La importancia de un olivo

La importancia de un olivo. José Vicente Pascual

El otro día vi una película memorable: El Olivo. Trata de una chica con pintas y modos batasunos aunque vive en un pueblo de Castellón, la cual locaria quiere mucho a su abuelo, enfermo de alzheimer y al parecer, según criterio de la chavala, traumatizado por la venta de un viejo olivo a una empresa alemana que utiliza el árbol como emblema comercial. Ella, emocionalmente arrasada por esta situación, se propone recuperar el olivo y traerlo de vuelta a España, a ver si el abuelo se recupera por la agradable sorpresa. Empecinada en tan noble causa, embarca en la aventura a un antiguo novio y a un familiar deprimido por su fracaso empresarial. Finalmente no conseguirá la hazaña pero alcanzará el sueño húmedo de todo ecologista sentimentalizado: movilizar al perroflautismo antisistema germano —con tambores y todo—, en contra de la malvada empresa, desenmascarada para siempre en su hipocresía y tal y bla.

Como era de esperar, además teniendo en cuenta que la directora del film es la mega guay Icíar Boyain, la película obtuvo numerosas nominaciones y algunos premios en los celebérrimos Goya y en la 72 edición de las Medallas del Círculo de Escritores Cinematográficos. Las cosas en el mundillo de la cultura progre española —con perdón por el oxímoron— funcionan así y poco hay que decir o ilustrar al respecto.

A ver, antiguamente, en tiempos pre-progresistas como los que vivimos, había una ética de los principios y una ética de la responsabilidad: hacer lo debido y que las consecuencias de nuestros actos ejecutados con recta voluntad no hicieran bueno el refrán de «Peor el remedio que la enfermedad». Eso era antiguamente, cuando la injusticia y el patriarcado campaban libremente y Afra Blanco, Gonzalo Miró y Sara Santaolalla no salían en la tele. Ahora es distinto. Ahora no se estilan ni la ética de los principios ni la ética de la responsabilidad. Ambos conceptos, tan seriosos y pesados, han sido sustituidos en el ideario progre por la ética principal de los sentimientos y la ética urgente de las emociones. Si la causa es buena —recuperar el olivo para el abuelito enfermo, en este caso—, no importa la histeria furibunda de la protagonista que se impone a lo largo de la película como una matraca chillona, bastante repelente por cierto; no importa que mienta y enrede a sus acompañantes, transportistas de frutas, hasta el punto de hacerles robar un camión y en consecuencia perder su empleo, pues total, el patrón es una mala persona y ellos no van a salir de pobres por mucho que trabajen. Lo que importa es la víscera emocional de la muchacha, correr hasta la pared y darse el cabezazo sabiendo que el cabezazo espera inevitable aunque, eso sí, el sacrificio tendrá un valor extraordinario porque dejará a la vista de todo el mundo la perfidia del sistema, opuesto a la felicidad de la chica y en el fondo culpable de que el abuelo haya perdido la memoria y no quiera comer.

Ya no necesitamos héroes que luchen por causas justas y ayuden a avanzar en la libertad y prosperidad de las personas; necesitamos víctimas del sistema, cuantas más víctimas mejor, aunque el resultado de sus actos alocados concluyan en saber encuadrarse, por fin, en la nómina incontable de los mártires. Ser héroe es de egoístas, una cosa demasiado machuna. Lo importante, en el ámbito compasional en que vivimos, es ser víctima. Lo demás se lo dejamos al Estado redentor que cuida de nosotros. El Estado lo arreglará todo tarde o temprano, vía subvenciones, vía regulaciones o vía pagas de subsistencia. Lo que hay.

A todo esto, la película, tan aclamada por la crítica pastueña y encumbrada por el gremio chupiculti, establece sin duda la importancia de un olivo, todo un símbolo, y por tal causa, como indicaba, se ha convertido en obra de culto para el progrerato y, no digamos, los ámbitos lacrimosos del ecologismo yeyé; pero justo de esos ámbitos, de la intelectualidad biempensante y del ecologismo de sandalias hindúes y iPhone 16, quizás parece razonable esperar una protesta, una declaración —¿será pedir mucho una movilización?— ante la tala masiva de olivos en Andalucía y otras regiones de España, para sustituirlos por paneles solares.

No voy a argumentar la aberración campante de deshacernos de los olivos y plantar en su lugar los famosos armatostes sostenibles y renovables, no hace falta. Sé perfectamente que cada cierto tiempo se sanean los olivares y se arrancan muchos olivos para dejar la tierra en barbecho, recuperándose y en espera de nuevas plantaciones que disfrutarán las generaciones venideras; también sé que esos olivos viejos, agotados, se convierten en valiosa leña que calienta muchísimos hogares en el ámbito rural. Pero también sé que bajo el aura de la nueva burbuja se están arrancando y van a arrancarse miles y miles de olivos necesarios al cultivo tradicional español. Total, pensarán nuestros gobernantes: si somos el principal productor del mundo de aceite de oliva, no pasa nada por colocarnos un poco atrás, los terceros o los cuartos. Que todo ello incida en la depauperación del sector primario, asediado desde hace tanto, no les importa. El ecologismo ideológico prefiere un país enchapado bajo millones de placas solares antes de que funcionen como es debido seis o siete centrales nucleares. Como dijo el otro: es preferible un apagón de vez en cuando a pagar cara la electricidad; o sea, es mejor estabilizar la energía eléctrica en la baratura actual, que es insoportable porque tiene de barata lo que el ecologismo patrio de ecologista.

Y como dijo la otra: No se pueden limpiar de matorrales los ríos, las cañadas y las ramblas, pero se pueden arrancar por miles los olivos, a cambio dar un dinero al campesinado, el pan para hoy y la miseria para mañana, y abocarnos todos al ideal igualitario de nuestro primoroso gobierno, el paraíso de nuestras energías limpias, sanas, puras, insuficientes y carísimas. García Márquez, profético, intuyó estos desmanes del idealismo estéril en el final de su novela El coronel no tiene quien le escriba, cuando la esposa, cansada de las locuras y disparates del anciano coronel, le pregunta: «¿Dime, ¿qué comemos?». Y el coronel reacciona: «El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: Mierda».

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