Qué difícil es sentirse en casa cuando uno habita en lugares que emanaron de la historia, impuestos por la humana voluntad. Cuanto más subrayado el imaginario cultural y más poderosa la civilización “propia”, más se aleja el horizonte hogareño, ese confort íntimo que distingue a lo externo —el aire libre—, con el mismo afecto que nos vincula al sofá y la mesa camilla en cualquier invierno. A más desfiles, banderas, discursos y hechos diferenciales, menos pertenencia. La obsesión por forjar identidades históricas tiene como efecto inverso, en cierta medida paradójico, desenraizar a los individuos del núcleo doctrinario. El fenómeno puede explicarse por una simple cuestión de simetría: conforme se levanta un ideario poderoso, avasallante, que otorga razón universal e incontestable al entorno, el sujeto cotidiano se convierte en algo pequeño y desde luego irrelevante. Lo dicho: qué difícil es sentirse en casa cuando se encuentra uno en lugares de intensidad anatómico-forense, donde todo tiene relación con la historia próxima o remota que determinó la índole secular de los entornos, todo se contempla bajo la lógica de dogmas inapelables, compartidos en el discurso común, y todo se dirige a la formulación identitaria, una esencia que propiamente no existe en ningún lugar ni habita en la cabeza de nadie pero es tan obligatoria como respirar. Difícil.
Acabo de pasar dos semanas en Tenerife, la isla pequeña en medio del océano inmenso —con perdón por el pleonasmo— donde es tan sencillo sentirse en casa. El suelo ha temblado unas cuantas veces y yo me sentía mecido en el agradable vaivén de los magmas invisibles que construyen aquella realidad numinosa y tranquila. Hay lugares impuestos por la historia y hay espacios que surgen como emanación natural de la tierra, tal el caso de Tenerife. Allí la voluntad humana y la identidad histórica tienen un peso relativo, más bien difuso. Lo que pesa, y cómo, es el surgimiento y ascensión del territorio sobre las aguas, el volcán y su voluntad de ser. El único dogma antropológico en la isla es resistir al volcán y que los enjambres sísmicos no amarguen demasiado la vida a los lugareños y turistas que habitan aquellos ámbitos. Allí nadie es de ninguna parte porque todos somos, en sana medida, rehenes de la tierra. La pretensión tan canaria de distinguir a los vernáculos de los visitantes, turistas, «godos» y etcétera, tiene tanto sentido como contar las olas y denunciar la pérdida de siete u ocho de ellas. Los lugares sujetos por sí mismos no necesitan la hermenéutica particularista, más bien la desdicen porque no hay discurso más fuerte que una buena sacudida del volcán, no existe tensión social más eficiente que la observación del equilibrio colectivo, ni estabilizador social más rotundo que la nostalgia por la tierra firme cuando la misma tierra deja de ser algo sólido y hormiguea bajo las suelas de los zapatos.
Hace años yo era residente en la isla. Intervine en un grupo de una red social integrado por miembros y simpatizantes de Vox en Canarias. Buena gente sin duda. Un tanto ingenuos —sobre todo en aquellos tiempos—, pero muy buena gente. En indeterminada fecha, uno de los usuarios del grupo publicó una entrada en la que denunciaba que militantes independentistas canarios se habían manifestado en Las Palmas bajo el lema «España nos roba». Las respuestas fueron todas, casi todas, del mismo tono: «Qué poca vergüenza, copiando a los catalanes para decir la misma estupidez…», »Dónde vamos a llegar con tanta tontería», y parecidas. Yo no pude contenerme, a menudo mi propensión a lo sarcástico me condena. Escribí: «Como no nos quiten las cabras de Fuerteventura o las piedras de las playas de Tenerife no sé qué otra cosa nos podría robar España». Perra fortuna: me llamaron «hediondo», «godo infecto» y, naturalmente, me echaron del grupo. De verdad que mi intención era sanísima: señalar que lo importante de un lugar no es tener muchas cosas que puedan robarse sino, al contrario, ser ricos en cosas que no pueden robarse: el entorno, la gente, el clima, la protección del volcán. No me entendieron, qué le vamos a hacer. Sobre la ambición por lo cotidiano y la voluntad de ser en la historia no merece insistir si hablamos de Tenerife y en general de las islas Canarias: si durante cuatro siglos y medio sobrevivieron en medio de las aguas, dejados de la mano de Dios, no hacen falta más leyendas ni mitos fundacionales ni épicas locales para justificarse ante la historia y ante sí mismos. Otros ámbitos europeos, países y regiones de fuste y mucha alharaca epopéyica, edificaron su razón de ser —ideológica pero razón a fin de cuentas— sobre eventos morrocotudos: guerras, persecuciones, victorias, derrotas, conquistas y defensas; Canarias es el ejemplo supremo de que el mayor éxito humano es la resistencia física y la capacidad de adaptación al medio. Sin apenas agua, prácticamente sin recursos, sobre una tierra que no puede acoger fondos húmedos ni genera sustratos propicios al cultivo de nada, sobre pura piedra volcánica, apartados de las rutas marítimas comerciales con América tras perder la competencia con los puertos de Cádiz, Huelva, Sevilla y Barcelona, y, nunca mejor dicho, aislados durante siglos, los habitantes de Canarias sobrevivieron, mantuvieron la civilización en aquellos rincones de Europa, emigraron cuando no quedaban otras salidas, exportaron su manera de estar en el mundo hacia lugares hoy tan próximos culturalmente como Cuba, Venezuela, República Dominicana y Puerto Rico, apenas cayeron en la endogamia y sobrevivieron a pesar de todo. Si hay un pueblo fuerte, una raza afianzada sobre sí misma en el devenir de los siglos, son la gente de Canarias. Los argentinos, dicen, descienden del barco, los asturianos de Pelayo, los catalanes del imperio aragonés y los vascos de Gernika, eso dicen; los canarios descienden de guanches o de conquistadores y tienen una ventaja fundamental: la tierra que pisan nunca les perteneció, fue al revés: siempre fueron pertenencia de la tierra que les permitió vivir y los ayudó a vivir con mucha determinación y muy poca esperanza. Ya se sabe: donde hay voluntad no se precisan milagros.
Y por eso es tan fácil sentirse en casa cuando uno acude a Tenerife, y por eso es tan difícil sentir hogar en sitios como Cataluña y no digamos Barcelona, donde nadie es dueño de su habitación y muy pocos tienen mesa camilla para pasar el invierno.
Otro días les relato cómo hay un lugar, único en el mundo, que es al mismo tiempo emanación de la tierra y creación de la historia: Granada. Insólito paraje. Pero otro día.