La filosofía pasada de rosca

La filosofía pasada de rosca. José Vicente Pascual

Titular de los derechos de copyright sobre diversas falacias, algunas de ellas memorables por lo efectivo, como es el caso de su teoría acerca de la plusvalía, Karl Marx se distinguió igualmente por su capacidad manifiesta para generar frases morrocotudas, allegadas a sus intereses ideológicos como la carne se pega al hueso. Con la ayuda impagada de su benefactor Engels, lanzó al orbe planetario sentencias de tanto recorrido como aquella de “Proletarios del mundo uníos”, y la no menos disruptiva de “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo” (11 Tesis sobre Feuerbach, 1845). El aserto tiene además su poso de inquina como de mala baba, dejando caer así al soslayo que el arte de la filosofía habría sido a lo largo de la historia un especie de entretenimiento para élites culturales o castas religiosas parasitarias del poder político y suministradoras de contenidos mágico-trascendentes, todos ellos, por supuesto, ultrarreaccionarios. Como suele decirse: nada más lejos de la realidad. Claro que la realidad y los formulados prácticos marxianos nunca se avinieron cabalmente, aunque ese es otro debate; o mejor dicho, otra parte del debate. Vamos al origen.

Para empezar, justo en los orígenes del conocimiento humano articulado sobre la experiencia de las primeras civilizaciones, la filosofía no era ni pudo ser de ninguna manera una digresión intelectual sobre intangibles sino todo lo contrario: una indagación acerca de las leyes de la naturaleza que posibilitaría el dominio y perfeccionamiento de técnicas de intervención sobre lo fáctico material. Filósofo era el que conocía los ciclos estacionales y astrales y preveía cosechas y siembras, la buena época para la caza y la pesca y el tiempo propicio para aventurarse en viajes por tierra y mar; y filósofos eran los constructores de pirámides y los arquitectos de ciudades neolíticas espectaculares como Gesher, Mureybet y otras cuantas más; filósofo fue el domesticador de animales y el inventor de la noria, del tornillo, la piedra de amolar, del arado y la palanca. En fin, aportes elementales y decisivos para el avance de la humanidad, el llamado progreso, único fenómeno —humano— que verdaderamente ha transformado el mundo.

Claro está, primun vivere deinde filosofare. Como ya sabemos encender fuego y cuidar de él y como tenemos el almacén lleno de trigo y sabemos hacer pan —porque también el horno lo ha inventado un filósofo—, podemos ir un poco más allá. De la filosofía que integra todos los saberes útiles se evoluciona a una filosofía, digamos, especializada: las cosmogonías y teogonías que intentan dar sentido al ser —por oposición al no-ser—, al universo y al hecho humano. Pero seguimos lejos de una filosofía escueta en lo observacional y derivada hacia lo contemplativo. De nuevo, nada más lejos de la realidad. No hay una sola escuela filosófica que no entrañe en su misma base una visión moral sobre el mundo y no proponga inmediatamente esa dimensión ética derivada de sus presupuestos sapienciales básicos. De tal modo, cualquier filosofía, a lo largo de la historia, ha implicado una consecuencia moral obligatoria en orden al ideal establecido, desde la moral aristotélica al discurso redentorista cristiano, el bien obrar cartesiano, el racionalismo ilustrado kantiano, etcétera. Va de suyo que cualquier proposición teórico/doctrinal implica una voluntad de transformación del mundo por inclinación hacia el bien en la controversia perpetua entre bien/mal. Cosa distinta es que el método difiera sustancialmente del propuesto por Marx y los marxistas, desde el análisis materialista opuesto al idealista a los mecanismos concretos de intervención, eso es evidente: no es lo mismo la lucha de clases como motor de la historia que —pongamos por caso— la revelación divina y el mensaje de un mesías que insta a la transformación espiritual del individuo para que en el mundo reine el amor. Son asignaturas muy diferentes aunque el fondo sigue siendo el mismo: analizar la naturaleza humana y el significado de las relaciones sociales para insistir en el cambio de paradigma y provocar el advenimiento de un nuevo panorama histórico en el que imperen la paz, la justicia, el amor y esas cosas que gustan a los hippies.

En realidad, cuando Marx dice que hasta ahora —1845, tengámoslo presente— los filósofos se han limitado a interpretar el mundo en plan sofá, copa y puro, y ha llegado el momento de dejarse de disquisiciones y de ponerse manos a la obra en la tarea de cambiar el mundo, lo que está expresando es un doble derrapaje: por un lado se viene arriba, muy pasado de rosca, desautorizando a todo el que intentase explicar antes que él las cosas como son, tal cual los demás hubiesen sido pajilleros intelectuales, diletantes aburridos con pretensiones o abismados existenciales; por otra parte, y aquí ya empieza a tener más sentido lo suyo, propone una filosofía de la acción porque sabe que su enunciado sin el apoyo de las masas y los partidos que las dirigen, y sin un cambio determinante en el ideario colectivo de las sociedades y en el espíritu de los tiempos, no va a ningún sitio. A la vista de los resultados, casi doscientos años después de su impugnación a la totalidad, seguramente le habría venido mejor a él y habría sido mejor para todos sustituir el desiderátum “de lo que se trata es de transformar el mundo”, por algo más prudente y asequible, algo así como “de lo que se trata es de filosofar menos y llevarse mejor con el vecino”. Cuánto habríamos ganado. Porque hace falta estar muy seguro de uno mismo y de cuanto mantiene para desautorizar con tanto desenfado a todos los demás, pero asimismo sabemos que quien está absolutamente seguro de todo, seguramente esté equivocado en casi todo.

Está visto que la filosofía empieza a ser disciplina práctica en cuanto se propone mejorar el presente y transformar al individuo. Si, por el contrario, se empeña en desarmar y acaso derruir el presente y, de paso, mejorar a las personas pero contándolas de millón en millón —las masas, dijéramos—, de ingenio útil se transforma la filosofía en experimento de riesgo, a vida o muerte dijéramos; con la fatalidad de que en ese juego “a vida o muerte” siempre acaba ganando la de negro. La historia nos ha dejado cien millones de muertos, decenas de países asolados, generaciones enteras condenadas a la miseria y la pervivencia de monstruosos estados policiales para demostrar que el experimento transformador que Marx anhelaba era peor que suicida: genocida selectivo. Fue lo que hubo y, por desgracia, es lo que hay. Y esto último no es filosofía ni interpretación de nada: es memoria viva de la humanidad.

Top