Hegel y Friedrich

Hegel y Friedrich. Emmanuel Martínez Alcocer

Hegel y Friedrich. Las figuras de la conciencia desdichada

Introducción

En la Fenomenología del Espíritu la negatividad del mundo, nos dice Hegel, nos es dada por la experiencia. La reflexión de la que parte Hegel es una reflexión ontológica aunque idealista, piensa el ser, la realidad, en general, como algo dinámico, nunca acabado, y por tanto como negatividad (como a él mismo le gustaba repetir, tomándolo de Espinosa: «toda determinación es una negación»). A su vez, el sujeto, nos dice, conoce intelectivamente el sistema de determinaciones en su negatividad (en su posibilidad). El propio movimiento de la conciencia arrastra así el movimiento de la negatividad del mundo. Por ello la categoría de la experiencia adquiere en este proceso un grado fundamental, pero no es menor el papel de la conciencia. Gracias a la experiencia podemos percibir la negatividad en el mundo, y, a su vez, gracias a ello podemos apropiarnos de nuestra conciencia. La experiencia así entendida nos sirve para darnos cuenta de aquello que Hegel, junto Hölderlin y Schelling, criticaba ya, en el invierno de 1896-97, en el breve Primer programa del Idealismo alemán. Lo que han construido los hombres, todas nuestras instituciones, no se corresponden con nuestra experiencia, hay una fractura entre nuestro mundo y nuestras experiencias que la conciencia debe superar. La tarea es entonces dar forma a la experiencia para reparar esa fractura.

Aunque antes hay que realizar esa experiencia, hay que hacer la experiencia del mundo, y, por tanto, hay que dialectizar todas las variantes de la experiencia. De este modo, Hegel, en el capítulo cuarto de la Fenomenología distinguirá siete ámbitos de la experiencia, a saber: la Ciencia, el Derecho, la Moralidad, el Estado, el Arte, la Religión y la Familia (como institución, como forma de la vida o de la organización social). Y puesto que de lo que se trata es de dar forma a la experiencia hay que construir una Ciencia, un Derecho, una Moralidad, un Estado, un Arte, una Religión y una Familia que se correspondan con nuestra experiencia. De modo que si no conseguimos construir esa Ciencia, ese Derecho, esa Moralidad, ese Estado, etc., que se corresponda con nuestra experiencia seremos inevitablemente conciencias desdichadas. Como vemos, lo que Hegel pretende desde su idealismo absoluto es la construcción de un nuevo sujeto, de una nueva conciencia, que sea responsable de su mundo, que sea capaz de abarcarlo. Una conciencia absoluta que, a través de la experiencia del mundo, repare la alienación trascendental en la que vive el hombre moderno –tiempo después Heidegger reelaborará este problema como la pérdida del ser–. Quiere una comunidad intersubjetiva y libre que sea capaz de transformar todos esos ámbitos, hasta el momento erróneos respecto a la experiencia, en instituciones verdaderas en las que el sujeto pueda ser libre.

Y todo esto lo traemos por una razón. Una razón muy sencilla. A menudo podemos escuchar y leer que la filosofía no sirve para nada, tal es así que incluso en los planes y leyes educativas de nuestra democracia hemos asistido a diversos intentos de relegar esta disciplina de segundo grado o de vaciarla de contenidos o sustituirla por refritos ideológicos. Ya hemos dedicado aquí algunas páginas tratando de demostrar cómo, a nuestro juicio, esto es un error y qué intenciones puede haber detrás. Hoy lo que buscamos es mostrar, a través del arte de Friedrich y de la filosofía de Hegel, simplemente manteniéndonos en sus perspectivas emic –otras veces lo hemos hecho desde el materialismo filosófico–, cómo los problemas, Ideas y sistemas filosóficos tienen multitud de cauces por los que transcurrir en nuestra realidad. Las Ideas filosóficas son tan reales, forman tanta parte del entramado estromático del mundo, como cualquier teorema científico o cualquier fenómeno político, social… Además de los cauces políticos, que ya hemos tratado otras veces, o los literarios, que también hemos tratado, podemos ver Ideas y problemas filosóficos en el arte pictórico (y en las artes en general). El arte de Friedrich y de la filosofía de Hegel son, pues, un buen ejemplo, como pudieran ser otros muchos.

