Así denomina mi amigo Luis Mascarell a los fallos en el matrix progre: el síndrome de Errejón, un desajuste grave en el mecanismo de cohesión del discurso masivo en la izquierda reinventante, el cual pone de manifiesto su incoherencia e incluso su hipocresía. El caso reciente, sangrante, de Carla Sofía Gascón, es el último por ahora.
Acertado viñetista, JM Nieto, en Fe de Ratas, describe perfectamente el fenómeno: la han cancelado por escandalizar a quienes la iban a premiar por escandalizar a los que ya no nos escandalizamos por nada. Comento el asunto con un conocido periodista de la iberosfera —la fachosfera para los yeyés neoprogres—, de quien no escribiré su nombre porque bastantes pleitos lleva por su cuenta y regalarle uno más no es cortesía. Me dice: «A este lado de la opinión hay que venir cancelado, como nosotros». En efecto, lo bueno de estar cancelado es que ya no pueden cancelarte: la libertad del mendigo, la grandeza del caído. Como decía mi compadre Nicolás Lupiáñez, hombre muy sabio sin duda: «A un tumbao no hay quien lo tumbe».
El craso error de Carla Sofía ha sido no borrar unos tuits antiguos que no decían gran cosa pero la situaban en el bando hostil, el de los opuestos a la invasión islámica de occidente. El error de ellos, los escandalizados, es ser ellos mismos, idénticos encadenados a unas estructuras morales que parasitan el rumor del pensamiento y lo someten, básicamente, al miedo. El cerebro neoprogre es en la práctica cerebro de mono: siempre alerta, siempre en guardia contra cualquier signo adverso en lo real y cualquier amenaza del entorno, siempre horrorizado ante la posibilidad de ser depredado o perder su dominio arborícola y verse sustituido, desplazado, caído en tierra y por tanto con los pies en la tierra. Despertar de aquellos sueños debe de ser tremendo y por eso el síndrome de Errejón les resulta tan incómodo, porque los zarandea en lo más profundo de la siesta y los devuelve al mundo de la dura verdad. Un desastre.
De la saña y bajeza con que todos han tratado a la defenestrada Carla Sofía, mejor no hablar. Uno se pone siempre del lado del vencido y, en consecuencia, no me interesan los disturbios que los famosos tuits y el descendimiento de la estrella hayan causado al mundejo zascandil de la industria del cine —y editorial, no olvidemos la cancelación de Karsia: una historia extraordinaria, novela que se ha quedado en tintas—; lo que en verdad me llama de este asunto es ponerme en lugar del repudiado, el pasmo y la consternación al ver cómo los sueños, las ambiciones legítimas y las ilusiones más íntimas se desvanecen vertiginosamente mientras que el dueño de aquel montón de esperanzas es vituperado hasta niveles de tormento. Y lo peor: ver cómo los tuyos se vuelven en contra, reniegan de ti como san Pedro de Jesucristo, se hacen los locos como si nunca te hubiesen conocido. Un robusto firmamento de iniquidad y cobardía se ha dejado caer a plomo para suplantar al mundo de bellos anhelos y gozosos afanes en el que vivía Carla Sofía. Sin piedad y sin vuelta atrás. Lo mejor que puede pasarle ahora es el olvido.
La gala de entrega de los premios Goya puso en evidencia que, en efecto, a la actriz le espera un largo y trabajoso olvido. Nadie se acordó de ella, ni para bien ni para mal. Se acordaron mucho de Palestina, de la ultraderecha, del neoliberalismo y Donald Trump y cosas así, asuntos muy serios que nos pillan muy lejos, causas propias de quien va del sofá a la poltrona y por el camino sube fotos a Instragram aunque, eso sí, no olvida ajustarse a modo el pañuelo palestino, no sea que pasen paparazzi y lo sorprendan descompuesto. Son así, así actúan porque en el fondo así piensan del mundo y sobre ellos mismos: se quieren, se adoran, se consideran la última uva en las campanadas de diciembre, la ocurrencia epifánica, la palabra necesaria en un desierto de tedio. En suma: son imbéciles. Son osados como todos los necios, malos como niños egoístas de malas trazas, pero al ser adultos quedan exentos de la excusa pueril. Son mala gente, en definitiva.
Podían haber mostrado algo de compasión hacia la persona trans que sufre, algún recuerdo cariñoso aunque fuera condescendiente, pero nada. Lo cual resulta chocante porque la ex ministra Montero, entre otros muchos de su tribu, dice que tenemos que hablar como si fuésemos retrasados, con mucha elle y muchas niñes, porque si no «las mujeres trans sufren», y sufren mucho. Pero ante el sufrimiento concreto de una persona trans en concreto, por hechos específicos que tienen vínculo exacto con la conversación política sobre la inmigración descontrolada… silencio. Que sufra, no haber opinado lo que no se puede opinar.
A todo esto, los auténticos y verdaderamente afectados, los musulmanes islamistas y demás jarca de por esos mundos, ¿qué pensarán del asunto? No lo sabemos con certeza, claro está. Conocemos su costumbre ancestral de arrojar por un precipicio, ahorcar o decapitar a los transexuales, pero nada más sabemos. De lo que opinen sobre Carla Sofía, tan señaladita como ha quedado tras el errejonazo, nada. Otra vez silencio.