Mientras que Engels marcha hacia Kaiserslautern para ofrecerse como ayudante del cuerpo de voluntarios compuesto por el exteniente prusiano August Willich, Marx regresaba de nuevo a París el 19 de mayo de 1849.
Su situación económica al llegar a la capital de Francia era apuradísima y acudió a Ferdinand Freiligrath y a Ferdinand Lasalle para que le socorriesen y éstos hicieron cuanto estaba en sus manos. Pero Freiligath se lamentaba del bocazas de Lasalle que hacía de la situación de Marx tema de sus conversaciones. Ante esto Marx se ofendió mucho, y el 30 de junio le escribía a Freiligath: «Prefiero mil veces pasar apuros antes que aparecer mendigando públicamente. Ya le he escrito diciéndote lo que viene al caso. Estoy verdaderamente indignado» (citado por Franz Mehring, Carlos Marx, Traducción de Wenceslao Roces, Ediciones Grijalbo, Barcelona 1967, pág. 200).
Lasalle le escribía a Marx disculpándose aunque afirmando que sobre el tema había discutido «con extrema delicadeza». Cosa que era del todo dudosa.
El gobierno francés consentía la presencia de Marx en el país si y sólo si éste se trasladaba a la remota y conservadora región de Morbihan, en la costa de Bretaña, donde no tendría contactos políticos ni manera de mantener a su familia y, para más inri, podría contraer la malaria. Como le escribió Freiligrath, «Daniels me dice que Morbihan es la zona más insana de toda Francia, pantanosa y febril: son los pantanos pontínicos de la Bretaña» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 200).
De modo que, como muchos otros líderes revolucionarios perseguidos por las autoridades, se decantó por Londres. Entonces partió el 24 de agosto hacia Inglaterra, el único país que no lo expulsaría y en el que viviría el resto de sus días.
Marx llegó a Londres mediante el Boulgne-sur-Mer el 27 o el 28 de agosto de 1849 a la edad de 32 años, justo en el ecuador de su vida. Londres tenía una población de 2,4 millones de habitantes, siendo en 1850 la ciudad con mayor población del mundo y asimismo la ciudad más grande del mundo, y sobre todo se trataba de la capital del país capitalista más desarrollado (1847 se establecieron las diez horas de trabajo diaria), siendo la «sede clásica» del modo de producción capitalista, y por ello a la ciudad se le consideraba el «taller del mundo» (la exposición universal de 1851 así lo atestiguaría) y la «capital comercial del mundo» (Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, Akal Editor, Madrid 1976, pág.55).
Más que un centro ideológico como París o incluso Berlín, Londres era la metrópolis del capital, de las ciencias y de la revolución industrial. Inglaterra era «el país de las máquinas» (Marx,El Capital, pág.392). No se trataba, pues, de un país normal y corriente, y hasta 1945 sería la mayor plutocracia del mundo. «Es éste el motivo por el cual, al desarrollar mi teoría, me sirvo de este país como principal fuente de ejemplos. Pero si el lector alemán se encogiera farisaicamente de hombros ante la situación de los trabajadores industriales o agrícolas ingleses, o si se consolara con la idea optimista de que en Alemana las cosas distan aún de haberse deteriorado tanto, me vería obligado a advertirle: De te fabula narratur![¡A ti se refiere la historia!]… El país industrialmente más desarrollado no hace sino mostrar al menos el desarrollado de la imagen de su propio futuro» (Karl Marx,El Capital. Crítica de la economía política,Libro I: El proceso de producción del capital, Traducción de Pedro Scaron, Biblioteca de los grandes pensadores, Barcelona 2003, pág.6).
Así pues, si París era considerada como «la capital de la revolución europea», Londres era «la metrópolis del mercado mundial». Tras las guerras napoleónicas Londres se iría transformando en el centro comercial y financiero del mundo, y la armada británica la primera fuerza que, incontestablemente, «reinaba en los mares». Mientras que en el continente europeo el Imperio Británico hacía lo posible, que era bastante, por mantener el equilibrio de poder; aunque no su control, ya que la estabilidad de Europa era fundamental para la perseverancia de la hegemonía británica y de hecho la inestabilidad del continente con las dos guerras mundiales supuso el fin del Imperio Británico.
La permanencia vitalicia de Marx en Londres se debía a la tolerancia del Gobierno inglés con los revolucionarios, ya que era liberal con los refugiados políticos, siempre y cuando el comportamiento de éstos fuese correcto y no llamase la atención, ya que en Inglaterra el capitalismo era estable y no había ningún síntoma de revolución a la vista, situación que desmoralizaba a los revolucionarios exiliados allí: de ahí la tolerancia del Gobierno (como dice Gustavo Bueno, la tolerancia es el desprecio).
A principios de 1849 la Nueva Gaceta Renanaesperaba una insurrección del proletariado en Inglaterra, lo que desencadenaría una guerra mundial: «Ese país que convierte en proletarios suyos a naciones enteras, que abraza el mundo todo con sus ejércitos gigantescos, que ya una vez pagó de su bolsillo los gastos de la restauración europea, el país en cuyo seno más se han agudizado los antagonismos de clase, en que estos antagonismos revisten la forma más acusada y escandalosa del mundo: Inglaterra, parece la roca contra la que se estrellan los embates revolucionarios, en cuya matriz palpita ya la sociedad nueva. Inglaterra domina el mercado mundial. Una conmoción que sólo subvierta las condiciones económicas de un país del continente europeo, y aun el continente entero, sin comunicarse a Inglaterra, es una tempestad en un vaso de agua. Las condiciones industriales y comerciales que rigen dentro de las fronteras de la nación, hállanse informadas por sus relaciones con otros países, por su conexión con el mercado mundial Ahora bien, el mercado mundial se halla bajo la hegemonía de Inglaterra, y en Inglaterra gobierna la burguesía» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 193).
De modo que cualquier revolución en Francia chocaría con la hegemonía comercial e industrial del Imperio Británico, el cual sólo podría ser derrotado con una guerra mundial que implicaría una revolución mundial en el que el partido cartista, el partido obrero organizado de Inglaterra, tomase las medidas revolucionarias para derrocar violentamente a su gigantesco opresor. «Sólo un movimiento que coloque a los cartistas al frente del gobierno inglés, hará salir a la revolución social del reino de la utopía para traerla al terreno de la realidad» (Mehring, Carlos Marx, pág. 193).
Durante los primeros años en Londres Marx se dedicó a reflexionar sobre la revolución parisina y a no entrometerse directamente en política. Como se ha dicho, «Marx y Engels vivieron alejados, durante largos periodos, de la política “práctica”, enfrascados en trabajos teóricos fundamentales y conformándose con “interpretar” los acontecimientos; en cierto sentido, fueron “marginados”. No fueron ellos, sino Lasalle, quien encabezó el primer movimiento socialista de masas en Alemania; y su influencia en el movimiento obrero británico fue remota y menos que superficial. Marx y Engels no tomaron tan al pie de la letra su propio postulado sobre la “unidad de la teoría y la práctica” como para sentirse obligados a enfrascarse en la actividad política formal en todo momento. Cuando no tuvieron la oportunidad de construir su partido y luchar por el poder, se retiraron a la esfera de las ideas. El trabajo que realizaron allí tuvo históricamente, pero no inmediatamente, la mayor importancia práctica, pues, saturado como estaba de ricas experiencias en la lucha social, fue un indicador de la acción futura» (Isaac Deutscher, Trotsky. El profeta desterrado, Traducción de José Luis González, Ediciones Era, México D.F 1969, págs.241-242).