La tragedia de la conciencia desdichada

Como dice Eduardo Subirats en su estudio Figuras de la Conciencia Desdichada, la conciencia de la incapacidad de la filosofía clásica moderna de alcanzar sus objetivos es consecuencia del desplome –como no podía ser de otra forma– de su principio fundamental: el sujeto trascendental kantiano. Las contradicciones del sistema kantiano dejó una serie de problemas al idealismo alemán, y a su onda expansiva, que diversos filósofos trataron de superar. Con escaso éxito hasta hoy.

Tras la secularización –o inversión teológica– que llevó a cabo, o intentó llevar a cabo, la filosofía moderna clásica, el sujeto se constituyó como el dios en la tierra –la inversión teológica, ahora las cosas del mundo se ven desde Dios no desde el mundo hacia Dios–. Era el sujeto de dominio, pero un sujeto que ha de ser libre. Pero esto también tuvo sus consecuencias, trajo un oscurantismo en el que todas las contradicciones que surgen de este violento dominio del hombre son justificadas o legitimadas por el ideal, que llega hasta nuestros días, del progreso. Se pasó progresivamente del principio trascendental –metafísico– de Dios, al de Razón y, finalmente, al de Progreso. Con uno u otro nombre, nos viene a decir Hegel, la violencia y el desgarro fue igualmente un hecho, con uno u otro nombre las contradicciones y el fracaso fueron inevitables. «El que fue potencia creadora hecha a imagen y semejanza del Dios destronado se ha convertido […] en un ser humillado, prisionero de su propio trabajo y del mundo de cosas que él mismo ha creado. El Yo de la filosofía moderna ha desembocado en un ser sometido a condiciones que ni rige ni controla, ha sido arrancado de la naturaleza y confrontado consigo mismo como una realidad interior a la que también debe envilecer y dominar; le han sido arrebatados los medios de su autoconservación empírica en beneficio de una producción social»[1]. El progreso, según esto, se ha vuelto contra sí mismo y ha convertido a los hombres en esclavos de sus productos. Esta esclavitud tiene, lógicamente, como resultado el derrumbamiento de la ilusión de la infinita potencia trascendental del yo de la modernidad clásica, los hombres toman conciencia de su pequeñez. Kant intentó salvarlo con el noúmeno, el sujeto en realidad es un santo que escapa a la determinación del mundo, a las obras corporales del cuerpo. Pero, como vemos, no era la cosa tan fácil.

Este derrumbamiento del yo trascendental, esta incapacidad por su parte de construir su mundo libremente y conforme a su experiencia es a lo que Hegel llamaba conciencia desdichada. Estas conciencias se caracterizan en primer lugar por, como veníamos diciendo, ser las consecuencias de un proceso de desgarramiento y desarticulación de la unidad que habría –desde su perspectiva idealista– entre la conciencia y la realidad trascendental del sujeto moderno. En segundo lugar, se caracteriza por concebir este proceso como plural. Es decir, no hay un tipo fijo o único de conciencia desdichada, la conciencia desdichada no existe como figura uniforme y establecida de un transcurso lógico, sino que más bien hay una variedad de figuras particulares y diversificadas, casi tantas como conciencias. Únicamente les une aquello a lo que se oponen. En tercer lugar es de destacar el dolor individual, característico de cada una de estas conciencias. Este malestar, este desgarro, es la realidad principal que describe gran parte de la literatura moderna desde el Romanticismo. El Romanticismo y su arte es una contestación crítica –y desesperada– a la falta o desencanto del mundo, y la vida que el racionalismo moderno había determinado como constituyente de la nueva sociedad. Los excesos del racionalismo ilustrado, sus metafísicos sueños, habían dado lugar a monstruos implicados por el progreso, habían fracturado la relación entre los hombres y su mundo. Este dolor supone también una crisis, con su consecuente superación. Dicho de otro modo, la resistencia que opone siempre el dolor a aquello que lo provoca permite afirmar que las figuras de la conciencia desdichada son un anticipo a las figuras de la conciencia insurgente. Por último, habría que destacar lo que venimos señalando desde el principio, el concepto de la conciencia desdichada es una referencia directa a la Fenomenología del Espíritu de Hegel. Aunque no sólo al concepto, también hace referencia a un doble sentido de lo histórico que en la conciencia desdichada aparece. Es una categoría, en definitiva, muy importante para entender el modo de conceptualizar el desarrollo histórico, temporal, que Hegel da a la realidad y a la conciencia, nunca estáticos. Es una alienación ontológica que hay que reparar. De ahí la necesidad de la negatividad.

