Mi padre, valenciano como la tilde de València al igual que mi madre —y al igual que mis abuelos y hasta atrás imposible encontrar otras cunas—, gustaba de contarnos una historia ejemplar cuya moraleja creo que le gustaba más aún. Según aquella fábula, acudió en cierta ocasión San Bernardino, santo muy milagrero, a predicar en la noble ciudad de Alzira; pero encontrándose allí temporalmente establecido San Vicente Ferrer, que para los milagros era como los chinos en el tenis de mesa, infalible, los lugareños no hicieron ningún caso al recién llegado y más bien lo trataron con desprecio, expresándole con su indiferencia la convicción de que teniendo entre ellos al Real Madrid no necesitaban al Rayo Vallecano —con perdón por las analogías deportivas—. San Bernardino, disgustado, abandonó la villa no sin antes anunciar su desquite contra la ingrata población. «¡Ja es recordará Alzira!» (1), les previno. San Vicente Ferrer, que escuchó la amenaza porque había acudido a la pedrea con que los alcireños despedían al santo Bernardino, clamó enseguida con la fe y la confianza en sí mismo que le caracterizaban: «¡No mentre estigui aquí Sant Vicent!» (2). Y se quedó tan ancho. Lo malo fue que a los dos o tres días mandó San Bernardino una riada a Alzira. La población huyó espantada ante la furia de las aguas del Júcar. Mi padre sonreía, escéptico y premonitorio: «¿Sabéis quién corría el primero? ¡San Vicente!».
Las promesas vanas, los alardes sin fundamento, las amenazas bravuconas, los buenos propósitos que sabemos de antemano no van a llevarnos a ningún sitio… Mi padre alzaba el dedo índice como es convicción popular que lo levantaba San Vicente Ferrer durante sus discursos, y nos aleccionaba: «¡Ja es recordará Alzira…!». Así la vida y así los asuntos de familia, los privados y lo público. Comprenderán que durante estos días recuerde a los míos de Valencia, el cuento que nos contaba mi padre, la riada del 57 que nos contaba mi abuela Amparo y la riada que San Bernardino envió para escarmentar a Alzira por su repudio, el órdago de San Vicente y las palabras que se lleva el viento, las promesas que nadie va a cumplir aunque queda muy bien hacerlas, como esos anuncios del gobierno de España y del ministerio de Hacienda sobre la utilidad de nuestros impuestos; unos mensajes televisivos repetidos como pollitos en su nido, abriendo mucho la boca para tragar mucho y dar mucha pena: lo que pagamos regresa y sirve para sufragar las operaciones de cambio de sexo, para las bajas de paternidad, para las ONGs, para ir al médico, para la escuela y las pensiones, para el estudio de la ablación de clítoris en Ghana, para el turismo solidario y el bono transporte juvenil, para todo valen los impuestos y gracias a ellos todo pueden prometerlo nuestros políticos, quienes para todo son necesarios y todo lo arreglan, eso dicen, todo lo pueden si les damos nuestros impuestos, ese dineral que sale del trabajo de todos y nutre a un Estado mastodóntico que crece y crece sin parar, cada vez más grande, cada vez más necesario, cada vez más urgente y más voraz y del todo imprescindible si queremos mantener el estado de bienestar, eso dicen: el sintrón para los viejos, las benzodiacepinas para los deprimidos y para los síndromes de ansiedad —bien baratas que se venden—, la higiene menstrual para las mujeres trans y nada para los enfermos de ELA; con todo pueden, para todo son imprescindibles y todo lo arreglarían si les dejásemos, eso decían… Hasta que llegó la riada y, ¿sabéis quién corría el primero ante la furia desatada del pueblo? ¡El presidente del gobierno! El último en llegar y el primero en largarse en cuanto las cosas se pusieron bravas.
¿Contar los muertos? Ya veremos. ¿Contar los desaparecidos? Ya veremos. El Estado y el gobierno no están para contar muertos ni desaparecidos sino para recaudar dinero, recogerlo a espuertas y cobrarse lo suyo por la gestión; y lo que quede —cada vez menos, el Estado está en edad de crecer y come todo el día— repartirlo a la plebe para que la plebe esté contenta y agradezca y vote lo que tiene que votar. Lo demás es fantasía, política ficción, idealismo trasnochado. ¿Quién necesita un Estado que sirva cuando hace falta? Lo que el vulgo quiere es un Estado para los días de fiesta, para cuando no pasa nada, que nos ayude en la búsqueda cotidiana de la felicidad. El estado del bienestar es como el viaje de novios y la luna de miel, sólo prosperan contando con gente anteriormente feliz, aunque sea la suya una felicidad transitoria. A los parados y los sin techo y los que engrosan las colas del hambre y los desahuciados y los pensionistas de cuatro pesetas y los mileuristas y los autónomos arruinados tras la pandemia —¿se acuerdan del covid, de aquella pandemia?—, y a los comerciantes que han tenido que chapar sus tiendas de barrio, a los que tienen el piso okupado y a los que buscan vivienda y encuentran precios monegascos, a los ancianos sin recursos ni residencia y a las familias acogotadas con la subida de las hipotecas, por el precio de la compra, la gasolina y la energía, en fin, a toda esa gente no se le puede hablar del estado del bienestar porque no son nada felices y les sientan mal las campanillas. Pero no importa, esos obstáculos que se interponen a la igualdad y la justicia no arredran a nuestros gobernantes y mucho menos a nuestro imaginativo presidente: al progreso no hay quien lo detenga. El bienestar es para los políticos y sus arrimados; para los demás se recomiendo paciencia, que todo llegará.
Y así funciona este ingenioso sistema, así marcha esta Alzira que no quiere escuchar los sermones agoreros de bernardinos aguafiestas porque ya tienen un Vicente Ferrer que los arengue, los defienda y guarde de todo mal. Sí, no hay duda: así funciona el invento y no les funciona mal.
Hasta que llueve.
(1).- ¡Ya se acordará Alzira!
(2).- ¡No mientras esté aquí San Vicente!