Hispano-Inmigrantes

Hispano-Inmigrantes. José Vicente Pascual

Mi vecina Ariadna emigró a España desde Belén (Medellín, Colombia) en 2023 porque un jefecillo de los narcos del lugar se encaprichó de su hija, que entonces tenía 13 años de edad. La familia juntó dinero y rápido y con miedo Ariadna, sus dos hijos menores y la niña tomaron un vuelo a Barcelona, y aquí siguen casi tres años después, esperando que el padre y el hijo mayor encuentren ocasión de venir a España y reencontrarse sin que ello equivalga al desempleo y el aumento de la precariedad en esta familia. Ariadna limpia escaleras, el más pequeño de sus hijos estudia en un colegio público y el de más edad trabaja en los talleres ocupacionales de una asociación que ayuda a personas con problemas de salud mental.

Lo primero que pienso cuando me cruzo con ella es en la injusticia sangrante que siempre subraya estas situaciones de huida forzosa, dejar atrás tu ciudad, tu país y tu familia, instalarte en lugares lejanos, trabajar en lo que buenamente vaya saliendo y sobrevivir como se pueda; algo que debería abochornar al país de origen y al país de acogida pero ante lo que nadie se inmuta porque, por lo general, los inmigrantes hispanoamericanos no llegan fugitivos de una guerra mediática ni de uno de esos cataclismos sociales que tanto nos remueven la conciencia cuando los presenciamos en el telediario. Tienen sin embargo la ventaja de que nadie siente lástima por ellos, lamentablemente compensada con la gran desventaja de que los ignoramos a conciencia. Trabajan mucho, se quejan muy poco, casi siempre están de buen humor, son optimistas y hablan nuestro idioma; o sea que ignorarlos es sencillo. Ariadna salió de Colombia —la Colombia tan progresista de Petro El Sobrio —porque su hija corría riesgo muy severo de acabar en la trata de blancas, esclavizada por un delincuente suburbial de cuatro cuartos, o muerta si se negaba al capricho del pendejo aquel; o muertos padre y madre y quizás los hermanos, como escarmiento por discutir los deseos de un sociópata que en España pintaría menos que Sánchez en una reunión de la OTAN; criminal que ahora mismo pasea impunemente por su ciudad colombiana, cual reyezuelo caníbal, y que seguramente ya se habrá fijado en dos o tres niñas más o menos de la edad de la hija de Ariadna pero no con tanta suerte como la pequeña de Ariadna. Así la vida de estas personas, hermanos nuestros al otro lado de las muchas aguas del Atlántico.

Si Ariadna fuese musulmana en vez de católica ferviente —que lo es—, y si sus hijos hubiesen llegado a España en patera, mismamente a bordo del famoso barco de Open Arms o cualquier otro sin hundir y dedicado al negocio negrero, y hubiesen tirado por la borda pasaporte y documentación y demás pertenencias excepto el móvil, y se hubieran acogido a la caridad estatal con los inmigrantes ilegales, otra fortuna sería la suya y les iría bastante mejor. Mas no es el caso: llegaron a la solidaria Cataluña, que es país progre de remate, en un vuelo de Iberia; lo primero que hicieron fue alojarse provisionalmente en casa de unos conocidos también colombianos, enseguida buscaron trabajo, enseguida alquilaron a precio abusivo un piso viejo y minúsculo en un barrio que queda por donde David tocaba el arpa; y enseguida: a trabajar y echar ánimos a la vida y dar gracias a Dios porque el destino de la hija de Ariadna, niña de los ojos de sus padres y hermanos, no se torció hasta lo trágico ni se precipitó, como en otros muchos casos, de la infancia a la muerte. Ahora esa niña tiene una vida por vivir, no una pesadilla a la que sobrevivir; en verdad toda su familia tiene una vida por delante, la esperanza de la reunificación, volver a encontrarse —en España, no en la Colombia progresista donde los caciques pueblerinos del narco disponen los destinos de la población—, juntar de nuevo fuerzas y hacer entre todos lo que mejor saben: seguir avanzando pese a todo.

Lo dije antes pero nunca se ha dicho suficiente: son animosos como invulnerables a la desmoralización; son pacientes, abnegados, cumplidores, trabajan con esmero y muestran siempre gratitud con sonriente seguridad en su estima propia; hablan nuestra legua con un primor y una riqueza que ya la quisiéramos los españoles de cepa, pues resulta que «nuestro» idioma español es más suyo que nuestro; su poso cultural es el mismo, incluidas las convicciones religiosas quien las tenga —detalle que no es secundario si hablamos de inmigración hoy en día—; compartimos idéntico aprecio sobre el valor de la familia, la igualdad en el rol social de las mujeres y la crianza de los hijos; sus leyes civiles y penales y sus procedimientos judiciales son más semejantes que distintos, en la escuela aprendieron con libros redactados aquí y allá, y nosotros estudiamos con libros editados allá más que aquí; en breve: pertenecemos al mismo mundo, somos la misma civilización, la misma historia común que desde el pasado acude y sobre el futuro se interroga a sí misma. Ya lo dijo quien lo dijo: «El español que no conoce América no conoce España». De otra manera: los hispanos que emigran y llegan a España, vienen a casa; por cierto: dispuestos a tener hijos porque ellos no temen tener hijos, no como otros y no quiero mirar a nadie.

Pero no, la posibilidad era demasiado evidente para haberla estimado. A los hispano-inmigrantes los ignoramos porque los medios informativos, la gobernatura, el charismo sociológico y los hooligans de la izquierda están muy ocupados intentando entenderse con otra inmigración, otras gentes —sin duda con biografías también penosas—, importadas desde lugares que tienen que ver con España, con nuestra historia y nuestra cultura, lo mismo que el teorema de Pitágoras con la calva de Gonzalo Miró.

Había una oportunidad histórica… Mejor dicho: hay una oportunidad histórica. Tal como se desenvuelve la vida al otro lado del océano, es previsible la afluencia masiva de hispano-inmigrantes en las próximas décadas. El problema para las élites progres es que la mayoría llegan escarmentados. De Venezuela, de Cuba y Nicaragua, de Colombia y México ninguno cuenta nada bueno a excepción de que su linda patria está usurpada por una banda de delincuentes —más o menos como aquí—. No son maleables y no se puede empezar con ellos desde cero, tal como sueñan hacer con los que vienen en patera. Naturalmente, según se mire, la oportunidad es para todos, los que aspiran a Al-Andalus renacida y los que consideran a España como país suramericano, con un pie en Europa y el otro más allá de los Sargazos.

Para quien somos formidable oportunidad, sin duda ni excusa, es para la limpiadora Ariadna y su familia. Como en la canción, de corazón lo diría si corazón me quedase: no los defraudemos.

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