Toda la vida la misma música, hasta aburrirme. No soy tan viejo como Miguel Bosé pero soy más antiguo que el imperio romano de oriente, según se mire. “Plebe del hipódromo” me llamó hace mil años un profesor de la facultad de letras porque en vez de atender a sus explicaciones sobre Garcilaso me dedicaba a intentar ligar con una compañera que bien merecía el esfuerzo aunque, sea dicha toda la verdad, el esfuerzo resultase vano tan vano como los pestiños sobre Garcilaso que nos soltaba el académico. Toda la vida, lo reconozco, plebe del hipódromo: el despertador a las ocho y el telediario a las tres —las dos en Canarias— y del telediario, el hombre del tiempo; desde Mariano Medina al presente ha llovido, antes el hombre del tiempo era un señor que sabía de isobaras y hoy es un propagandista del apocalipsis, un experto en aterrorizar a las masas con sus predicciones sobre el fin del mundo. Llegará el invierno y si no hemos comprado un edredón calentito de sobra para pasarlo a pelo envenenaremos el planeta con la calefacción y encima nos arruinará el recibo de la luz; llegará el verano y las temperaturas mesopotámicas acabarán con toda esperanza, así es, no hay vuelta atrás: nido y esperar la muerte o salir a la intemperie y morir aplastados por el calorón justiciero.
Toda la vida igual, el mundo se va a acabar, toda la vida escuchando la misma canción: el mundo no puede acoger, alimentar y cuidar a tantísimos habitantes como le pesan, la superpoblación era la condena, la escasez de combustibles fósiles era la condena, se termina el petróleo, ¿qué haremos?, menuda condena, por no hablar de la amenaza nuclear, por no hablar de los accidentes en las centrales nucleares, por no hablar de la capa de ozono, por no hablar de los casquetes polares que ahora se derriten y después se enfrían y luego vuelven a derretirse…
Cuentan que Belisario —bizantino del mismo Bizancio— tuvo una amante a la que visitaba cada noche, mujer muy bella y despierta —cuentan— pero no tan enamorada de él como él de ella, y cuentan que la señora, harta de los maratones sexuales a los que era aficionado el fogoso prócer de oriente, concibió la argucia de enviar un cantor de obscenidades, supuestamente pagado por los enemigos de Belisario, a las mansiones del general, mofándose de sus rolletes clandestinos. El contratiempo acabó con aquellos amoríos, pero el resentido amante promovió un decreto imperial que sancionaba el canto en la vía pública con multa de dos mil sextercios; y oye, que siempre igual: nunca falta una belisaria que proponga impedir el canto y la palabra a quienes no admitan la evidencia del cataclismo universal, la emergencia climática y el furor del abismo, tal como hiciera en días pasados la pizpireta y guerrera Ángeles Barceló desde el trono imperial de la SER. A callar todo el mundo y a morir por el progreso, por Zapatero y Venezuela, por el clima y por el gaseoducto ruso. Todo ello sin mencionar al fascismo emergente en Europa, las pandemias víricas, el machismo y el patriarcado, la gente que no se pone la mascarilla en el metro, los que comen carne, los que fuman, los que se resisten a la virtud de nacer sin sexo, los que conducen coches diésel, los racistas y los xenófobos, por no hablar de quienes no admiten que a sus hijos se les enseñe en la escuela a masturbarse, y los que se empeñan en no llamar mujer con todas las de la ley a quien un día se levanta y decide ser mujer aunque la evidencia cuelgue en su suelo púbico, por no hablar de unos y otros, y estos, y estos y aquellos… Dios mío, la vida del buen ciudadano bien adoctrinado, consciente y progre de provecho es agonía constante, alerta perpetua en el muero porque no muero. Un sinvivir.
Toda la vida igual. Como no se acabe el mundo y quedemos todos fulminados por temperaturas extrasolares, el ridículo será espantoso, lo que viene denominándose un fracaso histórico. A ver, entendámonos: la dialéctica es una ciencia y por tanto previsibles los fenómenos históricos; esto es de primero de marxismo y segundo de progrerío. Por tanto, si el oráculo dijo que el capitalismo caería por su propio peso, el capitalismo —culpable de todo lo malo y lo pésimo que sucede— cayó. Bueno, no cayó, pero caerá por su propio peso. No sabemos cuándo ni cómo, pero caerá —por su propio peso— seguramente antes de que el mundo desaparezca, más que nada para que quede constancia de la infalibilidad de la ciencia y de que el capitalismo tenía que caer porque es culpable de todo lo malo y pésimo que nos sucede, aparte de Ayuso, Vox, los toros y el Real Madrid. Y si la ciencia ha dicho que el mundo se acaba, el mundo ha de acabarse sin discusión y el que intente refutarlo es un retrógrado, un impresentable y un cansino. Si el hombre del tiempo augura años de sequía, escasez, incendios y sudor entre moscardas, ya sabemos a qué atenernos. Qué pena no haber nacido a orillas del Tiberiades, porque la catástrofe no nos sorprendería ni hallaría tan desentrenados. Me refiero al desentreno en calorones, claro. Entrenados en el pensamiento certero de la redención científica estamos desde hace mucho, desde que empezaron la canción y la música que nunca se apagan; nunca, nunca… y el que se aburra del hombre del tiempo ya puede buscarse una novia bizantina, que son muy graciosas.