Estamos muertos … demográficamente hablando

Estamos muertos … demográficamente hablando. Javier Barraycoa

En 1998 publicaba mi libro “La Ruptura demográfica”, un pequeño tratado sobre la implosión demográfica a que se vería abocada buena parte de los países del mundo. El texto acababa citando a Pierre Chaunu, cuando auguraba que Europa sólo podría mantener su nivel poblacional con grandes oleadas migratorias que implicarían insertar en su seno “estructuras de guerra civil”. Ni que decirse tiene que mi librito causó risa entre los colegas universitarios, que se negaban a aceptar que nos encaminábamos a una crisis demográfica sin precedentes. Pero el tiempo ha dado la razón, no a mí porque sí, sino a los datos y proyecciones que ya nos avisaban hacía décadas de lo que iba a acontecer si no se ponía remedio. Sólo había que observar los cálculos sin los prejuicios propios de un progresismo optimista e infantil que sólo quiere autocomplacerse. Con los años he descubierto que, para muchos académicos, aceptar que el mundo va mal les parece una herejía contra el “progreso”.

Tras 25 años de mi humilde “profecía”, empiezan a sonar las voces de alarma y algunos se hacen los sorprendidos. Incluso la prensa convencional da a luz, de vez en cuando, artículos interesantes sobre la cuestión. Pero posiblemente ya es demasiado tarde. Salvo milagro inesperado, estamos muertos … demográficamente hablando. La muerte no será súbita, llevará décadas, incluso un siglo, para notar los estragos. Mientras, por el camino, sufriremos las consecuencias de una pérdida poblacional como nunca ha conocido la historia. De momento los primeros síntomas pueden ser detectados. El envejecimiento poblacional provocará sucesivamente: el naufragio del Estado de Bienestar, trasvases migratorios excesivamente masivos y rápidos como para ser asimilados por las poblaciones receptoras, pérdida de los sistemas productivos y las redes económicas, crisis políticas internas y conflictos internacionales. Basta estudiar la evolución del Imperio Romano en su último siglo de existencia para tener un referente de lo que está por venir. No en vano, su caída fue acompañada, o causada, por una caída demográfica en toda la cuenca del Mediterráneo también sin precedentes hasta el momento.

Por mucho que los datos hagan disparar todas las alarmas, el cambio es difícil una vez que se ha instalado la cultura anticonceptiva en una sociedad. Científicamente prevemos con claridad el camino que recorreremos, pero ni la clase política ni la sociedad tiene capacidad de reacción. El primer ministro japonés, Naoto Kan, en su blog personal, mostraba hace unos meses un gráfico de la evolución de la población nipona y comentaba: “Estamos dejando atrás un abrupto máximo demográfico y actualmente todos nosotros nos encontramos al borde de un gran precipicio”. Si en 2005 su país contaba con una población de 127.767.994 habitantes, en la proyección para el 2096 se reduce a 50,5 millones. La caída poblacional sería del 60% en 90 años. Una dificultad añadida es que el país es reacio a abrir sus puertas a la inmigración debido al carácter de su cultura homogénea y su rechazo de la muticulturalidad.

Japón fue el primer país desarrollado, siendo la segunda economía mundial (ahora es la tercera), en alcanzarr una tasa de fertilidad mínima de 1,2 hijos por mujer fértil, claramente insuficiente ante la tasa de 2,1 exigible para mantener la población estable. El caso japonés nos enseña los efectos en una sociedad tras instalarse la mentalidad anticonceptiva y bajar la tasa de fertilidad. El efecto negativo se empieza a notar al cabo de una generación (cada generación en demografía se calcula en 30 años). Desde ese momento se necesitan dos generaciones para que la población se reduzca a la mitad, y tres para que sólo quede un tercio. Todo ello ocurrirá indefectiblemente en muchos países de nuestro entorno si no se produce un reemplazo poblacional por inmigración o bien cambios drásticos en el comportamiento reproductor, cosa harto difícil.

La demografía es una disciplina tremendamente sorprendente por la cantidad de indicadores que nos pueden avisar de las problemáticas venideras. Por ejemplo, se puede detectar el ocaso poblacional a través de la edad media de una población. Cuando esta alcanza los 44 años de media, se puede establecer de forma prácticamente certera que el declive cuantitativo ya es irreversible. Japón lidera a todos los países con 48,6 años de edad media. España tiene actualmente una preocupante edad media de 43,9 años. Aunque parezca imposible, que no previsible, la humanidad se verá en un verdadero trance cuando China, en fase de envejecimiento, se acerque a estas cifras. Actualmente su edad media está en 35,2 años. La política del hijo único está causando estragos: envejecimiento acelerado, bajada de la productividad, una gigantesca burbuja inmobiliaria debido a la expectativa de una población que nunca nació y un largo número de efectos que aún no se notan debido a un volumen poblacional inmenso. No obstante, la India ya le ha sobrepasado en habitantes.

Japón nos sigue dando pistas. La economía de una población envejecida, en la que baja la productividad y aumenta el gasto público por las pensiones y el sistema sanitario, está condenada a incrementar su deuda pública y ponerse en riesgo, a medio plazo, de una quiebra soberana. Las agencias de calificación de la deuda pública ya contemplan para Japón este escenario. En 2020 su deuda pública fue de 11.437.715 millones de euros, esto es, un 250% de su PIB. Dicho de otra forma, es el país más endeudado del mundo. No estamos para realizar una introspección en profundidad, pero estos datos se traducen en que en Japón las mejoras tecnológicas no pueden compensar al envejecimiento en la ecuación del aumento de la productividad. Para compararnos, España tiene una deuda pública equivalente al 113% del PIB, e Italia -el país más endeudado de la Unión Europea- llega al 134% del PIB. No en vano España e Italia tienen/tenemos la tasa de fertilidad más baja del mundo en este momento, junto a Eslovenia.

