Lo peor de todo

Malo es que el relato de la pandemia que estamos sufriendo —pandemia y relato, ambas calamidades—, haya decaído en su dimensión catártica para transformarse en un lamento resignado sobre “los imponderables” que afligen a la humanidad. Como si nuestros gobernantes no tuviesen responsabilidad alguna en la gestión de esta catástrofe, los ancianos hubiesen muerto en masa en las residencias para jubilados de la vida por el empuje inevitable de un daño consustancial a la naturaleza del mundo y, cosas que pasan, nuestro presidente Sánchez no hubiera tenido más remedio que pasar un mes de vacaciones en Lanzarote porque Canarias parecía el único destino seguro en el mapa de los rebrotes, fastidiándose —vaya por Dios—, su plan de pasar el mes de agosto en Madrid, trabajando y contando los españoles muertos que cada día le gana este sindiós del coronavirus.

Malo es que el mismo Sánchez, más Sánchez que nunca, se haya lavado las manos en medio del naufragio, con una economía devastada por este diluvio vírico, unos niveles de desempleo dramáticos, unas perspectivas de recuperación inexistentes y una situación sanitaria que pone en riesgo, incluso, el retorno a las aulas del estudiantado, dentro de unos días. Malo es que—“a mí no me preguntéis que soy ignorante, doctores hay provincias que sabrán responderos”—, Sánchez haya entregado la gestión de la pandemia a la autoridad autonómica, la cual autoridad será autoridad, no lo niego, y autonómica, faltaría más, pero que de momento se ha mostrado tan capacitada para hacer frente a la crisis como los tamborileros de Calanda en jugar al waterpolo; inefables mandamases regionales, virreyes del disparate, que han tomado el hisopo de las benditas majaderías y se han puesto a la faena de esparcirlas por todo el territorio nacional; eso sí: cada uno en su territorio, como debe ser. Mascarillas obligatorias, no fumar, no salir de noche, no ir a clubes de alterne, no acudir misa —sin burdeles y sin iglesia no sé qué va a ser de España—, no correr en la playa a lo loco, no beber en la vía pública —bueno, eso ya estaba prohibido, pero no está de más recordarlo—, y, en fin, toda una batería de medidas que, lógicamente y dado su calado y eficacia, han vuelto a colocarnos a la cabeza en el ránking mundial de países más golpeados por La Covid19, bicho al que deberíamos empezar a llamar Covid-2020, a ver si actualizamos y nos damos cuenta de dónde estamos.

Malo es todo la anterior, el despropósito, la nulidad, la sinvergonzonería diletante y proterva de los mandamases, el oportunismo de los de siempre, la ruindad de los pescadores en río revuelto, la pazguatería y sectarismo de la inmensa mayoría de los medios de comunicación, encabezados por la TV pública, ente para el que la noticia del verano, como era de esperar, ha sido el ansia viajera del rey emérito y “la crisis de la monarquía”. Con estos agentes sociales desatados, nuestra pobre nación no necesita otra plaga sino que alguien apague la luz al salir.

Sin embargo, lo peor de todo no es eso. Lo peor de lo peor, el motivo razonable para el desaliento absoluto, es la actitud pastueña, desistida, vencida y humillada de la gran mayoría de la sociedad civil. Ya no somos un país habitado por una ciudadanía más o menos preocupada por su presente y su futuro, sino un lugar en el mapa del mundo donde ingentes cantidades de embozados con mascarillas que caducaron en abril deambulan por la vía pública como arrepentidos por respirar, temerosos de vivir y aterrados por la idea de contagiarse y morir, obsesivos en el afán “cívico” de encontrar culpables a este caos perfecto donde nos han llevado un virus malasombra y unas clases dirigentes absentistas en cuanto no concierna a sus intereses electorales y a sus chanchullos de siempre.

“Salimos más fuertes”, dijo el gobierno tras levantar el confinamiento. “Este virus lo paramos entre todo”, prometieron. Total, hablar es gratis y la cartelería la paga el contribuyente. Ni salimos ni saldremos en bastante tiempo, no estamos más fuertes porque ni siquiera estamos, el virus no se para ni el término “entre todos” tiene ya sentido a estas alturas de la historia. Lo único que ha tenido sentido hasta ahora, y bien triste resulta decirlo, es el rebuzno nacionalista cuando afirma, todo científico, que la culpa del virus es de España y que si sus respectivos cortijos formasen nación de verdad, no les habría caído encima el castigo de los cielos que aflige a la insolente España. Cierto, tienen sentido esas tontería, y mucho, porque son perfectamente coherente con su forma de pensar y sentir; y ya sabe que las razones del corazón —y de las tripas—, son siempre sinceras y, a su manera, justas. Desde el punto de vista emocional, tienen razón. Desde la perspectiva psiquiátrica, más razón todavía. El loco que dice ser Napoleón no miente porque no engaña a nadie, a ver si se me entiende.

Y eso es lo peor de todo, que España y la sociedad española están a paso y medio de dimitir de sí mismas, bajar los brazos de una vez y para siempre e implorar al destino la suerte del reo a horca conmutado por cadena perpetua. Nadie —casi nadie—, parece dispuesto a proponer camino distinto, una senda que no conduzca de cabeza a lo que todos temen y, en el fondo, casi todos prefieren como mal menor: ERTEs vitalicios, confinamientos intermitentes, desescaladas a cámara lenta, en solidario goteo, y aplausos, muchos aplausos vespertinos en las ventanas que asoman al vacío, un paisaje donde la hierba de mañana ha dejado de crecer.

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