Por un lado, este doble significado de lo histórico que Hegel explica en la Fenomenología nos muestra el dolor de la conciencia desdichada como algo objetivo que desgarra la vida del hombre moderno. El sufrimiento de los hombres modernos –permítasenos estas generalidades tan imprecisas, como hemos dicho hemos optado por mantenernos en la perspectiva emicpor esta vez– no se muestra como algo aislado en su soledad, sino que tiene una realidad social, institucional y espiritual. Es decir, es también histórico como característico de «la figura del siervo hegeliano que forma y transforma el mundo» pero que lo realiza «como acto que emana de una voluntad ajena, y sufre esta humillación y esta alienación»[2]. Y por otro lado, el que sea histórico también supone una acción, una praxis –como después insistirá Marx. Además, nos está señalando Hegel, la idea de historia también nos lleva siempre a pensar en lo futuro, y de pensar en lo futuro a pensar en la utopía y la esperanza –la bella idea de Progreso siempre está ahí–. De modo que este segundo sentido de lo histórico deja atrás el análisis del dolor como una realidad social y objetiva e introduce el dolor –del desgarro moderno– como punto de inicio de su superación. Hegel, en su diagnóstico del problema –herencia kantiana–, identifica el desgarro de la conciencia desdichada con la situación objetiva del alma cristiana y del siervo. Este desgarramiento, este dolor, surge de una conciencia, una identificación por parte del cristiano o del siervo de su esencia con un más allá. Ya sea éste el reino del cielo o el poder de otro. Lo central no es sólo que se halle más allá, lo central es que la conciencia desdichada concibe su esencia precisamente más allá, fuera de sí, alienada. Así, la conciencia queda desdoblada y sufre por este desdoblamiento, por esta alienación. «En esta accesibilidad frustrada a su esencia, la conciencia recae en su interioridad subjetiva y halla su infelicidad. La conciencia limitada a sí misma es, históricamente, la del objeto atado a la realidad del trabajo. Su esencia no conquistada es la razón en tanto que libre y universal»[3]. El desgarro entre la conciencia y la esencia que Hegel describe en su análisis es el que existe entre el amo y el esclavo, el que existe entre el trabajo capitalista y la libertad.

Son, como vemos, dos grandes problemáticas las que aborda Hegel en su análisis. Y, aunque son dos, no están en absoluto separadas, sino todo lo contrario, están estrechamente imbricadas. Por un lado, como vemos, está la figura de la conciencia desdichada en sí misma, es decir, el análisis del dolor humano de forma objetiva. Por otro, Hegel plantea la cuestión en términos históricos y habla de la superación del dolor de esa conciencia. Dos aspectos, como decimos, que se complementan y determinan mutuamente en su sistema.

La conciencia desdichada en Friedrich

Antes hemos apuntado que en este desgarro la conciencia desdichada queda desplazada en la relación entre el hombre y la naturaleza –u Hombre y Naturaleza–. El hombre, para Hegel, queda «arrancado» de la naturaleza y confrontado consigo mismo en este desdoblamiento entre su conciencia y su trascendencia. Y los cuadros de Gaspar David Friedrich son, si no el mejor, sí al menos un extraordinario ejemplo de esta confrontación y de ese intento de conciliación o superación del que venimos hablando. Sin embargo, debemos advertir que sus cuadros no asumen esta intención conciliadora, superadora, o, al menos, no la asumen de forma unilateral y directa. Friedrich ha sido considerado como un romántico, y no sólo como un romántico, sino como uno de los que mejor ha sabido transmitir el espíritu romántico en el arte. Esto es causado, entre otras cosas, por la interiorización y la subjetivación a la que Friedrich somete el proceso –técnico y por tanto institucional– de pintar. Al menos desde su perspectiva. Pues para él el pintor no debe pintar sólo lo que ve ante sí, sino también lo que ve en sí mismo –ya tenemos presente otra vez a la mónada autosuficiente, tan típica de este idealismo–. Por ello aconseja: «Cierra tus ojos físicos de manera que primero puedas ver tu cuadro con el ojo del espíritu. Luego transporta lo que tú has visto en la oscuridad a la luz del día, a fin de que ello pueda impresionar a otros, más de fuera adentro… La única fuente verdadera del arte es nuestro corazón»[4]. Pero también por sus amplios conocimientos de la filosofía alemana de la época, porque «su pintura es, efectivamente, una pintura intelectual impregnada de las ideas del círculo filosófico en el que se movió (fue amigo de Goethe y Tieck y mantuvo contacto con los hermanos Schlegel y con Heinrich von Kleist entre otros)»[5]. También, por supuesto, conocía la obra de Hegel.

