Irene Montero ha conseguido multiplicar su patrimonio desde su llegada a la política, pasando de los 6.823 euros en 2016 a 629.969 euros en 2021. No es una excepción entre los altos cargos de Podemos, que se han enriquecido con una rapidez como no se veía desde la época del “pelotazo” de Solchaga. Ya sabemos que a los comunistas siempre se les ha dado muy bien eso de redistribuir las propiedades. Desde Maduro, pasando por Fidel Castro o terminando por Kim Jong Un, a ningún líder del socialismo real se le ha ocurrido repartir de lo suyo, de lo de su familia o lo de sus colaboradores, siempre han vivido en la opulencia repartiendo lo de los demás. Lo mismo ocurre con los progresistas democráticos de cualquier signo, desde intelectuales como Habermas, propagandistas como Chomsky, economistas como Klaus Schwab, empresarios como Larry Fink o políticos como Hillary Clinton o el nuevo canciller alemán Olaf Scholz, que siempre han contado por detrás con el aval del “dinero”.
Dice el Manifiesto Comunista: “Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otra franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna”. Efectivamente, por una vez daremos la razón a Marx y Engels, son los patricios de Podemos, son Pablo Iglesias, Irene Montero, la Belarra y toda la corte de enchufados sin oficio ni beneficio que han colocado sin ningún rubor por los ministerios, los más acérrimos enemigos de la clase trabajadora y ahorradora española. Esta clase de privilegiados “progresistas” basa su poder opresor en la creación de una sociedad llena de minorías y parásitos sociales que viven a cuenta de la mayoría (la clase media), para tejer en torno a ellos las redes clientelares que les mantienen en la poltrona.
Marx predijo que el resultado de las intensas luchas de clases en Europa y en las sociedades más avanzadas del capitalismo, conduciría a un inevitable enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado. Sabemos que sus predicciones nunca se cumplieron. Pero se le sigue teniendo como referente entre una amplia mayoría de los pensadores occidentales, pese a que lo único que realmente hizo fue denunciar la organización económica injusta de la revolución industrial inglesa y deducir erróneamente que dentro de aquella estructura económica capitalista estaban operando unas constantes que acabarían por destruirla.
Las relaciones entre explotados y explotadores no giran hoy en día en torno al capital, como se empecinan en predicarnos desde la izquierda postmarxista, ni la solución está en “repartir” la riqueza, ya sea por la brutal vía confiscatoria del comunismo clásico o la más sutil de los impuestos cada día mayores, con la disculpa del auxilio público, que defienden los Thomas Piketty tan de moda hoy en día. Son las elites privilegiadas, económicas, sí, pero también políticas y culturales las que ocupan la posición de explotadores en este sistema y es este el auténtico enemigo a batir por el pueblo. No se trata sólo de aquellos que utilizan estandartes “progresistas” como tapadera para hacerse ricos o conseguir protagonismo, como nuestro exjuez delincuente Baltasar Garzón. No es un fenómeno puntual o coyuntural, es algo sistémico. Los valores caducados a que apelan desde la izquierda, no hacen más que actuar como el “opio del pueblo” alienante y narcotizador de la reacción popular contra las elites que trafican con nuestro bienestar. Representan un fraude político para millones de electores.
A los efectos de nuestro presente, mientras la clase trabajadora y ahorradora no sea consciente de la nueva alianza forjada entre las elites económicas, capitalistas, y las elites políticas y culturales, socialistas, todo vaivén electoral será estéril. No hay regeneración posible sin librarse de ellos.