Meditación sobre el Justicialismo agonizante

Meditación sobre el Justicialismo agonizante. Diego Chiaramoni

¿Se debe obediencia a los indignos? Meditación sobre el Justicialismo agonizante

Aflojo mis manos ante este papel en blanco para hacer verbo mi pensamiento sobre un tema polémico. Y digo “polémico” sin buscar otro adjetivo, pues mi breve meditación tocará uno de los nervios de la política: la relación obediencia-autoridad. El trasfondo de mi cavilación será la coyuntura político-existencial del pueblo argentino, aunque por temática y profundidad, justifica su extensión a otras naciones hermanas. 

Dos términos que nos llegan del derecho romano y que fueron cemento de cohesión para la vida civil, pueden orientar esta meditación. Los términos a los que me refiero son: potestas y auctoritas.  

Potestas evoca la fuerza que surge de la legitimidad otorgada por la sociedad civil y que se traduce en el poder que se posee por el hecho de ostentar un cargo. Dicho poder, posee la extensión temporal del cargo que se ostenta. 

Auctoritas, por su parte, dice relación a ciertas características éticas e intelectuales por las cuales una persona sobresale del resto. En este sentido, se dice que la autoridad brota, emerge de la persona. La verdadera autoridad no se impone, surge y se instaura en el entorno humano. 

El filósofo alemán Max Scheler, cita recurrente en mis artículos por sus geniales intuiciones fenomenológicas, distingue entre modelos jefes. Escribe Scheler:

“La influencia del jefe se desarrolla en el dominio público amplio y visible, en el tumultuoso mercado de la llamada historia; la influencia del modelo, en cambio, es oscura, secreta. El modelo yace, opera y transforma en la profundidad del alma de cada hombre y de cada grupo humano”.[1]

La auctoritas tal como quedó definida, establece entonces una íntima solidaridad con la idea de modelo. Si la autoridad brota de la persona, su fuerza gravitacional atrae, simplemente, porque como solía decir el Cardenal Newman: “Cor ad cor loquitur”, el corazón habla al corazón. 

Sobre la naturaleza de los jefes y los modelos, el filósofo muniqués establece 4 características:

  1. Mientras entre el jefe y el súbdito existe una mutua relación consiente, no necesariamente ocurre lo mismo entre el modelo y su imitador. Una persona que es modelo de otra, puede no saber el impacto de su ejemplo, es más, puede no desearlo. Por su parte, el jefe debe saber que es jefe y querer serlo.
  2. La relación entre modelo e imitador es “ideal” y, justamente por su función arquetípica, puede trascender el espacio y el tiempo. En cambio, la relación entre jefes y seguidores es real, o como sostiene Scheler, sociológica. Puede ser modelo un personaje histórico: Sócrates, Jesucristo o Kierkegaard; o bien, un personaje de ficción: el Quijote de la Mancha, Aliosha Karamázov o Adán Buenosayres. El jefe que guía, en cambio, debe estar presente aquí y ahora. 
  3. En tercer lugar, el concepto de jefe, en tanto concepto sociológico general, no implica un valor, es orgánico, pues a semejanza de todo proceso vital, existe una jerarquía de órganos y funciones. Por esta razón, al no poseer el jefe ninguna significación valorativa, éste puede ser un guía en el orden del bien común, un demagogo o un infame. El modelo implica necesariamente un concepto de valor.  “Un modelo –apunta Scheler– podría ser (objetivamente) malo, pero en la intención no lo es jamás”.[2]
  4. Por último, los jefes exigen acciones, resultados, conductas. El modelo en cambio, propone un modo de ser, “una forma del alma” dice Scheler.

Autoridad y poder nos ponen en estricta relación con el tema de la obediencia, ultimo concepto propedéutico para acometer el corazón de esta meditación y desde allí su desenlace. 

El término obediencia proviene del latín oboedire, formado por el prefijo ob: adelante y audire, que hace referencia a la acción de escuchar. Obediencia entonces apunta a escuchar a quien está delante. Como virtud, apunta a un saber escuchar. 

