«La criada perfecta sirve a todos, el ama perfecta sólo sirve a su criada». La vieja frase de Moliére acude de cita para esta novela que no he leído ni leeré hasta dentro de unos meses porque aún no está publicada, aunque acaba de ganar uno de los premios de narrativa más prestigiosos de España.
(Excurso: Naturalmente, como se trata de uno de los certámenes de novela más prestigiosos de España, hay honda polémica y subfondo político porque pueden presentarse a competición manuscritos en español, idioma al que se denomina castellá en la localidad de origen del premio, y hay gente que no está de acuerdo: sólo en catalá. Fin del excurso).
La novela se titula La nieve cubrirá todas las cosas, verso entresacado de la canción Estate, composición sesentera de Bruno Martino. De estos detalles me he enterado porque asistí en días pasados a la entrega del referido premio y a la rueda de prensa con la autora, una espléndida mujer cercana a los cincuenta años de su edad que lleva toda la vida trabajando y toda la vida anhelando disponer de tiempo para dedicarlo a sus dos grandes devociones: leer y escribir. Un periodista le preguntó cómo compagina su pasión literaria con los horarios laborales, a lo que ella, optimista y decidora, contestó: «Pues cómo lo voy a compaginar… como puedo. Mi trabajo tiene horarios muy exigentes, me suelo levantar entre las cuatro y las cinco de la mañana para coger el coche y fichar a tiempo y cuando vuelvo a casa, muchas horas después, estoy derrengada, y es entonces cuando se me plantea escribir o echarme a dormir un rato».
De modo que la señora es una más de esa legión madrugadora que sostiene con su trabajo y sus impuestos al resto de compatriotas y a otro montón que no lo son aunque disfrutan de todas las ventajas de serlo. Bueno, he escrito “disfrutan de todas las ventajas” y debería haber precisado: “de más ventajas”. Pero en fin, este artículo no va de inmigración ilegal y lo que cuesta al Estado español, es decir, a todos, sino sobre la gente que madruga, trabaja, se esfuerza, sigue adelante en la vida y encima busca tiempo y lo encuentra donde no lo hay para dedicarlo a actividades que colmen la plenitud de sus inquietudes creativas. Hay que tener valor como lo tiene la autora de La nieve cubrirá todas las cosas, y aparte de valor y entereza hay que estar bendito por el don de la ilusión, la confianza en uno mismo y la esperanza de que aquello que quieres decir tenga sentido para mucha más gente. Hay que tener raza. Lo digo en serio: casta y raza es lo que necesita todo escritor para triunfar ante el único público que valorará su obra sin prejuicios ni ñoñerías: el mismo arte literario. Gustar a muchos es difícil porque hay que mostrarse demasiado simpático y populachero; gustar a unos pocos no es tan fácil porque requiere mantener un aura constante de élite ilustrada, como de héroe cansado y al mismo tiempo abrumado por la inmensidad de su propia sabiduría. Permanecer ante la exigencia de lo literario —lo poético—, es lo más difícil de todo. Dentro de medio siglo nadie recordará a las autoras que escriben sobre lo ímprobo de ligar en Tinder y lo difícil que es encontrar un hombre que al mismo tiempo sea buey y buen amante; no habrán servido para nada las novelitas que cuentan el sinsabor vital de la pequeña burguesía urbana y lo bonito que era el pueblo donde veraneaban de niños. En realidad, lo más seguro es que dentro de cincuenta años no existan ni la pequeña burguesía urbana ni Tinder.
Permanecerá sin embargo el sustrato cultural tramado y enraizado por quienes se ofrecieron a la literatura sin condiciones ni argumentos existenciales previos, de tú a tú y sometidos al juicio del tiempo. Y esa permanencia sí será relevante porque habrá servido para afianzar los sesgos civilizatorios de una época y, al mismo tiempo, de seguro puente conductor entre el pasado y el futuro. Ah, ya lo dijo quien lo dijo: La tradición no es el culto a las cenizas, es la transmisión del fuego.
Por eso me emociona y me gana la casta de las personas invulnerables a las modas, a las ideologías débiles que sirven para un rato y desaparecen por la misma razón banal que las hizo nacer; gente que aborrece la queja como forma de estar y el victimismo como método y explicación/justificación de sí mismos. Por eso me gustan los gitanos que tocan la guitarra como si hubiesen nacido con ella bajo el brazo y se instalan en una esquina y maravillan al que pasa con su desgarro mientras un colega pide para un café, del que anda necesitado el artista. Por eso me gustan los escritores que consiguen su propósito después de una vida entera dedicada a la emoción literaria y toman cada éxito parcial como lo que es: una pequeña ofrenda al gran arte que les guía y da sentido a sus días en este mundo. Esa gente —de raza, de casta—, es la única que merece la pena porque todo su esfuerzo y toda su ilusión tienen un único objetivo: la verdad y la vida.
Porque sin arte no hay vida y sin belleza no hay verdad.