Dicen algunos médicos que la salud es la percepción que cada uno tiene de su propia salud. Hay enfermos terminales más sanos que jóvenes de veinte años devastados por la depresión y al borde del suicidio que pasarían con nota una revisión médica para jugar en el Real Madrid. Hay ancianos de noventa y nueve años convencidos de que van a durar para siempre, que la muerte es una circunstancia ajena porque en realidad siempre se mueren los demás y ellos no se han muerto nunca, ni piensan hacerlo. Con la sanidad de vida pasa lo mismo: hay registradores de la propiedad que ganan noventa mil euros al mes y no se encuentran realizados porque, en lo íntimo de sus anhelos, les habría gustado ser poetas, líderes de una banda de rock o irresistibles donjuanes; y hay gente en la miseria que vive tan satisfecha de ellos mismos, plenos de autoestima y agradecidos por cuanto el destino les ha regalado, dádivas como una buena salud, unos hijos fuertes que nunca se constipan o una esposa de carnes firmes que, a mayor fortuna, es ardiente en el lecho. Cada cual es emperador a la hora de trazar los límites de su felicidad y cada uno se estima como le da la gana. Eso es justo y, como decía mi abuela Remedios, es ley de vida.
Lo mismo sucede con la idea que cada cual construye sobre sí mismo y en relación con su yo social, su posición en el mundo y su vinculación ético-política con el semejante. Hay héroes que han dirigido una revolución para librar a su pueblo de la tiranía que se apagan y mueren acosados por las dudas de conciencia sobre su proceder, y hay moscorrofios que no han hecho en su vida otra cosa que despotricar en redes sociales, desde el sofá de su casa, y salir de vez en cuando en alguna manifestación —autorizada, por supuesto—, convencidas y convencidos de que son la sal de la tierra, la guinda del pastel y la joya de la corona. Hay concejales de pueblo que han llegado al cargo tras conspirar, pisotear, chantajear y comprar voluntades por cuatro cuartos, que se consideran grandes hombres, de los imprescindibles en el devenir de una civilización, y hay presidentes del gobierno que cada noche pierden horas de sueño en el repaso de su alma, a veces atormentados por la sospecha de haber obrado mal. No es el caso de nuestro presidente, claro está, pero los hay.
Comúnmente podríamos decir que hay gente para todo, pero en realidad sólo hay dos clases de personas: las preocupadas por su propia responsabilidad tanto en la construcción de ellos mismos como en su impacto —«impacto»—, y las que no tienen nada que decirse ni mucho menos exigirse ni muchísimo menos reprocharse a sí mismas porque su adhesión a la ética de los principios las exime de responsabilidad alguna, así en lo que concierne a su propia integridad como en las consecuencias de su proceder, si las hubiese. De entre estas últimas, son de considerar con atención las feminostas de gato y galgo, no porque sean más importantes que otros especímenes de los auto-absueltos y auto-encumbrados, sino porque últimamente hay muchas. Al menos en mi pueblo, hay muchas.
La imagen es reiterada, llevo años viéndola y compadeciéndola: mujer entre los cincuenta y cinco y los setenta y cinco años de edad, sola, vestida como se vestiría si tuviese veinticinco años —de edad—, teñida de naranja o morado, tal vez gris ceniza penitencial, y peinada como si fuese ayer cuando celebró su puesta de largo —las hay en versión peluquería batasuna, es cierto—; sin tatuajes ni piercings aparatosos, menos mal. Sola, siempre sola, pasea en compañía de un galgo o dos, chuchos que recoge de santuarios animalistas y que va reponiendo conforme se le van muriendo de aburrimiento. En casa, gatos, orfidal y gin tonic para dormir del tirón y dar reposo al mundo de la intensidad de su presencia. En la calle, tarde o temprano, acaba en la terraza de una cafetería, donde consume café y helado de pistacho si el tiempo acompaña. Una a una inspiran tristeza. En conjunto, son el resumen del mal de nuestro tiempo. Son el paradigma de la mujer madura empoderada, la mujer sola y llena de reproches hacia el mundo, aunque nunca ha mirado dentro de sí para indagar dónde estuvo el fallo de su existencia; son la feminista en alerta incansable que riñe a la camarera por dirigirse a una pareja y preguntar al hombre antes que a la mujer qué van a tomar, por presentar la factura o el datafono al varón en vez de a la hembra. Lo he visto más de una vez y se me complica el arte de exagerar. Son la nacionalista feminista que manda el feminismo a la basura cuando se dirige a la camarera en catalán —en mi pueblo se habla mucho catalán, casi tanto como el árabe—, y si la chica le ruega que reformule en castellano le impone diferencias de clase: «Nena, si vives y trabajas en Cataluña deberías aprender catalán…»; y cuando la pobre chica, aterrada ante la posibilidad de que la señora de los galgos pida la hoja de reclamaciones, contesta: «Estoy dando clases», insiste en la gran verdad de sí misma: «No es tan difícil, con que os esforzaseis la mitad que en aprender inglés, lo tendríais en quince días». Ya dije que no cabe la hipérbole en este contexto: tal cual. ¿A quién se refiere la dama del alprazolam y el orfidal nocturnos cuando usa el plural para definir las obligaciones de la joven? ¿A los igualmente jóvenes que han nacido sabiendo inglés y manejar un móvil pero no se esfuerzan con el catalán? ¿A los inmigrantes de la españolidad que desdeñan la cultura vernácula? ¿A todos?
Perros, gatos, galgos seniles, alprazolam, orfidal, soledad y mala hostia, muchísima mala leche. Agrio el carácter, viva la herida del destino en las personas uncidas por la razón del buen pensar. ¿Ninguna se ha planteado nunca, en serio, cómo es posible que principios tan elevados como los suyos las hayan convertido en gente híspida, abandonada, insoportable y fea? Como dijo el otro: ¿Cómo es posible?
En fin, lo dicho, tener principios no es malo; lo malo es tener solamente principios y agarrarse a ellos como el polvo a los cristales, para siempre y para toda la vida. Lo fatal. La verdad nos hace libres, dice el Libro; pero la verdad sin bondad no es nada y la bondad sin verdad sobre uno mismo nos hace gatos en el tejado, esperando que el sol regrese y convencidos de que amanecerá para que el mundo sea testigo privilegiado de cómo nos lamemos la piel y afilamos las uñas. No hay nada peor.