La historia contada por un idiota

Un pertinaz tertuliano televisivo que dice trabajar de redactor para El País, aunque no sé yo de dónde saca tiempo para dedicarlo a su periódico, porque está más visto por las maquilladoras de todas las cadenas que la base traslúcida, afirma tan sobrado que la reforma educativa del gobierno le parece muy sensata en lo que concierne a los estudios de filosofía —a su desaparición como asignatura—, porque la historia de la filosofía es una retahíla de nombres y títulos de obras, una carga memorística innecesaria toda vez que el temario de Valores Cívicos y Éticos incluirá módulos pedagógicos sobre las grandes corrientes de pensamiento en el decurso de la civilización; y además —éste hombre es frondoso de opiniones, como corresponde a su vocación de informar al prójimo, no sé si se nota el sarcasmo—, lo importante de la filosofía no es conocer lo que pensaban Aristoteles o Platón sino enseñar a pensar a los alumnos. Válgame san Adefesio, patrono de la filosofía argentina y de la equitación protestante; y no se ofendan los miles de lectores que tengo en Argentina, acabo de citar a Borges, que de boutades sabía un poco más que yo.

Parece bastante lógico que el buen señor esté de acuerdo con las medidas educativas de nuestro gobierno porque, ya se dijo, es redactor de El País. Sobran explicaciones y más comentarios. Otra miga tiene lo de “enseñar a pensar a los alumnos”, un recurso retórico muy utilizado desde que los contenidos curriculares en la enseñanza básica, la ESO y el bachillerato se han puesto al nivel de Adriana Lastra, Pepiño Blanco, Ábalos y otras luminarias intelectuales del socialismo español. Ninguno ha reparado, sin embargo, en que a pensar se nace sabiendo, un detalle que nos diferencia cualitativamente de los animales —por ahora y hasta que alguna ley franciscana, concebida en la factoría Garzón, establezca lo contrario—; aunque todo se andará: para algunos asinólogos, donde hoy encontramos un ser sentiente mañana habrá un ente pensante, capaz de acabar el bachillerato con los mismos suspensos que hoy sobran para aprobarlo.

La historia de la filosofía, en efecto, no enseña a pensar sino a conocer lo que han pensado otros antes que nosotros, más que nada para no insistir en los mismos descarrilamientos. Decía Nietzsche que la filosofía es el compendio de los grandes errores cometidos por la humanidad. Que un importante como él caminase sobre esas aguas, da que pensar. Gombrowicz por ejemplo, en su Curso de filosofía en seis horas y cuarto, calificaba la teorización de Nietzsche sobre el “superhombre” como “paradigma de una idea estúpida”. Lo malo es que las ideas estúpidas han hecho mucho daño a los seres humanos y también a las humanas, y a los animales y animalas futuros y futuras pensantes y pensantas. Sofisma a sofisma, el pensamiento imbécil, oportunista, picapedrero y soflamista ha ido ocupando los primeros niveles de atención por parte de nuestros congéneres. Sólo faltaba borrar de las coordenadas culturales el estudio de aquellos que intentaron construir un sistema que tuviese pies y cabeza, también a los que se lanzaron al vacío con proposiciones descabelladas y los que se refugiaron en el pensamiento mágico para huir de la necesidad de pensar y refugiarse en la capacidad de creer, algo también muy humano.

Desde que el ocurrente Zenón de Elea enredó con el asunto de Aquiles y la tortuga, las ideas estúpidas, a menudo mortales, han impregnado el panorama de la filosofía en occidente. Rousseau lo bordó con su Emilio y su emperramiento en que la sociedad es mala y el individuo bueno de origen, con marchamo de inimputabilidad y, por tanto, virtud de irresponsabilidad. El concepto de “plusvalía” teorizado por Marx todavía rema en los océanos de la incultura económica, y todavía es útil para explicar a los cubanos de Cuba por qué son pobres como ratas pero deberían sentirse privilegiados como caniches de Hollywood —he sido testigo directo de esa pornografía intelectual, emitida lunes, miércoles y viernes por la tv del régimen; los martes, jueves y sábados dan discursos póstumos de Fidel y los domingos emiten CSI-Caracas—. Lo último es exageración y todo lo anterior eran ejemplos. Otro, la hermenéutica de los hegelianos de derechas sobre el Estado como sublimación de la voluntad colectiva de permanecer en la historia; toda “weltanschauung” sugerida por Hegel implica obligación desde el Estado, naturalmente, y de ahí a invadir Polonia va paso y medio, con la ventaja de que el medio ya está dado. ¿Y qué pensar —porque pensar sabemos— de las ocurrencias de Sartre sobre la nulidad del ser y las aventuras de su señora, doña Beauvoir, cuando recicla la ropa interior desechada por Freud, en perpetua batalla contra el falocentrismo cultural? Del mismo Freud mejor ni hablar: un señor que padecía siderodromofobia y por ese motivo nunca salía de Viena, no parece de mucho fiar en asuntos que requieren sesera asentada. Ojo, que no digo yo que la Freud no fuese una mente brillantísima, pero como habría dicho mi abuela, sin duda mucho más brillante que Freud, en su velatorio: ¡Que 83 años tan mal empleados, con lo que valía este chico!

Yo creo que sí, que es muy necesario estudiar la historia de la filosofía, no sea que las jóvenes generaciones, enseñadas y animadas a pensar, piensen las mismas pifias que algunos grandes del género, como el inventor del término, muy currado, “bípedo implume” para referirse a nuestra especie. Mejor llegar escarmentados al arte de pensar algo y que ese algo no sea una majadería, como la de aquel poeta granadino de enternecedor recuerdo, quien inventó el surrealismo en su casa, en 1974. Cuando otro poeta le hizo caer en la cuenta de lo inútil de sus esfuerzos, muy decidido respondió: “¡Coño, tendré que inventar otro movimiento en el que no se haya fijado nadie hasta ahora!”. En fin, si “la vida es un cuento contado por un idiota, entre el ruido y la furia”, sin historia ni filosofía en el retrovisor el mundo será dentro de poco una idiotez perpetrada por la historia. El ruido y la furia ya lo pondrán las redes sociales.

Anotar ahora que ese “enseñar a pensar”, bellamente argumentado por nuestros gobernantes, significa en su idioma “enseñarles desde chiquititos a que vayan pensando en votarnos”, es tan redundante como excusado. Me lo ahorro y ustedes se ahorran seguir leyendo.  

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