La nieve, de vos presente,
se muestra ser otra cosa
Juan de Tapia
Cancionero, 1445
Casi siempre he vivido cerca de la nieve. Nací en Madrid y allí pasé la infancia hasta que a los seis años de edad —no se preocupen, no voy a contarles mi vida— destinaron a mi padre a una remota ciudad del sur de la que ni el nombre sabía y que al poco fue Granada. El día que nos marchamos nevaba en Madrid. Caía la nieve con diligencia citadina, con esa profesionalidad de la nieve urbana que confiere al fenómeno atributos de incordio, de goterones imprevistos desde las canaladuras de los tejados, barro bajo los neumáticos de los coches y aviso de resbalón en las escaleras del metro; un fastidio más entre los muchos inconvenientes de la mudanza. Sin embargo, durante el largo trayecto hacia nuestro destino descubrí algo que me pareció extraordinario: la nieve se extendía más allá de las aceras y las calles asfaltadas, del tendido tranviario, los autobuses y los edificios; la nieve de los caminos, perezosa y blanda, era un continuo de silencio instalado en el presente, la verdad de la realidad del mundo, en tanto que la ciudad, cada vez más atrás y más lejana, se transformaba en excepción adormecida en el recuerdo. Cierto, lo que más había en el mundo no era cemento sino paisaje. Y nieve. Tanta nieve había que llegaba hasta Granada cubriendo los campos, adensándose en las copas de los árboles y sobre las pequeñas casas de los pueblecitos que atravesábamos; y en Granada era tan orgullosa y tan poderosa que vivía perpetua en las colosales cimas dueñas del nuevo paisaje, allí día tras día y año tras año, sin deshacerse nunca, sin barro ni mácula, como un pacto entre el espíritu de la tierra —“frigidísimo”, diría Diego Hurtado de Mendoza— y la voluntad de ser en la historia de una identidad local empecinada en la nieve como acto posesorio de sí misma. Todo aquello ocurrió a primeros de noviembre, poco antes de que asesinaran al presidente Kennedy en Dallas. Hoy ya no caen aquellos fríos ni nieves como aquellas, claro está. Sin duda por causa del cambio climático.
Por falta de cambio climático he visto nevar en casi todos los meses del año salvo agosto, que es de vacaciones como todo el mundo sabe. He jugado gozoso bajo nevadas de mayo en el patio de recreo de mi primer colegio granadino, he visto caer nevazos de esconderse los lobos en pleno mes de junio, en la montaña de León, donde sufrí también las heladas nocturnas de julio y las primeras nieves de septiembre, tan traidoras. Me he bañado a mediados de abril en las playas de Almuñecar, con la barriga metida en el agua y la vista arriba, en la nieve del Veleta, y lo mismo he hecho en Tenerife, flotando como madero viejo en el Atlántico mientras observaba con credulidad la nieve en los picos más altos del valle de Güímar. No sé por qué, pero siempre he estado cerca de la nieve. Hace muchísimos años, de paseo por Grecia, una ráfaga de viento furioso arrancó un puñado de nieve en los riscos del gran desfiladero de Iugomenithza y me lo estampó contra el casco de motorista; a punto estuve de despeñarme, más que nada por la sorpresa, porque nadie espera un bolazo de nieve en Grecia y en pleno agosto, que es mes de vacaciones como antes se dijo.
Claro que todas estas aventuras sucedieron antes de que se instalasen la verdad científica y la evidencia histórica del cambio climático. Ahora ya no nieva, y si nieva es a destiempo, cuando no toca, como si el tiempo se hubiese empeñado en llevarnos la contraria para confundir nuestra presunción de conocimiento sobre sus caprichos. Sin ir más lejos, paseaba hace unos días a mi perrillo Claudio cuando una vecina, aterida y un poco zarandeada por el viento gélido que recorrió el noreste peninsular la última semana, se me quejó con mucha fe: “Está el tiempo loco”. Bueno, loco, lo que se dice loco, no sé… Yo he visto nevar en abril muchas veces y la ocasión en que he pasado más frío en mi vida, sin exagerar, fue durante una fiesta de prao en Asturias, un 18 de julio, memorable noche en que la humedad de los herbazales me taladró desde las plantas de los pies a la coronilla y necesité estufa de butano y manta para reponerme, ya en casita. Lo que no recuerdo es si por aquellos tiempos y por aquellas fiestas había o no cambio climático. Algo hubo, desde luego, porque tanto frío no es normal en esa época del año. Va a ser cierto que el tiempo está loco. Loco muy loco, sin duda: calorones en verano, frío cruel en invierno, rachas de frío-calor y primavera loca, de sol, granizo, ventarrones y aguas mil, como el refranero loco. Menos mal que la ciencia del cambio climático ha llegado para organizarnos el pensamiento en medio de este caos. Lo primero, asumir y aceptar a pies juntillas el dogma; lo segundo, ir pensando en comprar un coche eléctrico; y lo tercero y más importante: denigrar al negacionista hasta la guerra civil. Todo ello mucho más entretenido que jugar bajo la nieve, muchísimo más épico y, si me apuran, bastante más poético. Luego dicen de la ciencia que es prosaica