La España desdentada

La España desdentada. José Vicente Pascual

Mi amigo Sergio, hombre del cine, de la comunicación audiovisual y talentoso guionista, tiene una panadería porque no sólo de pan vive el hombre. Me comenta que la faceta más delicada de su bíblico oficio es seleccionar piezas de pan y otras de bollería en su punto de blandura y esponjosidad para las personas mayores que las piden fácilmente masticables, gente de muchos años que se ha ido quedando sin dientes a lo largo de la vida y que no han tenido medios económicos ni ayuda de ninguna clase para costearse empastes, endodoncias, puentes y no digamos artificiales añadidos. Por supuesto, la seguridad social nunca ha cubierto esas necesidades. Todos los españoles tienen derecho a una vida digna y una alimentación sana y equilibrada, mas en la práctica nadie tiene reconocido el derecho a morder como es debido y masticar la comida y el pan bendito de cada día con dentadura en condiciones, no con cuatro piños que aisladamente bailan ahí dentro o, mucho peor, con las tristes encías de los ancianos por completo desdentados. Mucho se habla de la España vaciada, pero poco y muy poco de la España desdentada, la de nuestros abuelos rurales y urbanos, quienes, al igual que han ido dejando su piel y su esfuerzo por los solares de la patria, su trabajo y afanes, ilusiones y esperanzas, fracasos y alegrías, han dejado sus dientes sin que los mandamases sanitarios de la misma patria hayan hecho nada por remediarlo. Como diría el loco Milei: para esos lujos no hay plata.

Hay dinero en la seguridad social para pagar a 222 centros sanitarios privados, encargados de faena en las 98.316 interrupciones voluntarias de embarazo que se llevaron a cabo en 2022 —cuando se hagan oficiales las cifras de 2023 ya se informará, si procede—. Hay dinero —mismo año— para atender 1300 procesos de cambio de sexo, incluidas la cirugía en casos necesarios, la hormonación, medicación asociada, atención psicológica y psiquiátrica, seguimiento sociofamiliar de cada expediente… Hay fondos para sufragar la administración de la píldora “del día después” y cuidados subsiguientes a miles de mujeres que solicitan esa precaución en los servicios de urgencias cada semana y sobre todo cada fin de semana, para subsidiar las ingentes cantidades de ansiolíticos y antidepresivos que los españoles consumimos como gominolas, para tratamientos de metadona a poliadictos y experimentales con otras drogas. Conste que me parece muy bien la atención a todas aquellas facetas concernientes a la salud que se han mencionado, pero, en fin: no parece equitativo ni siquiera civilizado que haya dinero para tantas cosas mientras que la brecha dental sigue imparable hacia lo inmenso, un hueco infinito en el que tristes molares y premolares se pudren abandonados por la autoridad sanitaria, el Estado, los gobiernos de turno, los ministros y las ministras y las élites mandantes, los que lucen perfectas sonrisas de dientes blanquísimos, cuidados en clínicas glamourosas como una ceremonia de entrega de los Goya —por ejemplo—. No son formas. Y no hay derecho.

Hace una carretada de años, el escritor británico H.G. Wells publicó un libro titulado La miseria de los zapatos en el que narraba y argumentaba cómo un supuesto filántropo empeñado en resolver la insoportable evidencia de que los niños pobres ingleses iban siempre descalzos, pretendiendo algo tan simple y humano y lógico como dotar a cada uno de ellos con un buen par de zapatos, se encontraría con tantos obstáculos, intereses, conveniencias de mercado, arbitrariedades, injusticias y sevicias capitalistas que su empeño quedaría en eso: una buena intención y nada más. La miseria de los zapatos era la tiranía del mercado. Hoy, más de un siglo después, la miseria de los desdentados demuestra que las cosas han cambiado, seguro, pero no mucho. No es asunto de poca importancia. Imagine el sufrido lector que el pan nuestro de cada día fuese un suplicio y que para paliar el sufrimiento físico y anímico de tal contradiós la seguridad social, en vez de tratamiento dental adecuado, le ofreciese analgésicos y benzodiacepinas. E imaginen que esa situación es real y es muy cierto que no tiene el vulgo derecho a comer sin sufrimiento pero sí a anestesiarse con medicamentos —drogas— que solidariamente nos pagamos unos a otros por el conocido sistema de los impuestos. Lo que hay.

Por qué nadie ha hecho nada hasta el presente y por qué nadie lo hará en próximo futuro es misterio guardado con celo en la pulcra intimidad de quienes nos gobiernan, esos que tienen buenos dientes y bien los usan: para comer y para morder. Al final, igual que hace un siglo y hace dos, para conocer el estatus, pedigrí y salud de las personas no hay mejor método que mirarles la dentadura. Como a los caballos pero a dos patas.

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