiene más relevancia que su muerte ominosa, a manos de desalmados que convirtieron su rencor en método y su mediocridad en virtud —igual que sucede hoy en tantos ámbitos de nuestra convivencia—.
Hay otra dimensión de Lorca más grosera todavía, la de ídolo del movimiento gay con todas las letras lgtbiq+ y las que hagan falta. Como al extraordinario Óscar Wilde, le ha tocado a la memoria lorquiana soportar la histeria majadera de todos los Alfred Douglas del mundo, desatados en una veneración folclórica y, a menudo, estomagante. El Lorca totémico gay es una expresión churra de la condena de la historia que rescató el inexistente cadáver del poeta para resucitarlo en forma de señorito con los labios pintados, exceso de rímel y muchas flores. «Ay, amor, en la vega te espero con una flor». Así los tiempos y así algunas hordas lorquistas. Más deprimente, el escaparate de una ortopedia.
Hay más poetas sin embargo. Más poetas asesinados, quiero decir, en aquellos años homicidas y fratricidas de la guerra civil española. Otros salvaron la vida aunque no lo pasaron muy bien, y acerca de ellos se han inventado alegorías tremendas, como le sucede a Miguel Hernández —a quien los refinados autores del 27 despreciaban lo justo, por ser de pueblo y sin estudios—, o al inmortal Aleixandre, ninguneado por la posteridad democrática porque, ay, a pesar de haber salvado la vida a Hernández, librándole de la acusación de robo del famoso reloj que llevaba encima cuando lo detuvieron en la frontera portuguesa, era de derechas —Aleixandre, no Miguel Hernández—. Ah… ¿No conocen ustedes la historia del reloj? Se la cuento después de este punto y aparte.
Pues fue que acabada la guerra, Miguel Hernández se encontraba en situación apurada. Durante la república y primeros tiempos de la contienda se había mantenido en Madrid, mal que bien, con el sueldo que le pagaba José María de Cossío por ejercer como secretario y redactor de la monumental enciclopedia Los toros. Aquel trabajo se lo facilitó José Bergamín, otro taurino empedernido —tomen nota los animalistas—. Hizo amistades con Vicente Aleixandre y con el siempre difícil Juan Ramón Jiménez, impresionado por la grandeza poética de la Elegía a Ramón Sijé. Total, que iba el hombre estableciéndose, pero terminó la guerra y él se había significado bastante en el bando republicano. Decidió exiliarse en América —seguramente en México—, pero como no disponía de posibles para el largo viaje —no como otros— pidió ayuda al bueno de Aleixandre, quien le dio quinientas pesetas y un valioso reloj de oro que podría vender en Lisboa antes de embarcarse hacia las orillas océanas de por allí enfrente. Mas hete aquí que la Guardia Civil, siempre vigilante, localizó al poeta, lo detuvieron antes de que cruzase la frontera portuguesa y le acusaron de haber robado aquel reloj. Miguel Hernández declaró la verdad, que la joya era donativo de su amigo don Vicente Aleixandre, lo que suponía un compromiso grande entre los más grandes para el sevillano, dadas las circunstancias políticas del momento, la represión desatada tras concluir la guerra y, por qué no señalarlo, la mala fama que ya tenía Aleixandre entre los vencedores por su homosexualidad, siempre llevada con pudor pero de todos conocida. En suma, Aleixandre afrontó aquella situación como lo que era, un hombre cabal y persona de bien, y exculpó a Miguel Hernández de la acusación de robo, lo que no impidió que el oriolano entrase en prisión, acusado de «auxilio a la rebelión» y otros delitos propios de la coyuntura. Y en prisión moriría no mucho después, de tuberculosis, no fusilado y asesinado como indicaba hace poco nuestro ministro de incultura.
De aquella miseria y aquellos lodos de posguerra, de la historia del reloj y de Miguel Hernández y su triste fallecimiento, queda sin embargo la valentía y la grandeza de espíritu con que Vicente Aleixandre supo afrontar las peores trazas del siglo. Así se comportó y se comportaron muchos porque en su mayoría, a pesar de todos los pesares, los poetas, intelectuales y autores de la época eran gentes con humana decencia, mucha, para regalarla si hacía falta. No como ahora.
Del otro «côté» también hubo perlas, y vamos a lo que vamos, que es de lo que trata este artículo. Vamos a hablar de otro poeta de la generación del 27 fusilado, el vanguardista y arriesgado José María Hinojosa.
