Entre los siglos XIII y XII adC, tras la caída de Troya, la civilización mediterránea se desplomó. La cultura micénica se desvaneció como un sueño que hubiese transitado de los esplendores heroicos de la Iliada a la miseria del hambre y las epidemias mortales; el imperio egipcio, extenuado tras sucesivas batallas contra “los pueblos del mar”, sufrió una crisis económica y social asoladora que duraría siglos; las grandes ciudades ribereñas desaparecieron, el imperio hitita se extinguió, el conocimiento de la escritura quedó prácticamente como cosa del pasado, la tecnología del bronce se perdió en el olvido y el uso de los metales sólo se recuperaría siglos más tarde, con el florecimiento y desarrollo de la “edad del hierro”, un material conocido desde hacía miles de años y que por su abundancia era llamado “el metal de los pobres”. Cinco siglos más tarde de aquella debacle, Homero dejó constancia de la incertidumbre y sufrimientos de esa época en la traslación literaria del espíritu de los tiempos que suponen las aventuras de la Odisea, una alegoría de pulso épico sobre el largo retorno de la humanidad desde la barbarie sobrevenida a la civilización.
Los historiadores no se ponen de acuerdo —no del todo—, sobre las causas de aquella recesión. Unos la achacan al hundimiento de Troya y el consiguiente desequilibrio entre las fuerzas sociales y políticas del Mediterráneo, con el resultado previsible de guerras, devastaciones y migraciones masivas de pueblos en busca de botín y asentamiento; otros achacan la catástrofe a la irrupción de los dorios el Peloponeso, la destrucción de las grandes ciudades micénicas como Argos, Esparta y la misma Micenas, y el oportunismo de todos los pueblos saqueadores que por aquel entonces pululaban en la zona ávidos de rapiña.
En lo que sí coinciden los expertos es que todos los indicios estudiados, tanto arqueológicos como lingüísticos y documentales, ofrecen una sólida conclusión: la civilización se detuvo, retrocedió varios siglos, y los habitantes de aquel mundo conocieron la penuria de tiempos pasados que la lógica del progreso y evolución de las sociedades situaban engañosamente en ese punto: lo pasado para siempre. Pero —a la evidencia debemos remitirnos— los beneficios de la contemporaneidad y el sosiego de “lo estable” no son inmutables. Nunca lo fueron. El dramaturgo Jean Giraudoux, en su obra “La guerra de Troya no tendrá lugar”, fantasea sobre el ucrónico decurso de una civilización universal y una historia de la humanidad que se hubiesen visto libres de las calamidades propias de la guerra, la violencia de unos pueblos contra otros, las plagas y los desastres naturales. Bondadoso propósito sin recorrido posible porque la historia humana es justamente la historia de la lucha por la hegemonía y por librarnos, mejor o peor, del malquistamiento con nuestra naturaleza.
No apelaré al recurso de comparar, ni por lo remoto, el naufragio de la edad oscura grecomediterránea con los tiempos pandémicos y asolados que vivimos, pero sí puedo señalar esa inquietud que, sinceramente, creo compartida con la gran mayoría de mis contemporáneos. Cuando la gente del común, quizás cándidamente, habla de “volver a la normalidad”, “recuperar” los niveles de bienestar previos al C-19, sin duda lo hacen porque tienen bien asumido que, en efecto, hemos dado un paso atrás. Un inmenso y preocupante paso atrás. Y si reparamos en que, en nuestro desdichado país, la gestión del siniestro está en manos de la peor tribu imaginable, la desolación resulta inmediata: como si los piratas sardos que atacaron Biblos en plenas invasiones de los pueblos del mar se hubiesen ofrecido para reconstruir la ciudad y hacerla prosperar en incierto futuro. Esa es nuestra realidad.
Sí, ir hacia atrás es posible. Retroceder hasta perder de vista la civilización por ahora conocida parece conjeturable sin caer en el tremendismo ni ponernos demasiado apocalípticos. Es una hipótesis plausible. Nunca nos ha sucedido pero otros, en otros lugares del planeta, ya lo han padecido y lo siguen sufriendo. No hace falta referirse a Iberoamérica, Venezuela, Cuba, Nicaragua, Argentina…, porque ejemplos más antiguos de enclaves en otro tiempo prósperos y razonablemente felices que fueron arrasados por la brutalidad, el fanatismo y la pobreza, tenemos próximos a nuestra cultura mediterránea, como el Egipto de Nasser y el Líbano de los años 50 del siglo pasado. O sin ir más lejos, muchas banlieues de París y Bruselas antes de convertirse en reducto de integristas islámicos, traficantes, delincuentes metropolitanos y demás gallofa que acostumbra a parasitar los hábitats donde estos grupos operan a su completo albedrío.
Para llegar a esos extremos, sólo hace falta que las personas de criterio decente no hagan nada y se queden en casa viendo los informativos de TV mientras los piratas sardos continúan saqueando Biblos. En España, además, necesitan un poco más de tiempo. Muy poco. Todo se andará, seguramente.