En la Cuestión 104 de la Suma Teológica, Tomás de Aquino medita sobre el tema de la obediencia. Allí aborda dos preguntas esenciales: 1. ¿Debe un hombre obedecer a otro? 2. ¿Están obligados los súbditos a obedecer en todo a sus superiores?Para dar cuenta del primer interrogante, el Doctor Angélico acude al mismo orden natural:

“[…]así como en virtud del mismo orden natural establecido por Dios los seres naturales inferiores se someten necesariamente a la moción de los superiores, así también en los asuntos humanos, según el orden del derecho natural, los súbditos deben obedecer a los superiores”[3]

A la segunda pregunta, más delicada por su médula ética, responde el Aquinate:

“[…] hay dos razones por las que puede acontecer que el súbdito no esté obligado a obedecer en todo a su superior. Primero, por un precepto de una autoridad mayor. […] Si el emperador manda una cosa y Dios otra, se debe obedecer a éste y no hacer caso de aquel. […] Segundo, el inferior no está obligado a obedecer al superior si le manda algo en lo que el súbdito no depende de él. Y, en efecto, dice Séneca en el III De Benef.: Se equivoca el que cree que la servidumbre afecta al hombre entero. Su parte más noble está exenta. Los cuerpos están sometidos y entregados como esclavos a sus dueños; pero el alma es dueña de sí misma. Por consiguiente, en lo que se refiere a los actos interiores de la voluntad, el hombre no está obligado a obedecer a los hombres, sino sólo a Dios”.[4]

Luego de casi ochenta años de Justicialismo en la Argentina, resulta claro que la crisis de representatividad de sus dirigentes, se torna cada vez más notoria y más acuciante. Si bien la doctrina es una (y parece dormir hace tiempo el sueño de los justos), los rostros que ha asumido el Justicialismo a través de sus dirigentes ha sido variopinto y decadente. La decadencia guarda una íntima ley: siempre se puede ser más decadente. En el nuevo milenio, luego de una incipiente primavera que, a mi juicio, fue más ideológica que doctrinal, la Argentina se encuentra atrapada entre el cipayismo histórico, aquel que sentado en el Puerto de Buenos Aires sigue mirando al extranjero como modelo, es decir, ese empecinamiento en querer ser lo que no se es por naturaleza, y por otro lado, un rejunte impresentable de monigotes progresistas que no solo se adueñaron de los sellos y los símbolos del Justicialismo, sino que ante el vacío moral de su núcleo histórico, han puesto a ese Justicialismo al borde de la desaparición. 

En el año 1951, desde los balcones de la Casa Rosada, el General Juan D. Perón anunciaba al Pueblo Argentino, ese vademécum doctrinal que tomó el nombre de “20 verdades Justicialistas”. Si bien se intuye una armónica solidaridad entre ellas, existen algunas que se complementan y se aclaran entre sí. Tal es el caso de la segunda, la tercera y la séptima de esas verdades. Estos tres mojones, se erigen como la clave de bóveda para la meditación que aquí intento plasmar. Recordemos entonces aquellas verdades: 

Verdad N° 2: “El peronismo es esencialmente popular. Todo círculo político es antipopular y, por lo tanto, no es peronista”.  

Verdad N° 3: “El peronismo trabaja para el movimiento. El que en su nombre sirve a un círculo, o a un caudillo, lo es solo de nombre”.

Verdad N° 7: “Ningún peronista debe sentirse más de lo que es ni menos de lo que debe ser. Cuando un peronista comienza a sentirse más de lo que es, empieza a convertirse en oligarca”. 

La idea es clara: quien se encierra en su gheto y desde allí concibe, ejecuta y justifica sus acciones, marcha de espaldas al Movimiento Nacional. Y destaco, “Movimiento” y no “Partido”, el partido es un mero instrumento, nada más. Los círculos políticos poseen espíritu de logia, no de pueblo y las logias caminan en dirección contraria al bien común. Hace unos años, una figura emergente en la política argentina, mujer ella, comenzó a eclipsar inteligencias y a doblegar voluntades. El decurso de su gestión, tanto en el ejercicio del poder como fuera de él, ha sido y aun es, una oda al narcisismo. Su trono es homologado por oscuros resortes del poder, por una corte de focas aplaudidoras y una porción de hermanos que han recibido ciertos bienes materiales (no se niegan) a cambio de su propia cautividad. Hace unos años, en un diálogo informal con una alumna me animé a sentenciar: “Recuerde lo que le digo hoy: esta señora que usted idolatra, terminará firmando la partida de defunción del Justicialismo”. Los tiempos actuales marcan que aquella sentencia tenía cierto valor profético.