Friedrich centró su atención en la naturaleza, o más bien, en lo que el idealismo alemán y el romanticismo consideraban como la naturaleza; integrando pictóricamente gran parte del llamado paisaje romántico alemán. Si bien, los paisajes que nos ofrece el pintor alemán no son realistas, sino que son paisajes del espíritu. La naturaleza es, en coherencia con lo dicho, plasmada como una realidad interior al sujeto, es decir, es una naturaleza interiorizada, subjetivizada. La tarea del artista es, para Friedrich, penetrar y reconocer el espíritu de la naturaleza, y plasmar la esencia de esta en el lienzo –de nuevo el espíritu, la santidad, escapando de las determinaciones que impone la naturaleza; herencia kantiana–. Lo que se busca con esto no es más que una unidad, una hegeliana síntesis, entre el hombre y la naturaleza, unidad que, como veremos, se hará imposible, la herida es prácticamente imposible de curar, la alienación es irresoluble. En sus cuadros, mientras la naturaleza expande sus límites desdibujando sus límites, el hombre se retrotrae frente a ella. Es impotente para más.

Nada surge de la nada, y en el arte, como tantas otras cosas, no se puede dar un paso sin tener en cuenta lo anterior. Ser original no es más que tener la capacidad de reorganizar, de dar lugar a otra cosa a partir de los ladrillos heredados, por más que el artista busque la inspiración divina o pretenda sacar su «creatividad» –noción teológica– de «sí mismo». Por ello el paisaje romántico de Friedrich se desprende del arte clásico y renacentista. Se aleja de Italia, eso sí, y da un giro ingenioso donde la figura protagonista del conjunto es el paisaje; su obra rezuma religiosidad y espiritualidad, trasmitiendo ideas de vida, pero también de muerte, sin olvidar, por supuesto, el aire patriótico y nacionalista de sus composiciones –el idealismo alemán y el romanticismo alemán siempre está cargado, aunque a veces no lo parezca, de un fuerte componente político nacionalista, Alemania y su alienación, su no unificación, siempre están de fondo–. En Friedrich no existe, sin embargo, una actitud redentora, como tampoco una dimensión utópica, por mucho que sus aforismos puedan despertar la idea contraria. Y es que su subjetivación no es puro psicologismo, sino que, aunque idealista, es la reflexión crítica desde un punto de vista histórico, hegeliano. ¿Y de dónde surge esa concepción (pesimista) de la relación entre el hombre y la naturaleza? Seguramente la mejor explicación la encontraremos, como casi siempre, en el contexto social e histórico. Friedrich fue contemporáneo a la revolución burguesa y de la revolución industrial, asistió al éxodo rural, por parte de los campesinos, en busca del trabajo en la ciudad, y fue también espectador de la tremenda exaltación del mito del progreso y el desgarro y dominación respecto a la naturaleza que éste produjo. Friedrich ve en esto la ruptura definitiva entre el hombre y la naturaleza, su lugar de origen. La revolución burguesa extrañó la naturaleza al hombre y ahora la reconciliación es imposible. La superación que busca Hegel es imposible, no nos queda más remedio que vivir en la fractura.

Una forma de ver esto es comparando los paisajes clasicistas con los friedrichianos. La diferencia que existe entre ambos tipos de paisaje es la misma que existe entre el orden teológico y el feudal del mundo –muy presente en sus cuadros– y el orden en que el mundo, la naturaleza, es sometido al dominio de la ciencia, al dominio del hombre –resaltamos de nuevo: inversión teológica–. En el primero, considera el propio pintor, había un equilibrio, una unidad, entre el hombre y su origen, en el segundo, el trabajo industrial ha perturbado y separado ese equilibrio. La revolución burguesa –que los alemanes no podrán realizar, ya que no tenían ni Estado, pero sí «pensar»– desgarra dicha relación originaria pues comprende la naturaleza como el resultado del trabajo y la manipulación humana –aquí ya vemos la sombra de Marx–.

