(Once veces NO al Nuevo Orden Moral – 02)
Decía Emil Cioran —y si Cioran lo decía debe de ser cierto—, que los suicidas prefiguran los destinos lejanos de la humanidad. Claro que aquella lejanía temporal de la catástrofe se auguraba hace cincuenta años. Algo hemos avanzado. Como primer anuncio del fin —entiéndase, el fin de la democracia y el bienestar tal como los hemos conocido en occidente—, avistamos la renuncia de los gobiernos nacionales a ejercer como lo que supuestamente son, gobiernos, para convertirse en técnicos empleados del ordenamiento mundial globalizado. El principio de soberanía nacional, intocable, irrenunciable hasta hace un par de décadas, se ha convertido, en aras del nuevo paradigma autodestructivo —suicida— de occidente, en un detalle burocrático-administrativo que puede preservarse en algunas ocasiones, las menos graves, en tanto que en escenarios complejos que requieren respuestas efectivas, dicho principio de soberanía se presenta a la población como no operativo, inútil para la defensa de los intereses comunes y, en suma, como un obstáculo para hacer frente a los grandes retos de nuestro tiempo.
De tal forma, las oligarquías mundialistas se ocupan permanentemente de generar estados de alarma, problemas característicos de “un mundo global” que exigen la renuncia a la soberanía de los Estados —es decir, de la ciudadanía— para entregar la capacidad decisoria a instancias supranacionales que gestionarán cada emergencia conforme al criterio de “los expertos”, “la ciencia” o los políticos instalados en la cúspide ejecutiva internacional, tan ajenos al bien cotidiano de sus administrados como a cualquier intención de velar por él. Pandemias, guerras, aluviones migratorios, desastres climáticos, crisis financieras y energéticas, escasez de materias básicas, auge de los populismos y de “la extrema derecha”, terrorismo de todo pelaje… La Nueva Clase Dominante Mundial se ha especializado en crear un estado de permanente ansiedad entre la población, una sensación perpetua de inminente calamidad, la ruina de la civilización y del planeta a menos que se les haga caso y se sigan ciegamente sus directrices, se les obedezca y se normalice la renuncia a ser propietarios de nuestro destino en la historia a cambio de sentirnos seguros, en sus manos. Ese era el plan desde hace mucho tiempo. Paulatinamente, implacablemente, lo van cumpliendo.
Al ciudadano normal y corriente —hablo siempre de nuestro entorno civilizacional y cultural—, se le ha convencido de que las libertades individuales, el derecho a la privacidad, la equidad en la relación con el Estado e incluso el derecho al propio cuerpo y a gestionar nuestra salud como mejor nos parezca son auténticas rémoras para la buena administración del bien común. Que un policía local pueda exigir un certificado de vacunación a cualquier ciudadano para dejarle entrar en un edificio público es una aberración tan mayúscula como que un vecino pueda grabar con el móvil y denunciar al de enfrente por pasear al perro pasadas las diez de la noche. Ambos casos reales, sin embargo, nos parecen lógicos —de una lógica atroz— en un mundo donde la libertad y la dignidad, el orgullo de ser ciudadanos de pleno derecho, ya no significan nada, no son nada comparados con las atribuciones exorbitantes auto-atribuidas por el poder bajo la excusa de cuidar por el beneficio de la mayoría. A mayores, los casos de intromisión antes expuestos, por escandalosos que parezcan, resultan inanes, casi una anécdota al lado del grueso del intervencionismo despótico en niveles de mayor rango: la economía, la geopolítica, el uso estratégico de la energía, las políticas sanitarias mundializadas, las relaciones interpersonales, las sucesivas adaptaciones de las leyes al perfil delictivo de los privilegiados impunes, la educación…
Bajo tales condiciones, ¿qué sentido tiene suponernos aún ciudadanos libres, con derecho a elegir a nuestros gobernantes y pedirles cuentas de su gestión? No y de ninguna manera: no elegimos a quienes nos gobiernan sino a quienes han de gestionar la aplicación inmisericorde del trazado a largo recorrido, definido por las élites y que prefigura un destino sin rostro y sin alma para el grueso de la infantería humana.
Al tiempo: llegarán nuevas pandemias, nuevos cataclismos ecoambientales, nuevas guerras y migraciones sin fin, nuevos repuntes del terrorismo islámico y de cualquier otro origen, nuevas profecías sobre el agotamiento de los recursos energéticos, el calentamiento global, el fin del mundo… Y cuando vayamos a votar lo haremos con el temblor acucioso de quien busca con urgencia no a quien pueda despertarnos de la pesadilla sino a quien esté capacitado para negociar con los monstruos una rendición más o menos aceptable. En la lucha contra la adversidad ya no anhelamos vencer sino merecer una capitulación que nos haga sufrir lo menos posible. Hemos normalizado no llegar a fin de mes, pasar frío en invierno o pagar unas facturas de luz/gas astronómicas —quien aún pueda—, las estanterías medio vacías en los supermercados, las pensiones de miseria y los salarios de gleva, las puertas cerradas de los centros de salud, las listas de espera intolerables para cualquier gestión administrativa, la prohibición de circular en vehículos automóviles por el centro de los ciudades a menos que se pague el correspondiente portazgo “ecológico”… Hemos normalizado la aceptación de unas sociedades tumultuosas, sin fundamento en la historia y sin proyecto común de futuro, en las que cada particularidad sobrevive como puede en tanto que la colectividad aspira al bálsamo del Estado como único remedio. Y a todas esas normalidades y otras muchas que nos conducen a la nada feliz del pordiosero agradecido llaman “progreso” las élites que nos mandan y también las que nos gobiernan. Sí, en efecto: los suicidas prefiguran los destinos lejanos de la humanidad. Aunque, seamos optimistas bien informados por una vez: no tan lejanos.