El peligro de la metafísica vulgar: crítica a la banalidad ideológica

El peligro de la metafísica vulgar: crítica a la banalidad ideológica. Emmanuel Martínez Alcocer

Uno de los grandes obstáculos, y al mismo tiempo acicates, para una crítica filosófica eficaz en las sociedades contemporáneas es la persistencia de concepciones metafísicas que, lejos de desaparecer con la expansión de los saberes científicos, se reconfiguran en nuevas formas ideológicas que aparentan racionalidad. Porque, al contrario de lo que la ingenuidad prescribe a muchos, los avances científicos –por denominarlos así– no acaban con las supersticiones, las concepciones metafísicas, o las ideologías más abstrusas; algo que se ve en el seno mismo del funcionamiento de las ciencias. Es más, pueden dar lugar a otras ideologías y metafísicas como es, por ejemplo, el cientifismo. Eso sí, conviene añadir que estas nuevas metafísicas no brotan como «sobras» del pensamiento antiguo, sino como reinterpretaciones pseudocientíficas que parasitan conceptos técnicos, dotándolos de una falsa inmediatez. Por eso son especialmente resistentes, ya que se disfrazan de verdades inamovibles sin serlo.

Ahora bien, la metafísica vulgar a la que aquí nos referimos no es ya la de Parménides o la de Tomás de Aquino, sino aquella que se infiltra en el lenguaje cotidiano, en la pseudociencia, en el espiritualismo de supermercado, o en la autoayuda. Una metafísica que, aún más peligrosa que la otra, ofrece al ciudadano explicaciones totalizantes, ahistóricas y esencialistas sobre el individuo, la sociedad, la historia o la moral. Esta metafísica vulgar o popular no requiere de una gran formación ni se presenta con estructura sistemáticarigurosa, sino que actúa por asimilación paulatina y emocional, con aparente evidencia. Y es precisamente su facilidad de comprensión –esa apariencia de claridad– lo que la convierte en una herramienta ideológica de primer orden, especialmente peligrosa porque clausura el saber crítico en lugar de estimularlo. O dicho en términos más precisos: opera como una pseudoconcreción que parece dar forma empírica a conceptos vacíos, de modo que convierte emociones difusas en principios metafísicos y transforma asociaciones contingentes en supuestas leyes de la realidad. Y es justamente esta pseudoconcreción la que otorga a la metafísica vulgar su potencia ideológica.

Pero desde el punto de vista materialista la crítica a esta metafísica no puede limitarse a un rechazo retórico. Es preciso disolverla desde sus fundamentos, es decir, analizar y triturar las estructuras dualistas que la sostienen, como el par Hombre/Mundo, el dualismo Individuo/Sociedad, el dualismo Hombre/Mujer o la idea de historia como recorrido teleológico hacia un fin armonioso. La metafísica vulgar opera precisamente sobre estos pares dicotómicos y sobre estas nociones teleológicas, dándoles una apariencia sustancial; como si el hombre fuera una entidad unívoca que operase en la historia, el mundo una totalidad armónica autosuficiente, el hombre y la mujer dos entidades tajantemente separadas o la sociedad un organismo espiritual que debe «reconciliarse» consigo mismo. Aunque no se trata de negar los pares de ideas, sino de mostrar que sólo existen como polos dialécticos dentro de configuraciones históricas concretas: el individuo no es imaginable sin instituciones que lo formen, los hombres sin las mujeres y viceversa, ni la sociedad puede concebirse sin sujetos operatorios que la sostienen. La metafísica vulgar, al sustancializar estos pares, borra precisamente su trabazón dialéctica.

Frente a estas figuraciones, el materialismo filosófico introduce la noción del espacio antropológico, donde los ejes circular, radial y angular organizan las relaciones de los hombres en contextos históricos, políticos e institucionales concretos. Así, lo que la metafísica vulgar presenta como relaciones universales, polémicas o armónicas, se revela como el resultado de luchas, disyunciones y conexiones objetivas entre clases, instituciones, tecnologías, sociedades políticas, etcétera. Además, conviene subrayar que estos ejes no constituyen metáforas analógicas, sino coordenadas operatorias reales que permiten situar cada práctica y cada doctrina en el ámbito donde efectivamente se ejerce: el eje circular no expresa siempre convivencia, sino también conflictividad; el radial no expresa «integración en la naturaleza», sino dominio técnico, que implica la destrucción de las realidades naturales; y el angular no expresa espiritualidad, sino configuraciones institucionales objetivas.

