Los amigos náufragos

Los amigos náufragos. José Vicente Pascual

Tengo un concepto sencillo de la amistad, lo que implica un desarrollo no complejo pero sí algo exigente de la leal práctica del afecto. Por ejemplo: para mí, un amigo es un señor que puede llamarte a las 02’00 h. de la mañana para ponerte al día sobre sus inquietudes vitales, y charlas con él hasta las 04’30 tan contento, y tan amigos. “Eso no lo hace cualquiera”, diría fray Gerundio, y en efecto, así es: no lo hace cualquiera pero lo hacen mis amigos, porque yo —y perdón por el juego de palabras—, no tengo a cualquiera como amigo. Ni mucho menos.

La última velada de ese estilo aconteció en días pasados, con motivo del tristísimo, horrendo suceso de las niñas asesinadas por su padre en Tenerife. Mi amigo quería saber —saber más, antes había buceado en el artículo que publiqué en mi blog sobre este asunto—. Y como quería más, tres horas de conversación se nos hicieron cortas. No diré el nombre del contertulio porque no es necesario, pero aclaro que llevo casi cinco años sin verlo “en persona”. Y aquí viene de molde una reflexión ligera sobre el signo de los tiempos que, afortunadamente, puede leerse después de este punto y aparte.

Mis amigos, por lo general, tienden al naufragio voluntario, la vida ermitaña y contenida en espacios pequeños, los cuales, a su vez y por mera lógica, continúan colmados de vida, creatividad y futuro. Los confinamientos del Estado de Alarma no nos han venido mal, creo que al contrario: hemos normalizado, por vía administrativa e imperativo legal, una tendencia latiente en nuestra manera de ser y de estar en el mundo que ya venía dando pistas desde mucho tiempo atrás. Cuanto más lejos del mundanal ruido, mejor. Alguno de ellos (de mis amigos mejores), viven en islas, como yo, y hacen vida robinsona; tal el caso de Antonio Tocornal, mallorquín de trayectoria que ha convertido sus días al margen en poderoso reducto desde el que edifica una obra literaria trascendente, reconocida por el montón de premios literarios que ha acumulado en los últimos años. Otros, como Pedro López Ávila, no viven en una isla pero han construido su propia isla para sentirse más próximos al calor del mundo, también a la ilusión por las ideas que nos pertenecen a todos aunque siempre necesitan a alguien que las piense, bien pensadas, antes de recorrer los inciertos caminos de ahí fuera. La ínsula aviliana existe al otro lado de los muros de su casa, al pie de las abundosas serranías granadinas; existe sin duda en el rumor venerable de su biblioteca y en el disco duro del ordenador donde palpitan libros de poesía, ensayos y artículos de prensa, escritos que van naciendo en esa distancia sanadora que los espíritus elevados necesitan para sentir cercanos a sus semejantes. No veo a Pedro desde 2018, ni siquiera fui capaz de convencerlo para que me visitase en París, durante la larga estancia que en 2019 me tuvo medio preso en la capital de eurabia. Él, inasequible a tentaciones, como el cantante asturiano: “cuanto más lejos estoy, más amigo me siento”.

Otro amigo en la distancia, de mucho whatsapp y largas conversaciones telefónicas, es Francisco Portela. Su inquebrantable mala salud lo tiene recluido en un pueblín de la Costa da Morte desde no se sabe cuándo. Allí ha levantado una obra de ingeniería literaria memorable, día a día, libro a libro y lectura tras lectura. Su blog Un lector indiscreto es ahora referente en el mundo no siempre fácil de las reseñas literarias. Si un editor quiere que sus últimas novedades alcancen divulgación rápida y eficiente, ya sabe a quién tiene que dirigirse. Me refiero a editores de verdad, naturalmente, no a la industria del libro como producto fabril para consumo de masas desculturizadas y lectores que conocen la profesión con que se ganan la vida, seguro, pero que de leer tienen poquita idea.

Decía Ana María Matute que un escritor es una isla en un archipiélago, y ante la contundencia lírica de aquella grande de la narrativa no hay más que decir. Por añadir sobre hojuelas, citaré a Juan Marsé, quien muy decididamente afirmaban que “Haces vida social o escribes”. No hay otra. Y no hay otra a pesar de la opinión de un conocido dandi del mundillo oropelario, quien afirmaba posible ambos entretenimientos simultáneos: dormir por la mañana, escribir por la tarde y petardear a la noche. En fin, a la vista de los resultados, la enjundia comparada entre la obra de este oscar wilde y la de Matute y Marsé, ya digo: no hay polémica.

Tenía otro amigo náufrago, enclaustrado en sus bosques, entre lobos y barcos hundidos allá por Buenos Aires, pero el maldito virus de los chinos se lo ha llevado. Me refiero al maravilloso, definitivo, incansable Juan Pablo Vitali. La misma pandemia que nos trajo ínsulas donde guardarnos del mundo, nos lo ha quitado. Lo digo con todo convencimiento: maldita sea. Aunque quedan su obra y su huella, y tras esa huella vigorosa llevo semanas trabajando unos textos que, a lo mejor, dentro de poco —un año, puede que dos—, se convierten en libro digno de ocupar espacio en la biblioteca de Tocornal, de Pedro López, de Paco Portela. Ya veremos, como dicen los ciegos. Como dicen los náufragos cuando aparecen velas en el horizonte: Dios dirá y que sean cristianos.

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