La delfina adúltera

La delfina adúltera. José Vicente Pascual

Pocas son las especies animales que tienden a la monogamia, como los delfines. Mientras dura la gravidez de la hembra y tras el alumbramiento y hasta que la cría alcanza edad madura y está en condiciones de valerse, se mantiene la sociedad marital. El macho vigila y la hembra cuida del retoño. Sucede a veces, sin embargo —porque en todas las familias hay sus más y sus menos—, que la delfina avista a algún delfinillo pinturero, grato a sus ojos, con el cual supone que tendría descendencia vigorosa; entonces azuza al hijo habido con su pareja de siempre para que se aleje en plan atolondrado, como adolescente en busca de insensatas vivencias, de tal modo que el macho protector sigue al díscolo mozuelo y queda ella libre de compromisos y testigos, se aparea con el perillán rondador y de inmediato le hace señas para que se largue con la música a otra parte, no vaya a suceder que regrese el marido antes de tiempo y se arme la de Troya. Pocas son las especies animales monógamas, y las delfinas son las únicas capaces de tramar una ficción para poner cuernos al delfino. La naturaleza, por propia naturaleza, miente.

Los humanos también mentimos aunque con menos arte y muchísima menos gracia que los animales y las plantas; y sobre todo: con menos motivo. Nuestras ficciones no tienen que ver con la pulsión arcana y purísima de sobrevivir y reproducirnos y nada más sino que, por lo general, responden a intereses elaborados, egoístas y casi siempre ilegítimos. La verdad está sobrevalorada, cierto, pero la mentira humana, cuando pretende ser útil a la especie, es aún peor que el aburrimiento de las certezas: en vez de procurar mejor acomodo material, seguridad y progenie, conduce al abismo de la miseria, donde medran los instintos nefandos, el desprecio hacia el semejante y la pudrición social. No hay más que fijarse en las dictaduras, todas fundadas en ficciones pésimas, espacios históricos donde la verdad es intransitable y si por casualidad toma rumbo sólo conduce al patíbulo, en el mejor de los casos al aislamiento social y la muerte civil del pregonero.

Noah Harari, en su obra Sapiens, argumenta con mucho estilo cómo la capacidad de construir ficciones colectivas, nutricias del ideario de las masas, es elemento decisivo para el desarrollo humano, el florecimiento de las civilizaciones y el avance hasta la edad de la ciencia y la tecnología. No se equivoca. Sin ficción no habría humanidad, aunque corto se queda el antropólogo hebreo porque sin ficción no habría vida en el planeta. Exagero: no habría vida, digamos, avanzada. Ni vida animal ni vida vegetal existirían en la tierra; los hongos y los microorganismos, incluidos los virus, serían dueños y señores de todo. Sin bellamente mentir y escapar de la cruel literalidad ambiental, seríamos cenizas. O mejor dicho: no seríamos. Se disfrazan las plantas de dulces cálices en flor para atraer a los insectos y posibilitar la polinización —también para alimentarse las carnívoras, también para que merienden las arañas—, y se visten los animales del color de su territorio para cazar o para ocultarse; el mimetismo es el recurso más sofisticado de la vida que prospera, la simbiosis un pacto en el que unos se aprovechan de otros y todos creen llevar la mejor parte. La ficción no es una característica, está en la esencia, el mandato de la vida; es una instrucción asignada por el ADN de cada especie y a la que ninguno puede escapar: donde fueres, haz lo que vieres, escóndete, disfrázate, cuenta una historia falsa sobre ti y salva la vida, cuenta un cuento y reprodúcete. Ya lo propuso Novalis, que de esto sabía mucho: enamorarse es dar lo que no se tiene a alguien que no conoces. Sin ficción no hay nada, ni futuro ni mucho menos destino.

Cosa distinta es que las ficciones sobre lo bueno y lo malo, lo que conviene y lo que debe evitarse, se construyan en territorios apartados de “lo natural”, allá donde imperan los prejuicios morales, ideológicos e interesados en orden a propósitos particulares. No vale subirse a un montón de convicciones y desde allí dictar la ficción que mejor acomoda a las versiones distorsionadas de cada cual. Eso es trampa. Lo decía muy bien dicho Ortega y Gasset: “las revoluciones fracasan porque se empeñan en suplantar la realidad por ideas que tenemos en la cabeza”. Sólo los locos, los insensatos y los tiranos son capaces de creer que una buena ocurrencia puede ser una buena experiencia para los demás. Porque siempre es al revés: las buenas ideas y las ideas buenas —cuanto mejores parezcan, peor—, siempre acaban siendo infierno para los crédulos que acatan y también para los refractarios disidentes. Las tozudas ideas que un día alumbran en cualquier sesera y una semana después se convierten en ley, son resorte automático que activa la máquina de fabricar monstruos. Esas ficciones sin argumento enraizado en la verdad de la vida acaban no sólo con la verdad sino con la posibilidad de lo ficticio que sostiene la vida. Esas ideas son peor que la muerte, porque matan en vida a sus víctimas. Y ese es el negocio de los déspotas, los insidiosos y los enfermos de soberbia: convencer a los demás de que sus buenas ideas no tienen éxito en la práctica porque no se han comprendido o no se aplicaron con la debida eficiencia. Para ejemplos, la historia. Para desesperarse ante la insistencia con que una y otra vez vuelven al método, el hoy mismo. Así hasta que se agote la paciencia de los delfines burlados, cosa que no ha sucedido en millones de años de evolución. Pero el día tendrá que llegar, digo yo. Llegará.

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