Aunque Friedrich era una enamorado del paisaje hay una característica de sus cuadros que llama la atención, y es la frialdad de los mismos. Sus paisajes están dominados por la desolación y la melancolía, sus obras nos embriagan con una angustia y vacío similares a las piezas musicales de Schubert, dominadas por el mismo sentimiento de tristeza y melancolía. No es la cualidad de lo pintado lo que distingue sus cuadros, sino la frialdad a la hora de hacerlo. Sus bosques son invernales incluso cuando muestra signos primaverales. En palabras de Subirats: «es el frío y también la quietud mortecina de un paisaje sin agitación lo que hace resaltar invariablemente los cuadros de Friedrich»[6]; el silencio y la soledad de sus paisajes muestran la tragedia de los mismos, la situación desgarrada de los hombres, resultado del progreso.

¿La tragedia del paisaje?, ¿en qué consiste esta tragedia? Es algo que venimos apuntando y destacando a lo largo del artículo: la tragedia del paisaje es la experiencia del espectador ante los cuadros de Friedrich, es la soledad que éste experimenta ante su contemplación. El espectador al contemplar el cuadro desea acercarse a la naturaleza, anhela estar en comunión con el espíritu de la naturaleza. Sin embargo es la soledad, la quietud mortecina y el vacío, lo que el cuadro le muestra; la desolación es lo que le ofrece, haciéndole consciente de la imposibilidad de esa unión. La tragedia, la desdicha y el vacío del hombre desubicado del mundo, desplazado de su origen, de su naturaleza. La unión hipostática entre naturaleza y espíritu, entre cuerpo y alma, se ha perdido para siempre.

Otra característica de la pintura de Friedrich, y del arte del Romanticismo, es la ruina. Las ruinas se presentan como «un elemento integrado al paisaje y que le otorga un significado histórico específico»[7]. Se produce una revalorización de la ruina gótica como elemento nostálgico que recuerda a un orden armónico perdido, por eso también es inevitable su identificación con un orden teológico y medieval. Sin embargo, esto no es una reacción regresiva ni reaccionaria contra el presente, sino una resistencia contra la racionalidad destructora, del progreso que todo lo traga de la civilización industrial. El paisaje de Friedrich no ha de entenderse como un escape de la realidad desgarrada, desdichada, sino como la denuncia del dolor producido por la civilización industrial. Así pues, las ruinas en Friedrich tienen una doble significación, por un lado serán el signo del triunfo de la naturaleza y del poder destructor del tiempo, sobre el continuo intento de dominación del hombre; por otro tienen el papel de explicitar el carácter escindido y vacío en que ha quedado el hombre. No se representan edificios góticos, sino ruinas góticas, pues lo que se trata de mostrar es el resultado–algo muy hegeliano– del desmoronamiento[8].

Si al valor de la ruina añadimos los paisajes invernales y los signos de la muerte, como pudieran ser los cementerios, tumbas aisladas…, no hacemos sino reforzar este sentido. Por ello podemos decir que «lo peculiar y fecundo de la «ruina romántica» es que de ella emana este doble sentimiento: por un lado, una fascinación nostálgica por las construcciones debidas al genio de los hombres; por otro lado, la lúcida certeza, acompañada de una no menor fascinación, ante la posibilidad destructora de la Naturaleza y el Tiempo»[9].

Los paisajes invernales y los signos de la muerte, por tanto, son cuestiones importantes, dentro de los elementos compositivos de la obra de Friedrich, permitiendo representar el fin de un orden social que ya no existe y el consiguiente surgimiento de un nuevo sujeto al que melancólicamente sólo le queda contemplar lo que tiene ante sí. «El sujeto empírico contempla con tristeza aquello que el sujeto de la dominación mira con el orgullo de la conquista victoriosa»[10], el sujeto empírico es el sujeto de la experiencia artística en Friedrich. Para este sujeto empírico, impotente ante el poder de la naturaleza y de la historia, la razón industrial del sujeto burgués es explotación, dominación, dolor, desgarro y desdicha. Así pues, desde toda esta elaboración teórica, contamos con dos sujetos, por una parte a un sujeto burgués de la dominación, y por otro al sujeto empírico, que puede ser llamado estético, de la contemplación. Por un lado se muestran los enigmas y el poder de la civilización industrial, y por otro el nuevo sentido estético. Esto es algo totalmente novedoso, pues «por primera vez en la historia aparece el sujeto burgués como realidad artísticamente interesante; por primera vez en la historia del arte, se pone de manifiesto una relación «estética» con la naturaleza; y por vez primera, también, la relación entre el hombre y la naturaleza se exponen en términos de tensión»[11].