La Argentina es de todos los argentinos y no de ese “círculo” erigido en iluminado y redentor. La vocación del dirigente no es la imposición sino la persuasión, concepto repetido ad nauseam por el mismo Gral. Perón. Don Leopoldo Marechal lo ha dicho bellamente, la vocación del conductor es la de transformar una masa numeral en un pueblo esencial

El Justicialismo siempre ha bregado por un ethos nacional, pero refractariamente, este círculo que ha usurpado la matriz del Justicialismo, ha devenido profundamente esquizoide. Por un lado, se asume nacional y popular en lo político, por otro, se excita con las minorías y las elites que leen autores franceses. Se llena la boca hablando de la Patria Grande y su elemento nativo, pero impone las leyes morales de la Europa decadente. Le sustrae a Eva Perón su rigorismo espiritual y la viste de casquivana abortista. Habla de soberanía, pero sus miembros son alumnos aplicados de la agenda globalista. Este círculo posee sus punteros para la “rosca” y sus intelectuales para la justificación ideológica. 

En el año 2018, un hombre de las filas del Justicialismo histórico, hombre que puso cabeza y cuerpo en la prosecución de sus ideas, Jorge Rulli, publicó en un matutino argentino una durísima carta a Horacio González, uno de aquellos intelectuales que respaldaron incondicionalmente a la ex presidente. González ha sido cabeza eminente del Grupollamado “Carta Abierta”, hombre de larga trayectoria docente y ex Director de la Biblioteca Nacional. En la mencionada publicación, escribía Rulli:

“[…] el peronismo era la rebeldía, y en esas luchas por la autonomía de los pueblos y por la patria, la militancia era un sacerdocio. Ustedes fueron apenas progresistas, modernizantes tardíos que fragmentaron los tiempos históricos del peronismo […] Ustedes fueron el residuo de la revolución cubana fracasada, los que no se atrevieron a subir al monte con el Che y prefirieron convertirlo en camiseta”. [5]

Esta desnaturalización del Justicialismo se patenta en el presente con la última jugada de la “Jefa” (el peronismo ha tenido solamente dos jefes, Perón y Evita): la imposición de una figura presidencial que se asemeja más a un tío rockero y nostálgico que a un conductor, pero que, sin embargo, ostenta la presidencia no solo de la Nación Argentina sino del Partido Justicialista. Aquí viene entonces la pregunta nodal de esta meditación: ¿Se debe obedecer a los indignos? ¿Basta la organicidad y la verticalidad de un partido político para homologar cualquier nombre? Sostengo y reafirmo: el problema no es el enemigo visible, pues uno puede individualizarlo, está allí, no se camufla, se sabe quién es. El problema grave es el enemigo dentro de casa, pero con barniz de amigo. A un tipo que cita más a Spinetta, a Fito Páez y a Lito Nebbia que a Perón; a un hombre que dice con orgullo haber sido fraguado más por la cultura hippie que por las 20 verdades justicialistas, en fin, a un dirigente que nunca escondió su amor incondicional al liberalismo de izquierda y a la socialdemocracia, que siempre fue claro en su posición genuflexa frente a la agenda moral progresista, pregunto: ¿se lo vota por obediencia? La respuesta cae de madura: No, por verticalidad ni por la indignidad desde donde emana la orden. 

Se trata del viejo problema de los ídolos. El ídolo es la contrafigura del ícono. El ícono es modelo, cristal limpio que revela y permite ver más allá. El ídolo, clausura la mirada y subsume bajo su propio poder. No se debe obedecer a los indignos, el gordo Chesterton lo vio claramente: “Una sana intolerancia es el único modo con que un hombre puede combatir una tendencia”.


[1]M. Scheler. El santo, el genio, el héroe. Ed. Nova. Buenos Aires, 1971: p. 12.

[2]Ibídem: p. 17.

[3]S. Tomas de Aquino. Suma Teológica. II-II, q. 104.

[4]Ibídem.

[5]J. Rulli. Carta abierta a un miembro de Carta Abierta. Infobae, octubre 9 de 2018.

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