Otro indicador fundamental es la edad media en que las mujeres tienen su primer hijo. En Japón, en 2009, se alcanzó una preocupante cifra de 29,7. El dato ya era suficientemente alarmante y los expertos pensaban que no se podía sobrepasar esa barrera. Pero en estos momentos ya supera los 30 años. En España hemos seguido esta tendencia de forma casi mecánica. En 1980, la edad promedio a la que las mujeres tenían su primer hijo era de 26,4 años, de 28,7 años para su segundo hijo y de 30,6 años para su tercer hijo. En 2021, según la Estadística Demográfica del Ministerio de Salud, Trabajo y Bienestar, la edad promedio a la que las mujeres españolas tienen su primer hijo era de 31,54. La situación es clara, con la diferencia de una generación, las españolas tienen ahora su primer hijo cuando hace una generación ya iban a por el tercero. Si comparamos con la India, comprobamos que la edad de la primera maternidad apenas ha variado en las últimas dos décadas y oscila entre los 19 y 20 años. Ello nos indica que, de momento, el futuro es más indio que europeo o chino.

Otro aspecto a tener en cuenta es la población en edad laboral (comprendida entre los 20 y 64 años), que a partir de 2014 ha empezado a disminuir en los países desarrollados en la medida que van jubilándose los baby-boomers. Como las poblaciones activas se van reduciendo paulatinamente, las cargas sociales empiezan a ser onerosas para quienes se encuentren en edad de trabajar. La Unión Europea tiene actualmente tres personas en edad laboral por cada dos dependientes (se entiende por población dependiente los menores de 19 años y mayores de 65), pero para el 2060 se prevé que será casi una persona en edad laboral por cada dependiente. La situación, a menos que se descubra la piedra filosofal, es insostenible. En 2016, un informe del Banco de España (Documentos ocasionales, nº 1603) señalaba que el potencial de aumento del producto interior bruto se situará en los próximos años en el entorno del 1% (no se sabía nada de la futura pandemia). Esto representa una caída de dos tercios respecto al promedio anual entre 1983 y 2007 (último año sin crisis). En los años ochenta la productividad fue “la principal fuente del crecimiento”, en décadas posteriores se mantuvo el crecimiento por “efecto inmigración”. Según ese estudio, a corto plazo las dinámicas de población favorecen la caída del desempleo, pero en el medio y largo plazo apuntan a cambios socioeconómicos llenos de “dudas e incertidumbres”.

Ante esta evidente realidad, cabe nuevamente preguntarse si hay capacidad de reacción. De momento lo que sabemos es que las políticas para reducir las tasas de natalidad son efectivas, basta observar las caídas demográficas en los países de la URSS cuando se restringió la natalidad. Crear una mentalidad anticonceptiva es muy fácil, pero invertir el proceso es prácticamente imposible. Y ello se comprobó también en la URSS cuando se intentó en vano potenciar el crecimiento poblacional. Tenemos ahora el ejemplo de China que nos marca el futuro. El gigante asiático aplicó la política del hijo único desde 1979 hasta 2008. En esos momentos el volumen poblacional dejó de verse como un peligro, para convertirse en uno de los elementos fundamentales de la geopolítica y la economía. En 2013, con la llegada de Xi Jinping al poder, el Partido Comunista Chino (PCCh) reformó la ley de natalidad para permitir que las familias tuvieran dos hijos, y en mayo de 2021 otra reforma permitía que las familias tuvieran hasta tres hijos. Pero la realidad se impone a los deseos del partido. Una vez se ha creado una mentalidad antinatalista, los chinos se mantienen en una tasa de fertilidad de 1,7 y no consiguen remontar hasta un 2,1 imprescindible para la renovación poblacional.

Según un estudio de 2020, de la Academia de Ciencias Sociales de China (CASS), el desacelerón demográfico en el país, tendrá “consecuencias sociales y económicas muy desfavorables”. Para más abundamiento, un informe del Consejo de Estado de China, publicado por la agencia Bloomberg en 2018, estimaba que una cuarta parte de la población del país será mayor de 60 años para el año 2030. Asoma así el drama de las pensiones en China. En un artículo en el The Economist, en noviembre de 2020, se afirmaba que “El muy discutido temor -de que China envejecerá antes de hacerse rica- ya no es una posibilidad teórica sino que se está convirtiendo rápidamente en una realidad”. De momento, en 2014, los pagos de las pensiones superaron las contribuciones hechas por los trabajadores activos. Según el CASS, el fondo nacional de pensiones se quedará sin recursos para el año 2035.

Estos son algunos datos para la reflexión. Evidentemente en la historia nada está escrito definitivamente hasta que acontece. De momento nos quedamos con la preocupación de los datos y la constatación de la incapacidad política y social para revertir la situación. Para ello debería producirse una verdadera “revolución” en los esquemas mentales de los valores y principios vitales. Hablamos de un radical cambio de cosmovisión en las personas normales y los políticos. Pero nada tiene visos de cambiar.

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