Obras

Una vez comentado esto intentaremos mostrar, a través del análisis de alguna de las obras más representativas de Friedrich, cómo el pintor alemán plasma en sus cuadros su interpretación pesimista, irresoluble, de todo lo expuesto en las líneas anteriores acerca de la hegeliana conciencia desdichada.

El monje contemplando el mar

Una de sus obras más sobrecogedoras, casi onírica. En ella Friedrich plasma un paisaje costero, en el que un inmenso cielo ocupa las tres cuartas partes del lienzo. El horizonte del cuadro es muy bajo, lo que ayuda a acentuar el sentimiento de infinitud junto al cielo encapotado y misterioso. Contemplando este impresionante paisaje vemos a una figura diminuta, insignificante, borrosa, se trata de un monje de espaldas al espectador –un recurso recurrente en Friedrich–, permitiendo a éste sentir lo que él siente, pudiendo interiorizar lo que el cuadro quiere mostrarle. La ausencia de rostro aporta el anonimato que facilita aún más esa simbiosis con el personaje del lienzo. Nos encontramos así como espectadores pasivos de una naturaleza furiosa e inmensa, que podría tragarnos en cualquier momento. Ésta, pues, nos hace tomar conciencia de la insignificancia humana ante su inmensidad. Esto no es más que el símbolo de la ruptura entre el hombre y la naturaleza. Esta sensación de ruptura y de insignificancia es aumentada también por la forma en que está tratado el pequeño trozo de tierra en el que el monje contempla el mar. Más allá de este pequeño trozo de tierra no queda nada, tan sólo un mar embravecido, un abismo infinito en el que podemos caer en cualquier momento. Es por ello que se sitúa al espectador en una línea muy baja; hay, pues, un fuerte contraste entre lo próximo –el monje– y el espacio –la naturaleza–.

El monje contemplando el mar (1809) Caspar David Friedrich. Palacio de Charlottenburg, Berlín.
El monje contemplando el mar (1809) Caspar David Friedrich. Palacio de Charlottenburg, Berlín.

Es la atracción del abismo característica del romántico que ve en la naturaleza una doble alma que le atrae. Por un lado le atrae por «la promesa de totalidad que cree ver en su seno», y por otro «por la promesa de destructibilidad que la Naturaleza lleva consigo»[12].

Como hemos apuntado hace un momento, el infinito aparece representado de una forma radical debido a lo bajo de la línea del horizonte y gracias también a la niebla del fondo, que emborrona el horizonte. Como dice el filósofo Von Kleist, quien al contemplar la obra escribió «Yo era el monje, y el cuadro la duna; aquello que yo debía mirar con anhelo no estaba: el mar»[13]. Una niebla, en fin, que representa la imposibilidad y lo borroso de nuestros intentos de conocimiento, de nuestros intentos de conciliación y superación del desgarro. Por último, el que sea un monje el que contempla el mar no es algo fortuito, el monje debería haber alcanzado esa conciliación anhelada en el mundo místico y celestial, sin embargo, esto no es así. Ni siquiera un monje, que tiene a Dios como guía, ha sido capaz de superar esta escisión entre hombre y naturaleza, no ha sido capaz de encontrar su lugar en el mundo. El monje nos está señalando muy claramente la necesidad de la naturaleza. Sin embargo, nos muestra esta unión, necesaria para la conciencia desdichada, como algo imposible. La naturaleza misma, con ese mar enfurecido y ese cielo brumoso e impenetrable, es quien rechaza al hombre.

Abadía en un Robledal

Abadía en un robledal (1809-1810), Caspar David Friedrich. Palacio de Charlottenburg, Berlín.
Abadía en un robledal (1809-1810), Caspar David Friedrich. Palacio de Charlottenburg, Berlín.

