La izquierda, heredera del Marxismo, lleva décadas inventándose enemigos para lograr vencer en un campo de batalla en el que no hay nadie en frente. Luchan contra supuestos gigantes que son en realidad molinos de viento; y son tan torpes que, aun así, están perdiendo la batalla. La batalla del relato, que es lo único que tienen, lo único que les sostiene. Detrás del relato sólo hay miseria económica, corrupción política, persecución al disidente y degradación moral.
Durante décadas, la única batalla del Marxismo fue la de los de arriba contra los de abajo, la del capital frente al obrero, la de las grandes revoluciones proletarias que iban a transformar el mundo. Y entonces empezó la guerra.
De un lado, un sistema encerrado entre muros para evitar que sus ciudadanos escaparan de él, con una economía controlada y planificada por políticos desde el gobierno. Del otro, las democracias liberales de libre mercado, con todos sus errores y todos sus problemas; aun así, la derrota del socialismo fue aplastante.
El capitalismo creó una clase media gigantesca que gozaba de los lujos que en otras épocas estaban reservados sólo a nobles y grandes comerciantes. El socialismo colapsó en todos sus territorios hasta conseguir que el 90% de sus ciudadanos fueran pobres y sólo un 10%, aquellos que pertenecían al aparato del partido (partido único, por supuesto), pudieran ostentar ciertos lujos de los que, al otro lado del muro, gozaba cualquier trabajador de clase media.
Como quiera que la derrota fue aplastante, los socialistas se disfrazaron de socialdemócratas para seguir viviendo del cuento, y sólo un grupo de imberbes revolucionarios de salón siguió defendiendo las bondades de un sistema que nunca habían tenido que sufrir. Los que sí lo sufrieron, tenían claro que lo mejor era huir de él en cuanto fuera posible; de ahí nace la mítica broma que Ronald Reagan soltaba en algunos de sus mítines:
Contaba el ex presidente de EE.UU., que el presidente cubano, Fidel Castro, se estaba dirigiendo a una gran audiencia en Cuba diciendo:
«Me acusan de intervenir en Angola…» y un hombre que pasaba entre la audiencia gritó: «¡Maní, rositas de maíz!».
Castro continuó: «Dicen que estoy interviniendo en Mozambique…» y la misma voz grita: «¡Maní! ¡Palomitas!».
Castro continuó: «Dicen que estoy interviniendo en Nicaragua…» y la voz gritó de nuevo: «¡Maní! ¡Palomitas de maíz! «.
Para entonces, Castro estaba hirviendo de la rabia y vociferó:» ¡Tráeme acá a ese hombre que grita: ‘¡Maní! ¡Palomitas de maíz!’, que le voy a dar una patada que va a caer en Miami!”
Y todos en la audiencia comenzaron a gritar:» ¡Maní! ¡Palomitas de maíz!»
Desde esta derrota, el socialismo entendió que lo más rentable era comenzar a disputar batallas sin enemigos reales; así sería más fácil ganar. Todos luchan contra el fascismo, pero el fascismo ya no existe. Todos tienen en la BIO de su perfil “antifascista”, pero los fascistas en España son cuatro gatos relacionados con algún grupo ultra equipo de fútbol o alguna banda de música.
Todos luchan contra el racismo contra personas que no odian a nadie por su raza, sino que sólo piden un control de fronteras para que el descontrol no nos llene la calle de criminales, terroristas y personas sin ninguna intención de integrarse, sino de replicar sus mundos, aquellos de los que huyen, en nuestros mundos.
Todos luchan contra la mal llamada violencia de género, pero en realidad, en frente, nadie odia a las mujeres, sólo se niegan a someterse a una ideología que no está diseñada para protegerlas, sino para controlarlas, como ha quedado negro sobre blanco en el affaire Errejón. Todo el mundo lo sabía, pero nadie acudió a una comisaría o a un juzgado, todas lo hicieron a órganos internos y puntos morados donde ellas controlan el relato y los tiempos.
Como la lucha es torpe, además de ruin y con altas dosis de vileza, poco a poco la gente se va dando cuenta de que pensar diferente al establishment de poder no te convierte en fascista, ni estar en contra de la ideología de género te convierte en machista. De la misma forma, abogar por el control de fronteras, no te convierte en racista.
Y como cada una de las batallas las van, poco a poco, perdiendo; incluso sin tener enemigo en frente, así de torpes son, pues van creando nuevos escenarios de conflicto, que ahora pasan por el denominado cambio climático.
El clima ha cambiado siempre, mucho antes de que tuviéramos coches y fábricas. Ha cambiado, además, de manera abrupta, provocando transformaciones radicales en el planeta Tierra, y desapariciones de especies enteras, además de fenómeno climáticos catastróficos, como las riadas de la DANA, antes llamada gota fría, y de las que se tiene constancia desde siempre.
Otra batalla perfecta para la izquierda: le echan la culpa al hombre moderno de algo que ha ocurrido desde siempre, y si te niegas a someterte a esa premisa, te señalan como negacionista del cambio climático y te matan civilmente. Da igual que tú no niegues nada, que sólo estés en desacuerdo con las causas; da igual todo porque no escuchan, ya han montado su industria económica y política en torno a esto y eso es lo que les hace sobrevivir en estos días inciertos.
Otra batalla ideal, porque cambios en el clima los va a haber siempre, así que siempre ganan: que durante unos años hace mucho calor: calentamiento global; que, de repente, empieza a hacer frio y vuelven las nevadas, pues cambio climático, que así acertamos siempre. Un plan sin fisuras para destrozar a la clase media a base de impuestos y prohibiciones, y privilegiar a todas las élites de poder que tienen metidos a los políticos de Bruselas en los bolsillos. Ellos ganan, los demás perdemos todos.
En la película de 1973, “Operación Dragón”, protagonizada por Bruce Lee, el maestro de las artes marciales es afrentado por un competidor durante el viaje en barco hacia la isla donde el malvado Han, ha organizado un torneo de lucha. Cuando la persona que increpa a Lee, y que ya ha estado humillando a parte de la tripulación del barco, le pregunta a este que cuál es su estilo, Bruce responde: el arte de luchar sin luchar, para luego ofrecerle una demostración al invitarle a coger un bote pequeño del barco e ir hacia la isla más cercana donde combatirán sobre la arena. Una vez el malo sobre el bote, Lee suelta amarras y le deja a la deriva. Ganó sin luchar, porque no tenía oponente.
La izquierda debió de ver la película en su momento, y desde entonces todas sus batallas se disputan sin enemigo; saben de sobra que cuando tienen alguien de convicciones firmes enfrente, pierden siempre.