Así pues, lo que hace difícil combatir la metafísica vulgar no es su profundidad, sino su banalidad efectiva. Cuando esta metafísica se presenta como evidente –cuando habla del alma, del universo que conspira, de la energía positiva, de la libertad como atributo esencial del individuo o de los derechos humanos como esencia universal ahistórica– encuentra resonancia inmediata en el público, porque conecta con estructuras emocionales y lingüísticas previamente naturalizadas. Naturalización que es parte del proceso ideológico mediante el cual se oscurecen y confunden las ideas, se hipostasian ficciones y se proyectan como fundamentos del orden social. Y como tales, estas ideas no se presentan como objetos de análisis, sino como verdades que exigen asentimiento. De modo que en este punto es decisivo insistir en que la metafísica vulgar opera sobre el terreno abonado por un sentido común previamente moldeado: no irrumpe desde fuera, sino desde dentro del lenguaje y de los hábitos sociales, lo que dificulta su detección crítica. Por ello, combatir esta metafísica exige más que crítica: exige una filosofía que se constituya como saber de segundo grado, que tome los saberes positivos (las ciencias, el derecho, la economía política, la historia) y los racionalice en un sistema de ideas conectado dialécticamente con la praxis política. Sólo desde esta posición reflexiva puede impedirse que las ideas se autonomicen como esencias y puedan reinsertarse en los campos materiales de los que proceden, evitando que operen como mitologías legitimadoras.

Así pues, si insistimos tanto en esto es porque el plano político resulta especialmente vulnerable a estas formas de metafísica vulgar. Muchas de las ideologías dominantes –desde el neoliberalismo hasta el ecologismo panteísta, pasando por ciertas teologías seculares de la democracia o los derechos humanos– operan con conceptos metafísicos que, para más inri, se presentan como apolíticos o neutros. Porque la neutralidad, en estos casos, es un artificio: se declara apolítico aquello que sirve para fijar un orden político determinado; se declara natural aquello que es resultado de relaciones de fuerza; se declara evidente lo que exige una construcción histórica previa. Por eso estas ideologías son más eficaces cuanto más se presentan como desprovistas de intención.

Así, por ejemplo, se habla del «progreso» como si fuera una ley histórica global y ascendente, del «individuo» como sustancia independiente y anterior a toda comunidad política, o del «diálogo de civilizaciones» como si fuera un imperativo ético o moral espontáneo del género humano. Estas nociones, lejos de ser descriptivas, funcionan como prólepsis normativas que orientan la acción política hacia horizontes teleológicos sin base real. Tan sólo funcionan como transformaciones hipostatizadoras: el progresismo transforma el tiempo en un asunto moral; el individualismo transforma la abstracción jurídica en una suerte de esencia antropológica; el diálogo de civilizaciones transforma relaciones de conflicto entre naciones en supuestas armonías naturales. Contrariamente a esto, el materialismo filosófico descompone estos discursos al mostrar que la política no opera desde y sobre esencias metafísicas, sino desde y sobre sujetos corpóreos y operatorios, dependiendo de relaciones de fuerza y configuraciones institucionales. Los fines políticos no son teleologías divinas ni expresiones de una humanidad reconciliada «consigo misma», sino prólepsis construidas desde contextos históricos determinados, y sólo pueden operar cuando están inscritos en planes y programas articulados por sociedades políticas concretas.

Esto conecta directamente con la distinción, esencial en la filosofía política materialista, entre principios primeros y principia media. La metafísica vulgar tiende a operar en el nivel de los principios primeros: habla de la justicia, la libertad, el género humano, la dignidad… sin pasar nunca a los principia media. Ya que eso nos permitiría entender qué formas toma la justicia en Francia, qué estructura política garantiza la libertad en Israel o qué relaciones de producción atraviesan el presente de Cuba o de España. Así, el discurso metafísico flota en el vacío, operando como un sistema de legitimación abstracto y ajeno a la historia. En rigor, lo que hace la metafísica vulgar es sustituir los principia media por ficciones normativas incapaces de operar políticamente: porque convierte la idea de justicia en un absoluto, sin atender a las instituciones que la producen o la impiden; o convierte la libertad en una sustancia personal, ignorando aspectos de la libertad como los aparatos coactivos que la hacen posible; convierte la dignidad en un atributo del «hombre» sin referencia a la escala estatal y sociopolítica donde adquiere realidad jurídica. Por el contrario, el materialismo filosófico insiste en que toda idea política –y no política– debe pasar por el tamiz de las estructuras efectivas, que sólo son pensables cuando se insertan en la red de relaciones –frecuentemente conflictivas– entre Estados, clases, instituciones y planes y programas históricos. La crítica a la metafísica es, pues, una crítica de su incapacidad para producir conocimiento sobre el presente político real, sirviendo más bien a fines pragmáticos como la manipulación borreguil de la población incrédula e incapaz del citado ejercicio crítico.