Esta obra, también conocida como Abadía en un bosque, es un perfecto ejemplo de la representación de la ruina en Friedrich que hemos comentado antes. Como se podrá observar en la imagen, se trata de un paisaje ruinoso, y en él que aparecen encinas rodeando las ruinas de una abadía gótica. Delante de la ruina hay una sepultura y una serie de figuras negras, tan borrosas que apenas si podemos ver, y que se dirigen en comitiva portando un ataúd al portal de la ruina. Se trata de un funeral en un paisaje de invierno. Se vislumbra también un camino que a través de un cementerio lleno de nieve y de tumbas irreconocibles. En esta composición aparece otro de los elementos característicos de Friedrich, la ausencia de límites –ya hemos visto en el cuadro de antes esa niebla que emborronaba el horizonte e impedía la unión–. No hay fondo en el cuadro, ni tampoco transiciones, se nos muestra un paisaje tenebroso e infinito en el que unas cosas se funden con otras en un continuum. Pero sí podrían distinguirse dos planos en la pintura, de modo que «mientras que en un primer plano sitúa el mundo temporal del «aquí» –el cementerio y el cortejo fúnebre–, en otro más distante (pero no lejano, pues evita a propósito el empleo de una perspectiva en profundidad) sitúa el mundo del «allá» que no podemos ver por no estar al alcance de nuestro conocimiento»[14]. La línea del horizonte aparece de nuevo muy baja y cubierta de niebla, lo que aumenta la sensación de infinitud y de rareza ante lo contemplado. Casi podría decirse que el pintor está buscando con esto una sublimidad que embriague y envuelva al espectador. Por otro lado, las encinas que se alzan en el bosque, más altas todavía que la ruina, se presentan como un símbolo de perdurabilidad en contraposición con la ruina que rodean. Es el símbolo de la superioridad de la naturaleza frente a la obra humana, la naturaleza siempre será más poderosa y perdurable que todo lo humano, símbolo de la insignificancia del hombre frente a la naturaleza. El hombre parece haber tomado conciencia de su fracaso en su lucha contra ella. Con esta obra, por tanto, Friedrich prolonga el tema ya iniciado en nuestra exposición con la obra El monje contemplando el mar. Aunque si allí era el hombre meditabundo, sólo ante la muerte, aquí podríamos decir que se representa su propio funeral, la culminación del fracaso.

Siguiendo lo dicho antes, el espacio está tratado de manera inusual, se encuentra bañado por la niebla. Lo que ha hecho Friedrich aquí es utilizar el sistema de representación medieval superponiendo diferentes registros. La parte superior, que representa un espacio celestial, espiritual, está intensamente iluminada. Mientras que el espacio inferior, que representa el espacio humano, está oscuro y rodeado de niebla. Una oposición que crea cierto sentimiento de inquietud. La naturaleza, era inevitable, ha vencido otra vez al hombre. No hay reconciliación.

El caminante sobre un mar de nubes.

Un lienzo con el que queremos terminar nuestra muestra, quizá el más conocido del pintor. Aquí Friedrich retrata a un viajero que se ha detenido en su andar y que se encuentra de pie en lo alto de una elevada montaña. El viajero viste de negro y se encuentra, de nuevo, de espaldas. De nuevo se guarda el anonimato y de nuevo se facilita nuestra identificación con el viajero. Este elemento, como vemos, es usado de manera característica en Friedrich, y lo radicaliza de tal modo que consigue que el espectador perciba la naturaleza como algo aparte, e incluso amenazante, peligrosa. El espectador se siente expulsado de la naturaleza, lo que le obliga a contemplarla pasivamente. Finalmente, una enorme cadena de montañas ocupa el fondo. Más cerca se observan picos rocosos saliendo de entre la niebla –otra vez la niebla–, como surgiendo por sorpresa. De nuevo el cielo ocupa gran parte del cuadro, prácticamente la mitad. Como venimos diciendo en la descripción de las anteriores obras, lo que Friedrich pretende aquí es mostrar la división irreparable entre el hombre y la naturaleza, que es en definitiva su origen. El viajero se encuentra contemplando el paisaje, luego está fuera del mismo, en una actitud pasiva de simple contemplación, y, además, se encuentra en frente de un atrayente abismo de nubes y picos, que, como ya hemos indicado antes, es algo característico del Romanticismo.

El Caminante frente al mar de niebla (1818), Caspar David Friedrich, Kundesthalle, Hamburgo.
El Caminante frente al mar de niebla (1818), Caspar David Friedrich, Kundesthalle, Hamburgo.

