Histerocracia, otra vez

Histerocracia, otra vez. José Vicente Pascual

Lo último de lo último: la prevalencia de la razón sobre las emociones y los sentimientos es rasgo distintivo de la masculinidad tóxica. Lo dice el ministerio de igualdad, no me invento nada. El nuevo hombre deconstruido, convenientemente purgado del machismo original, debe mostrarse tan empático como racional a la hora de abordar cualquier asunto, complicación o dilema. Si no puedes remar, llora. Los hombres que lloran son progresistas y sus lágrimas civilizadas como el aroma a maderas antiguas en una pinacoteca. Los que guardan sus lágrimas para casa y encima en casa las disimulan —o peor aún, las ocultan—, una de dos: son maltratadores o votan a Vox. Seguramente las dos cosas. Así las conclusiones del estudio sobre “el machismo en la escuela española, 1945-1970” publicado hace unos meses por no me acuerdo ni me apetece recordar qué asociación gloriosamente subvencionada por el irénico ministerio. Lo primero que apetece es preguntarse qué delito hemos cometido los españoles para sufragar 100% con nuestros impuestos esta aburrición. ¿De verdad hace falta encargar a unes amigues un sesudo estudio acerca de la materia para llegar a la conclusión de que, en efecto, la educación en España durante la época señalada era machista? Pero la segunda conclusión es más grave todavía: racionalizar la vida es de patriarcones, señoros y machirulos. Vivir, pensar, creer y decidir conforme al latido de nuestras emociones y poquito más, es progresista.

Algo importante hay que agradecer, sin embargo, a estos dispendios intelectuales con que nos regala de vez en cuando la feminastia hispánica. Despejan el panorama. Entendiéndome a mí mismo: desde hace mucho tiempo llama la atención esa tendencia montuna de la progresía a escandalizarse por dos rayas en el agua, el griterío, la sobreactuación. En su día llamé histerocracia a la famosa indignación. Fue en tiempos pasados, desde luego, aquella época en la que Pedro Sánchez gritaba en sus mítines como una pescadera ofendida por los precios del rodaballo, cuando Pablo Iglesias decía “tic-tac” y Monedero organizaba escraches a Rosa Díez. Esos tiempos han cambiado porque la grosería pasó de las esquinas callejeras a los despachos ministeriales, pero queda el poso doctrinal destilado por aquellas toneladas de cochambre ideológica. Al final, todo se reducía al axioma eterno, lo que psicólogos y psiquiatras llaman disociación cognitiva: lo que no me gusta me ofende y además es mentira; y un paso más hacia lo extremo: lo que me ofende tiene que desaparecer y estoy legitimado para borrarlo del mapa. Cancelación. Ilegalización. Delito de odio. Así piensa —piensa— el progrerío español y, en general, el progrerío de occidente, los entusiastas enterradores de una civilización dimisionaria que aún llamamos nuestra, no se sabe por qué. Lo que sí se sabe es que la razón produce monstruos, ahí está el punto. Donde esté una buena corazonada que se quiten los ejes cartesianos. Me ofendo luego existo.

Atención y despierte el alma dormida, sin embargo: los tiempos del arrebato y la ira pueden volver en cualquier momento. Sólo hacía falta, por ejemplo, que la izquierda tuviese una mala tarde electoral y perdiera de golpe treinta o cuarenta ayuntamientos y tres o cuatro comunidades autónomas, o que se anuncien urnas próximas y el resultado de la consulta se prevea contrario a la causa del Bien Universal. La derecha se convierte de inmediato en extrema derecha, toda ella y sin matices; los pactos municipales son “vergüenza” y las personas transmutan en investigados, números de cuota en expedientes sujetos a la supervisión de los censores del recto pensar. Ilustrativo, sin duda, el ruido que han organizado desde su côte por la antigua profesión del nuevo vicepresidente de la Generalitat valenciana: matador de toros. Un escándalo. Si antaño se hubiese dedicado a matar personas en vez de toros habría tenido más posibilidades de ser alcalde o concejal en cualquier ciudad de cualquier provincia cercana al Cantábrico sin que el Gran Hermano rugiera o rugiese. Oigan, y que todo lo demás, para el angélico gusto de los redentores, va de paso atrás en derechos y conquistas sociales. No hace falta especificar qué derechos y qué conquistas sociales, pero ya se entiende. Se grita derechos y se grita conquistas sociales y enseguida se activa el resorte: a por ellos. Ya se pensará más adelante en lo concreto, en qué tienen que ver los derechos de las personas y los avances de la sociedad con que los ayuntamientos estén en manos de la izquierda, de Pitágoras o del archimandrita de Meteora. Total, ya estaba dicho: lo que importa es el sentimiento.

Todo este kabuki me recuerda a aquel poeta ambulante granadino que escribía sus poemas en las servilletas de los bares y los vendía a la parroquia por veinte duros y la voluntad. “Pero oiga, si lo ha redactado usted en cinco minutos y además tiene faltas de ortografía”, le reprochó más de un posible cliente. “Nada, nada”, respondía él: “Lo que importa es que salió auténtico, y que está escrito con mucho sentimiento”.

Pues eso.

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