Con merecida mala fama entre los demás materiales no biodegradables, el plástico se ha instituido como metáfora muy aproximada de desdén anárquico ante el afán por controlar el medio ambiente a cuenta de los humanos, y entre los humanos, con especial capacidad para dar la turra, lo que están empeñados en «salvar el planeta».
Hay que ser presuntuoso, pueril y fanáticamente opilado de criterio para creer sin fisuras en banalidades tales como que el ser humano es un peligro para la Tierra, o peor aún, que en nuestras manos está redimirla de nosotros mismos. No defiendo la irresponsabilidad climática ni mucho menos, pero soy ante todo partidario de observar el panorama con un poco de razón y otro poco de perspectiva. Quienes van a la montaña sin conocer el terreno están perdidos y lo más seguro es que, en el mejor de los casos, la Cruz Roja o la Guardia Civil tengan que subir a rescatarlos. Por eso el general Longstreet, comandante del I cuerpo del ejército de Virginia en la batalla de Gettysburg, declaró en su día, muy compungido: «Nos han arrasado porque no hemos sabido ver el terreno». Cierto y bien cierto: la primera obligación de quien está decidido al combate es conocer el escenario donde se librará la contienda. Cuando escucho decir aquellas simplezas sobre el rescate del planeta, las especies amenazadas y demás sollozos, vinculados a la voluntad doméstica del reciclaje, me entra como una ternura desesperada hacia las víctimas del lavado de cerebro.
Las personas y vecinos que segregan la basura, los que van en bici o patinete para no contaminar, los que huyen del coche particular o de viajes en avión a beneficio de la salud ambiental y, en efecto, están convencidos —y convencidas— de que sus rituales cotidianos sirven para algo, no se enteran o prefieren no enterarse de que una ciudad de China o de la India contaminan en un día lo que España en un año. Y desde luego evitan pensar que para el planeta somos como un afanoso hormiguero en un jardín muy grande. El día en que se cansara de nosotros, o si llegara el entorno a sentirse verdaderamente en peligro, se libraría de la pequeña plaga con unas cuantas tormentas sin duda bíblicas, un par de tsunamis y una buena glaciación que hundiría el paisaje bajo cuarenta metros de hielo durante unos cuantos miles de años. Problema resuelto.
No se trata de salvar el planeta sino de intentar salvarnos nosotros de la manía, tan humana, de degradar y ensuciar guarramente la casa en que vivimos. No hay que ponerse apocalípticos, hay que ponerse a limpiar en la medida de nuestras posibilidades y sin caer en la histeria ni la bobería; siendo conscientes, digo yo, de que el sentido igualmente humano de nuestra presencia en este mundo nos impele a crecer sin parar. Como decía el viejo teórico marxista: «quien no avanza, retrocede». Ser más, movernos más, contaminar más cada día está en la esencia de nuestra civilización universalmente considerada y de cada cultura local, visto el asunto desde lo particular. Ante esa evidencia, los poderes políticos y burocráticos cargan el discurso sobre la responsabilidad justo hacia los que menos contaminan —Europa, pongamos por caso—, y nos abruman con disposiciones, prohibiciones, impuestos, regulaciones y una aparatosa intendencia de control que no sirve para nada salvo para mantener ocupados y bien pagados a los ingenieros del supuesto nuevo orden ambiental. Mientras, alcanza cotas descomunales la actividad contaminante en los grandes focos de crecimiento económico y poblacional —India, Brasil, China, México, Indonesia, Egipto, Suráfrica…—, sin contar con los clásicos industrializados como EEUU, Australia o Rusia. Pero la culpa es nuestra, por no separar los envases de vidrio de las cacas del perro. Naturalmente, a los países en pleno desarrollo que están creciendo a lo bestia, como la India —es un ejemplo—, no se les puede decir nada; a las potencias de siempre, tampoco. A la señora que baja la basura dos veces por semana al contenedor de la esquina, sí: «Usted es culpable».
En medio de esta feria, el plástico se erige como elemento gamberro insumiso. Por supuesto, es una creación humana y por tanto inclinada a volverse en contra de su hacedor. No se degrada con el paso del tiempo, no se disuelve, flota eternamente sobre los mares y se aglomera formando islotes de dimensiones espectaculares, acaba con la fauna y la flora oceánicas… y si se le mete fuego es peor porque impregna el aire con auras aceitosas que se cuelan en los pulmones de todo bicho viviente, la solución cancerígena perfecta. Es una maldición y al mismo tiempo una enseñanza: quien la hace no sólo la paga sino que tiene que hacerse responsable y cargar con las consecuencias. No se pueden guardar los supositorios de glicerina en el frigorífico, en un bote de plástico, sin que el mismo plástico, siete u ocho años después, regrese por las cañerías de casa y llegue a nuestros fogones y se encuentre en la orina y heces de toda la familia, en forma de micropartículas. Nunca hubo Prometeo sin arpías que lo atormentasen, ni Ícaro sin caída libre ni Odiseo que escuchase a las sirenas después —sólo después— de haberse amarrado al mástil de su pequeña embarcación.
El plástico, en clave social trascendida a la ambiental, sería el que nos roba el cobre de los trenes, el que apaga la luz, el que mete fuego a las naves de productos químicos. Es el joven gamberro que se acuesta tarde y se levanta temprano para seguir molestando, el que tira petardos por san Juan y en fin de año, el que pita el himno en la final de la copa del rey, el que tira piedras a la policía en las manifestaciones, ocupa la vivienda de una anciana, destroza cajeros y saquea comercios en cuanto tiene ocasión. Es nuestro producto, el hijo de nuestro tiempo, el mal del siglo: pertinaz, molesto y vitalicio. Para siempre. No mata pero por su culpa, algún día, moriremos todos. Y el planeta, ese mismo día, seguirá tan campante, tan a gusto con su nuevo inquilino rebelde y simpático, para él inofensivo y asombroso como material nunca antes conocido, todo un descubrimiento. Agradecido el viejo planeta porque el adolescente revoltoso llamado plástico va a quedarse y hacerle compañía para siempre. Tan amigos.