El viajero, en el Romanticismo, representa el sujeto que ansía libertad –eso que sólo proporciona el Progreso–, aquél que busca deshacerse de las limitaciones que se le imponen y busca «encontrarse a sí mismo», superar su estado de conciencia desdichada. Se trata casi de un agustiniano viaje hacia lo interior –noli foras ire– que el viajero descubre cuando viaja por lo exterior. Pero este viaje, como bien señala Rafael Argullol, es una fuga sin fin, ya que nunca se cumple, nunca termina. El hombre moderno nunca consigue llegar a sí mismo. No consigue resolver su alienación.

Aunque el viajero se nos muestre de espaldas, sí podemos saber cosas sobre él gracias a su vestimenta: se trata de un burgués. Otro hecho que nos da pistas sobre la clase social a la que pertenece es que está situado en el centro del cuadro, lo que indica una posición de dominación. Aunque el hecho de que utilice un bastón como ayuda en la ascensión ya nos indica cierta debilidad. El que sea un burgués es algo que nos impacta tanto o más que el hecho de que se tratase de un monje, como en el primer caso, porque es precisamente el sujeto burgués el sujeto moderno de dominación de la naturaleza, el sujeto de la Revolución Industrial y el de la Revolución Francesa. Esto da más significación al cuadro: incluso el sujeto burgués que siempre concibió la naturaleza como ámbito de dominio siente el vacío de su ausencia. Esto se agrava aún más si tenemos en cuenta que aparece solo en el cuadro, no hay nadie más que él. Friedrich ha conseguido aquí, de forma magistral, plasmar esa idea tantas veces repetida pero no menos dolorosa. La reconciliación entre el hombre y la naturaleza es imposible. El hombre ha perdido la batalla, el hombre ha perdido su lugar, no le queda ya más que deambular perdido en la irremediable fractura entre la conciencia y la naturaleza, no le queda más que ser una conciencia desdichada.

Bibliografía

E. Subirarts, Figuras de la Conciencia Desdichada, Taurus, Madrid, 1979.

W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1966.

I. Berlin Las Raíces del Romanticismo, Taurus, Madrid, 2000.

M. Ripalda, La nación divididaRaíces de un pensador burgués: G. W. F. Hegel, Fondo de Cultura Económica, México, 1978.

Argullol, La atracción del abismo, un itinerario por el paisaje romántico, Acantilado, Barcelona, 2006.

R. Safranski, Romanticismo, una odisea del espíritu alemán, Tusquets, Barcelona, 2009.

T. Raquejo Grado, «La Pintura decimonónica», en Juan Antonio Ramírez (Dir.), Historia del Arte. El mundo contemporáneo, vol. 4, Alianza Editorial, Madrid, 2006, pp. 57-67.


[1]E. Subirarts, Figuras de la Conciencia Desdichada, Taurus, Madrid, 1979, p. 15. Esta ruptura y sometimiento es algo que podemos ver bien, por ejemplo, en el Werther de Goethe.

[2]Ibíd., p. 17.

[3]Ibíd., p. 19.

[4]Ibíd., p. 28. Aforismo de Friedrich citado por Eduardo Subirats.

[5]T. Raquejo Grado, «La Pintura decimonónica», en Historia del Arte. El mundo contemporáneo, vol. 4, Juan Antonio Ramírez (Dir.), Alianza Editorial, Madrid, 2006, p. 60.

[6]E. Subirarts, Figuras de la Conciencia Desdichada, Taurus, Madrid, 1979, p. 29.

[7]Ibíd., p. 31.

[8]Debemos destacar también que el gusto por el gótico reside tanto en el interés por su pasado histórico inmediato como por el espíritu y la tradición cristiana. A Friedrich el mundo grecorromano no le incentiva ni motiva.

[9]R. Argullol, La atracción del abismo, un itinerario por el paisaje romántico, Acantilado, Barcelona, 2006, p. 23.

[10]E. Subirarts, Figuras de la Conciencia Desdichada, Taurus, Madrid, 1979, p. 32.

[11]Ibíd., p. 38.

[12]R. Argullol, La atracción del abismo, un itinerario por el paisaje romántico, Acantilado, Barcelona, 2006, p. 93-94.

[13]T. Raquejo Grado, «La Pintura decimonónica», en Juan Antonio Ramírez (Dir.), Historia del Arte. El mundo contemporáneo, vol. 4, Alianza Editorial, Madrid, 2006, p. 61.

[14]Ibíd., p. 60.

Top