En su lúcido opúsculo titulado Einführung in die Philosophie, que llegó nosotros, lectores hispanos, con el lacónico nombre de “La filosofía”, a secas, el pensador y psiquiatra alemán Karl Jaspers, sostiene que hacer filosofía es ir de camino. En ese viaje, se exige:
“[…] osar un ahondamiento de la vida, exponerse incluso a los mayores extremos sin velárselos a uno mismo, hacer que impere sin restricciones la honradez en el ver, el preguntar y el responder”.[1]
Cuando el filósofo decide salir de camino con ojos honrados y exigencia auténtica, no puede menos que toparse en los recodos de su itinerario, con los diversos claroscuros de la existencia, con esas realidades que abren abismos en su interior y que impelen a investigar. In-vestigar significa hallar vestigios, y es que así marcha la naturaleza humana. Se mueve, como decía entre nosotros Don Nimio de Anquín, en medio de una discontinuidad fantasmagórica. El caminante va al tanteo, husmeando perfiles, acariciando la finitud de las cosas, experimentando sus limitaciones e intuyendo lo eterno. En ese camino salen a su encuentro el dolor y la belleza, la verdad, la libertad y el mal, el tiempo o Dios, y también se topa, indudablemente con el olvido y la muerte. Sobre estas dos realidades quisiera hoy meditar brevemente. En algunas de mis clases suelo decir a mis alumnos que una muerte, con el tiempo, se acomoda mejor en el alma que un olvido. La sentencia puede parecer exagerada, pero creo enarbolar alguna que otra razón para sostenerla. Quien se va de la vida sin el concurso de su voluntad, simplemente porque es condición existencial ser finito, quien muere y abandona para siempre este mundo sin la anuencia de su deseo, parte sin querer irse y esa muerte en su viaje que no deja dirección. El hombre lleva incoado el deseo de inmortalidad y por ello, la muerte siempre es una angostura traumática en el final del camino. Esa muerte, al experimentarla nosotros en la cercanía carnal de quienes amamos, abre una estela de dolor, oscurece los días y nos hace tocar el nervio de la ausencia irremediable. A la muerte, no la salva el mero recuerdo: “yo quiero inmortalidad de bulto y no sombra de inmortalidad” gritaba Unamuno que empeñó su vida en ese agonismo. A la muerte no la redime el mero recuerdo, cada uno de nosotros desea, tras la muerte, seguir ejerciendo la titularidad de su propia conciencia; cada uno de nosotros aspira más allá del final, que los ojos que amaos vuelvan a mirar, que sus manos vuelvan a tocar, que su boca vuelva a hablar y besar. La inmortalidad es un desafío y creo que, cabalmente, la muerte propia y la de los que amamos, solo puede ser redimida en sede religiosa. La inmortalidad exige pervivir con nombre propio, nombre proferido por un Dios personal. La inmortalidad, es personal o no es. A la muerte, no la salva el mero recuerdo, es verdad; sin embargo, para quien queda aquí con mortal vestidura, a través del auxilio precario que otorga el tiempo, puede al menos asumir prolijamente la ausencia desde la ardua tarea de la aceptación. A la finitud se la acepta, no sin rebeldía, al comprender ese “parentesco del polvo”, como dice Kierkegaard. El danés, quien escribió hondas páginas sobre el recuerdo de los muertos, sostenía que ese amor desinteresado es uno de los más elevados:
“Recordar implica luchar en contra del tiempo, o sea, salvaguardar su libertad contra todo lo que lleva al olvido. Y grande es el poder del tiempo. No lo percibimos quizás en la tierra, porque su astucia nos va sacando las cosas poco a poco, quizás lo percibamos recién en la eternidad”. Y remata unas líneas después: “Así, si quieres ser fiel en tu amor, vigila tu actitud con un muerto”[2]
El olvido por su parte, es el reverso del amor. Quien parte de esta vida, hemos dicho líneas arriba, se va sin el concurso de su voluntad (obviamos la triste y seria realidad del suicidio), en cambio quien decide olvidar, quien sepulta con la tierra de su voluntad la individualidad intransferible del otro, lo hace desde sí, desde su decisión. Impone una aniquilación a modo de crimen perfecto y acepta caminar en vía paralela, sin tocarse jamás con aquel que formó parte de su vida. El olvido es el reverso del amor, porque amar a alguien, como sostiene Gabriel Marcel, es decirle “Tú no morirás jamás”.
El encuentro del zorro con el Principito, es una lección de amor e individualidad. El zorro reconoce los pasos del Principito y ese amor es quien lo hace salir de su madriguera. Ese amor que rompe la cárcel interior, reconoce la singularidad del otro como único e irrepetible:
“No soy para ti más que un zorro parecido a otros cien mil zorros. Pero si me domesticas, tendremos necesidad uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo”.[3]
El amor es aliado del recuerdo, por ello, ante la separación, el zorro vuelve a regalarnos su pedagogía:
“Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Y eso es triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Entonces, será maravilloso cuando me hayas domesticado. El trigo, que es dorado, me hará recordarte. Y me agradará el ruido del viento en el trigo”.[4]
“Domesticar”, proviene del término latino domus, que significa “casa”. El amor es abrir la puerta de la propia casa y quien la transita, deja huellas en ella, pasos silentes que evocan presencias con nombre propio. Olvidar también es borrar la casa que dio cobijo, por eso el olvido tiene que ver también con la ingratitud.
Una muerte, lo reafirmo, aunque con cruento dolor al enfrentarla, termina acomodándose mejor en la conciencia que el olvido, como uno acomoda en los sagrarios del alma a la madre que evocamos en el momento de la peripecia, al padre en el gesto que nos delata, al amigo en la anécdota risueña o al perro que, echado a nuestro lado, fue compañero y confidente.
El olvido del otro en cambio, es una herida abierta y a veces una espina, como aquella de la que se quejaba Antonio Machado, quien al querer quitársela del corazón, comprendió que el corazón había partido con la espina. El olvido es otro tipo de muerte, quizás porque al menos en esta vida, como decía Paco Umbral: “Somos aquello que recordamos o lo que nos recuerda, no somos mucho más”.
[1]Jaspers, K. La Filosofía. Fondo Cultura Económica. Buenos Aires, 1992: p. 103.
[2]Kierkegaard, S. Las obras del amor. Ed. Leviatán. Buenos Aires, 2011: p. 232-233.
[3]Saint-Exupéry, A. El Principito, Cap. XXI.
[4]Ibídem.