Además, desde la perspectiva materialista hay que denunciar el carácter teológico que subyace a muchas de las figuras centrales de la metafísica contemporánea: la noción de alienación como pérdida del «ser auténtico», la de redención mediante la revolución o mediante la recuperación armoniosa de la naturaleza, la de reconciliación final de la humanidad, o la de una sociedad civil armoniosa liberada del Estado. Todas estas ideas –muy activas en el pensamiento moderno, desde Rousseau hasta Marx, pasando por Hegel o Sartre– reproducen esquemas del pensamiento religioso, sustituyendo a Dios por el Hombre –así, en mayúscula–, al pecado por la enajenación, y al Juicio Final por la utopía comunista o liberal. El humanismo moderno, lejos de abolir la trascendencia, la reabsorbe: transfiere la estructura teológica al plano antropológico, preñándolo de metafísicas embrutecedoras que ocultan el plano real y efectivo en el que nos movemos los sujetos operatorios. Por eso sus promesas –como la autenticidad, la emancipación o la reconciliación– funcionan como versiones seculares de antiguas escatologías. Pero desde el materialismo, estas «narrativas» no son realmente ni verdaderas ni falsas: son construcciones ideológicas que orientan la acción política y deben ser evaluadas no por su coherencia interna, sino por su inserción real en el campo de las fuerzas institucionales efectivas. Y cuando no hay tal inserción, cuando se convierten en estructuras vacías, entonces se transforman en mero mito confusionario. Aunque no por ello menos capaz de infiltrarse entre las grandes masas ciudadanas, y de ahí su necesaria crítica constante.

La metafísica vulgar, así entendida, puede ser descrita como un constructo ideológico que a menudo contribuye a la producción de individuos flotantes, esto es, sujetos desconectados de los proyectos colectivos, desarraigados de la sociedad política real y, en consecuencia, expuestos a ser moldeados por las olas de opinión, los algoritmos o los discursos emocionales que saturan la esfera pública. Esta metafísica, en este sentido, no sólo desorienta cognitivamente, sino que despolitiza. Impide al individuo comprender su lugar en el espacio antropológico, entender su relación con los demás e insertarse en proyectos de transformación real. Estos individuos flotantes no surgen por mera psicología, sino como resultado estructural de la erosión de instituciones, de la fragmentación de la vida pública y de la incapacidad del Estado para articular proyectos comunes. La metafísica vulgar encuentra en ellos un terreno fértil: cuanto más desinstitucionalizado está un sujeto, más vulnerable resulta a ideologías que prometen sentido inmediato y unidad ilusoria. De ahí que la tarea de una teoría filosófica materialista sea ejercer la crítica acerada de esta metafísica vulgar; pero también ofrecer, con ello, una racionalidad alternativa capaz de proporcionar análisis y criterios de acción que estén fundados en la realidad efectiva de los sujetos, las instituciones, los Estados y sus relaciones.

En conclusión, lo que hace tan difícil combatir la metafísica no es su sofisticación, sino su banalidad: su capacidad para penetrar el sentido común, para convertirse en «lo normal», en «lo que todo el mundo entiende», precisamente porque no exige gran esfuerzo cognitivo, sino adhesión emocional. La filosofía de segundo grado debe combatir esta tendencia no mediante sustitución doctrinal, sino mediante reconstrucción racional: reinsertando las ideas en los campos materiales de los que proceden y evitando su autonomización metafísica.

El materialismo filosófico, al oponerse a esta estructura de banalización del pensamiento, no busca simplemente sustituir unas ideas por otras, sino transformar la propia lógica formalista que está funcionando ahí en una lógica material. Y esa transformación sólo puede darse en el cruce diamérico entre la teoría y la praxis, entre la crítica de los discursos y la confrontación con los hechos, entre la filosofía como saber de segundo grado y la política como campo de fuerzas institucionales y grupales. Porque pueden pensarse como clases distintas, pero clases que intersectan dialécticamente. Este cruce no es una conciliación armónica, sino tensión permanente entre análisis y acción, entre conceptos y estructuras, entre crítica y decisión. No existe pensamiento político eficaz fuera de esa dialéctica. Sólo en este cruce se puede aspirar a desactivar las ilusiones metafísicas y devolver al pensamiento crítico –expresión manida como pocas– su papel activo en la configuración de la vida común. En ello consiste precisamente su necesidad: en que la metafísica vulgar no se extingue, sino que muta. Siendo conscientes, en consecuencia, de que es una tarea inacabable, infinita. Por lo que ha de afrontarse, como reza la máxima estoica, sin miedo ni esperanza.

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