El horror es esa familia atrapada en el cuarto de baño mientras el edificio ardía como una promesa de purgatorio, como arden los ojos cuando arrasan lágrimas. Son esos dos niños —dos bebés—, con su padre y con su madre, refugiados entre el lavabo y la bañera, escondiéndose del fuego hasta la muerte, espero que asfixiados por el humo, no comidos por las llamas. Pensar en ello es el horror. Imaginarlo es el horror. Eso es el horror.
No hay dios al que hacer reproches ni pedir explicaciones, no hay humano al que responsabilizar. La de Valencia ha sido una tragedia pura y en carne viva, a hierro y fuego, una de esas monstruosidades que acompañan al accidente de vivir y que nos recuerdan algo evidente que a nadie le gusta aceptar: por mucho que nos empeñemos en habitar entornos seguros, por muchas precauciones que se tomen, por mucho cuidado que pongamos en nuestros pasos y tantísimas cautelas que se nos ocurran, vivir es riesgo, siempre. Que es drama ya lo sabemos, pero nos cuesta reconocer que lo terrible imprevisto forma parte del argumento, inalterablemente. El azar también. Lo funesto, igualmente. Esos niños podían haber estado en el parque, con su madre; el padre podía haber estado de viaje, o en el bar con los amigos, o en el mismo parque con su esposa y sus hijos, o ella de compras y los chavalines en casa de los abuelos y el padre en el taller, discutiendo con el mecánico cualquier avería de esas tontas que les salen a los coches de vez en cuando; cualquier circunstancia y cualquier historia habría sido mejor que la del cuarto de baño… pero no ha sido así: estaban los cuatro en casa, a la hora de la siesta, tan tranquilos, hogar sweet home, y aquello empezó a arder y se refugiaron en el baño y murieron los cuatro juntos, abrazados ante el horror.
La fuerza brutal de la materia desbocada, sin dios ni manual de sutilezas, se los ha llevado por delante. Así ha sido. Cuando lo mandan el destino y el imperio de las cosas no importa lo que disponga el ser humano: mueres. Esa fuerza brutal es la misma fuerza brutal que arrasa los montes en verano y anega las ciudades en tiempos de ríos desbordados y lluvias sin piedad, el fuego y el viento, el humo y el asesinato de una tarde que se preveía sosegada, a manos de las leyes de la física y la química. Es la fuerza de los desiertos y las sequías mortales, los tsunamis y los volcanes que destripan la faz de la tierra, esa misma fuerza ante la que nosotros, humanos con los días contados y las energías escasas, sólo tenemos una escapatoria: la de no estar cuando se levanta y resuenan claros los himnos de la muerte. Huir no basta, hay que huir a tiempo y lejos, cuanto más lejos mejor.
Necesitamos sin embargo una narración organizada, un relato de los hechos que si no concluye en final feliz desemboque al menos en caminos de la justicia. Hacen falta responsables, alguien a quien echar la culpa, un reo por acción u omisión que acabe ante los tribunales y dé con sus huesos en presidio. Todo lo que no conduzca a ese término, nos hace daño. Asumir la existencia como riesgo perpetuo ya es duro, prácticamente inaceptable, pero resignarse a que el horror suceda a veces porque sí, porque el mundo y la vida son así, nos parece un contradiós. En realidad lo es: un contradiós. Pero acontece y no quedan remedios. Eso sí, naturalmente el espíritu resarcidor no va a contentarse, hurgarán aquí y allá en busca de imperdonables: los arquitectos, la especulación inmobiliaria, los fallos de seguridad —inmensos, a los hechos me remito—, la falta de medios del parque de bomberos, qué sé yo. Anteayer escuché el delirio de un opinólogo televisivo que clamaba por la responsabilidad de los fabricantes de patinetes eléctricos en el caso de que el incendio, efectivamente, se hubiese iniciado por ignición de la batería de uno de esos artefactos.
No se cansen, que ya se cansa la jueza instructora de las diligencias que esclarecerán los orígenes del siniestro. No se cansen porque ya se ha cansado la muerte, por el momento, de arrebatarnos la dulce presunción de resguardo en la que vive cada cual y en la que todos se recogen en sus hogares. Porque hasta el cuarto de baño se ha metido la muerte en busca de lo suyo, que somos nosotros y que son ellos: ese pequeñuelo de meses de edad, ese crío de dos años, ese padre y esa madre. Miren, de verdad: eso es el horror, la pura vida y el espanto. Recen por ellos los que sepan y los que crean. Los que no crean o no sepan, hagan el favor de rezar también por ellos, que nada les cuesta.