Publicamos el decimosexto trabajo perteneciente al II concurso de relatos “Una carta a un hijo” organizado por la escritora y farmacéutica, Esperanza Ruiz Adsuar, en colaboración con Posmodernia y las Bodegas Matsu perteneciente a la Denominación de Origen Toro. Dicho concurso durará hasta el próximo 31 de octubre de 2020. Bases para la participación en el concurso
Título: Eterna gestación
Pseudónimo: Padre Arrepentido
Querida hija:
Nunca imaginé que algún día escribiría esta carta, porque hay cartas que nunca debieron ser escritas.
Quiero pedirte perdón, aunque lo que te hemos hecho tu madre y yo, no tiene perdón posible. Desde que ocurrió no duermo bien, pero creo que solo tu perdón me permitiría descansar, y aunque eso no es posible, quiero intentar destilar todo este ruido incesante y atronador de mi cabeza en el papel, en busca de una tregua.
No sabes el dolor que siento a veces. Lamento no haber sido más fuerte, aunque fuese solo una vez, solo esta vez. Sé que tu madre está aún peor, pero no puedo perdonar lo que ella hizo. No hablamos desde que le pedí que no lo hiciera y de eso hace ya seis meses.
Tú y yo teníamos pendientes muchas cosas. Sin saberlo, tú estabas en mi pensamiento desde hace mucho. Había construido un reservorio mental en el que iba guardando cosas para ti, porque quería que existieses algún día, y la vida cotidiana iba cargando ese repositorio de ideas para ti, sin planificarlo, sin quererlo ni pensarlo conscientemente. Sé que te hubiese enseñado a nadar, que hubiésemos comido helado a escondidas y te habría enseñado a rezar, como lo hizo mi madre conmigo. Habríamos ido de pesca y al monte, porque ahí estarían nuestros lugares especiales. Y en lugar de eso solo he creado un compartimento lleno de dolor y recuerdos de momentos que no han existido. Se ha inflamado y cuando menos lo esperas duele, y no hace más que generar angustia cuando pasa una embarazada o cuando un padre limpia los berretes de chocolate de la comisura de los labios de su hija. Pero lo que más me duele, lo que más me atormenta es que aún existe en mí el deseo de tener hijos, y el solo hecho de pensar que les he arrebatado a su hermana, no lo puedo soportar.
Te hubieses llamado María. Es un nombre que no quiero robarte, si algún día tienes hermanas te aseguro que no se llamarán así… Pero siento que no tengo derecho a darte hermanos.
Llevábamos juntos un año y medio. Pensaba que lo tenía todo, que ya éramos algo juntos, pero tú nos hiciste darnos cuenta de que éramos unos completos desconocidos, y que no nos queríamos. Al menos no lo suficiente.
Todo pareció una broma trágica. Aquella noche seguimos durmiendo como si nada, pero a la mañana siguiente me espetó: -“Me voy al médico, no hace falta que me acompañes”.
Tras dos minutos de entender la dimensión de lo que significaban esas palabras, vino la tempestad. Nos dijimos de todo, yo ataqué, insulté, amenacé, porfié, me defendí, grité y pataleé, advertí… Y después negocié, intenté convencer, seducir, condescendí y supliqué, hasta que por fin claudiqué… Ella siempre fue mentalmente más fuerte y no se lo puedo perdonar.
Allí te quedaste, en eterna gestación…
Tu madre fue la primera mujer que me hizo reír. Empezamos pronto porque yo ya sabía que le gustaba. No fue difícil, a mí ella me encantaba. Las tardes de domingo en casa le gustaba acurrucarse conmigo para que le contase historias. Decía que le gustaban los disparates que le contaba, pero yo creo que lo que le gustaba era mi voz. Nos llevábamos bien, hubiésemos sido grandes amigos y podríamos haberlo sido mucho tiempo, pero todo se paró aquel día, y por eso ya no te hablaré más de ella; ni quiero ni se lo merece. De todos modos estoy seguro de que ella ya ha hablado contigo. Lo sé, le oía llorar de madrugada mientras aún vivíamos juntos, incluso cuando ya dormíamos separados. Era una mujer fuerte, sabía defenderse. Siempre pensé que a mi hija le enseñaría eso mismo, a defenderse, cómo pegar bien duro y donde duele, para que nadie se atreviese con ella, y solo puedo pensar en que ni siquiera fui capaz de defenderte cuando más lo necesitabas.
Tendrías lo ojos de tu madre, lo sé, es lo que más me gusta de ella. Quiero decir gustaba, creo que lo que siento no cabe en la categoría de gusto, ni de nada bueno. Pero el tesón que hubieras heredado de tu abuela te habría permitido que tú sí hubieses tocado el piano, porque tu Ángel de la Guarda te hubiese aconsejado en tus sueños, como mi madre me decía; y porque tu abuela te hubiese llevado de la mano los martes y jueves, y después habrías cenado con ella, porque el Conservatorio queda más cerca de su casa, y yo te hubiese ido a buscar al salir de la oficina a las ocho. ¡Qué bien lo habrías pasado!. Porque ya conoces a tu abuela, es muy severa, pero sabe mimar como nadie y hubierais hecho muy buenas migas. Y también esto te lo hurté. Os lo quité a las dos.
No he vuelto a la iglesia. Me da miedo mirarle a Él a la cara y escuchar el sermón, como aún lo llama mi madre, y también mirarlo directamente en “el brindis” como lo llama el gamberro de tu tío. Algún día te contaré cosas de tu tío, otro al que despojé de su sobrina, con lo que te iba a querer…
¡Vaya! me gusta contarte mis cosas, si me lo permites voy a escribirte todas las semanas. Te contaré cosas de tus abuelos, los querrás mucho, cosas del “cantamañanas” de tu tío, con el que no hago más que discutir. Te enseñaré los lugares del monte que más me gustan, y nos iremos de acampada para que tú y yo podamos estar solos y te cuente secretos que solo han de saber un padre y su hija.
¿Sabes? No he sido capaz de llorar; aún no. Tal vez lo haga algún día. Ese día sabré que me has perdonado. Y ese día también dejaré de escribirte, no porque te olvide o te deje de querer: será solo porque hay cartas que nunca debieron ser escritas.
Perdóname cariño…
Te quiere, tu padre.