Nacido en Campillos (Málaga), en 1904, fue introductor en España de la poesía surrealista y codirector en 1929, junto con Emilio Prados, de la revista Litoral. Quien esté interesado y haya sentido alguna vez curiosidad por la historia de la poesía española, sobre todo del siglo XX, sabe perfectamente lo que se está diciendo cuando dice «revista Litoral».
Detenido al fracasar en Málaga la sublevación militar de julio de 1936, murió asesinado junto a su padre y un hermano en el curso de una de las «sacas» de presos efectuadas por milicianos republicanos, en las primeras semanas de la guerra. Tal cual.
Sobre su esplendor y valía como poeta no voy a descubrir nada nuevo. Antes de que García Lorca fuese García Lorca, Hinojosa ya era José María Hinojosa. Era siete años más joven que el granadino pero su talento ya lo había significado como uno de los poetas más brillantes de su generación. Sobre su muerte ominosa escribió Luis Cernuda: «…Otro poeta malagueño cuya muerte terrible no se ha mencionado entre nosotros». Naturalmente, hoy es conocido por sus familiares y algún erudito despistado. La cultura española y sus mandamases nunca tuvieron una pizca de piedad con quienes no eran «de los suyos». A Hinojosa lo sacaron de casa y lo llevaron preso por ser católico, a su padre por ser católico y de derechas y a su hermano porque estaba allí y se antojó más sangre a los garrulos sin alma que poco después acribillaron a balazos a los tres.
¿Ustedes han visto o han tenido noticias de alguna edición conmemorativa, algún festival o recital o algo, lo que fuese, en remembranza de la obra de Hinojosa? Yo tampoco. ¿Por qué? Porque en España seguimos convencidos de que la cultura sirve a la política como aderezo ideológico, es la sopa de los ricos que se sirve caliente y regalada en la mesa popular de la ideología, esa kultura rápida y sin complicaciones que tan fácilmente digieren los pobres. Para disfrutar de un libro de poemas es necesaria cierta formación y cierto esfuerzo personal por culturizarse; para opinar de política y arrebatarse contra el de enfrente sólo hace falta comprar el periódico, ver el telediario o pagarse una tarifa de internet. Y ser burro más burro que los milicianos que asesinaron a Hinojosa.
Hablando de fechorías en el inmaculado y democrático bando de la república, lo de José María Hinojosa, desde cierto punto de vista, fue episodio menor. La saña y el paroxismo sanguinario con que las izquierdas malagueñas aniquilaron a «los fascistas» fue estremecedora. Entre el 22 de agosto y el 24 de septiembre de 1936 fueron ejecutados de plano, sin juicio ni formalidades burguesas, 270 presos recluidos en la cárcel de San Rafael de Málaga. Hasta 3.406 personas asciende el censo de los supliciados en la provincia de Málaga bajo mando de las autoridades republicanas. Unos murieron con formalidades de paredón —algo es algo— y otros no tuvieron tanta suerte. Ahí quedan, para la historia, las crónicas taurinas de las corridas en las que en vez de toros se toreaban curas, sacristanes, seminaristas y monaguillos, algunos menores de edad, con banderillas y todo, no crean, y con gran regocijo del público. Eso sí, en su línea de acercar la cultura al pueblo, las autoridades republicanas dispusieron que aquellos espectáculos fuesen gratuitos. Tampoco está de más recordar el despeñamiento de 512 personas, gente católica o peor aún, de derechas, por el tajo de Ronda en agosto de 1936. Uno a uno, hombres, mujeres, ancianos y niños fueron arrojados al vacío por las milicias defensoras de la libertad y la dignidad del pueblo, hasta llegar al medio millar sobrado, o sea: hasta que se aburrieron.
Después vino la famosa «desbandá», los miles de personas que huyeron de Málaga por la carretera hacia Almería y el Levante —la triste «carretera de la muerte»—, cuando se acercaban las tropas de Franco. ¿A alguien le extraña que tantísima gente escapase de la capital y pueblos próximos tras los horrores cometidos? ¿Alguien se extraña de que los oficiales del ejército nacional enviasen aviones —la Cóndor incluida— para atacar y bombardear a los fugitivos?
Pero, en fin, si empezamos a hablar de bombardeos es mejor dejarlo para otro artículo, que este se va haciendo ya muy largo. Prometo uno próximo —no sé cuándo estará listo, no me metan tanta presión—, sobre la misma «desbandá», Guernica y Cabra. Y más bombas que caerán a lo largo de este Año de Franco, si Dios quiere.