Los medios del sistema y los políticos agendarios llaman “outsiders” a los que se salen de la norma prevista, los refractarios al nuevo orden moral, los que no transigen con la ideología de género, con el colectivismo salvaje, la virtud de la pobreza programada desde las cúspides del globalismo y la intervención del Estado en todas y cada una de las facetas de la vida cotidiana: el colegio en el que tienen que estudiar nuestros hijos y las materias ético-sexuales obligatorias para su debida instrucción, lo que debemos comer, lo que es lícito consumir y en qué cantidad, cómo tenemos que hablar y cómo organizar el cubo de la basura para que no se quiebre la cadena de reciclaje. El outsider siempre se presenta como un tipo estrafalario, medio aventado, demagógico, en exceso perifrástico, de propuestas caprichosas y por lo general inclinado a la extrema derecha. Esa es la teoría. La teoría oficial del pensamiento oficial, se entiende. La verdad es que los señalados como outsiders siempre me han parecido gente normal que propone cosas normales, como por ejemplo Bukele, presidente de El Salvador, un tipo que se ha empeñado en algo tan estrambótico como meter a los criminales en la cárcel. Dicen los biempensantes que esta obsesión legalista agrede a los derechos humanos porque las condiciones carcelarias en El Salvador son inaceptables, vaya por Dios, como si la calidad de vida de los presos en cualquier país de América —incluyo los Estados Unidos— fuese un ideal o por lo menos algo parecido a un confinamiento digno. El pensamiento Alicia es así, qué le vamos a hacer.
Llaman outsider a la italiana Giorgia Meloni porque, al parecer, el electorado italiano estaba un poco harto de que su país fuese una especie de desembarcadero sin límites para la inmigración ilegal, tierra de promisión ofrecida a miles y miles de desgraciados por las mafias dedicadas al tráfico de personas y puerta de entrada a una Europa que, les decían, iba a recibirlos con los brazos abiertos; y como los votantes estaban cansados de aquellos desatinos decidieron convertir a Meloni en presidente del país, con gran disgusto de los demócratas izquierdistas de toda la vida. Keep calm.
Otro outsider de éxito en todos los sentidos es el inefable Milei, que ha hecho fama de loco porque pretende reducir drásticamente el gasto colosal que supone mantener un Estado plenipotenciario en una nación como la Argentina, con una inflación del 190%, unos niveles de paro juvenil próximo al 90%, veinte millones de pobres y diez millones de indigentes, cifras que no han sido óbice para que las élites peronistas, kirchneristas y socialistas, flor y nata de la nación, se apalancasen en el poder y hayan extraído los jugos del Estado con una alegría rayana en la euforia. No es para menos. Y otro más que se me viene a la cabeza, o mejor dicho, otros: los chicos de Vox en España, los más conocidos, Abascal, Buxadé, Monasterio, Garriga y demás de la banda, una gente tan irresponsable y tan atrabiliaria que pretenden, nada menos, que la Constitución se cumpla a rajatabla, que los jueces y tribunales apliquen la ley y los delincuentes cumplan las sentencias. Algo inaceptable para nuestra izquierda pueral, siempre en debate sobre lo justo y lo legítimo, lo que manda la ley y lo que pide la conciencia, que suele ser, por lo general, pasarse la ley por el forro. Ya lo dijo el entrañable Rufián hace unos meses: “Necesitamos una izquierda valiente y una derecha tolerante”; o sea, una izquierda que haga lo que le dé la gana y una derecha que no replique porque si levanta la voz y se queja, o exige que se cumpla la ley, entonces: outsiders.
Así funciona para muchos este negocio de la tolerancia. Usted puede pensar como quiera y creer lo que le apetezca, pero si no se ajusta al ideario progre obligatorio no se le ocurra intentar llevar a la práctica sus convicciones, pues será descalificado de inmediato. Pongamos por caso que usted es católico de formación y honda certidumbre; muy bien, es usted muy dueño, pero como se demuestre que usted cumple la doctrina y normas de vida emanadas de la misma, será catalogado con el enojoso epíteto de “ultracatólico”. O sea y para no meterse en líos: sea usted católico pero no practique. No se manifieste en contra del aborto como derecho de uso común y cotidiano, no exprese sus dudas sobre la indisolubidad del sacramento del matrimonio y no exprese su rechazo a la eutanasia porque el único muerto que resultará de ese lío —me refiero a la muerte civil del afectado— será usted mismo. Si, como un servidor, usted no profesa creencias religiosas pero mantiene la necesidad del valor de lo sagrado como elemento fundamental en el ideario colectivo de cualquier civilización, será casi peor: lo inscribirán por fuerza en la lista de indeseables, los outsiders, los chalados, los pirómanos reaccionarios. Cuidado, sí, porque esta gente, en materia de religión y otras nociones sobre lo trascendente, el único rito con el que están de acuerdo es el de comulgar con ruedas de molino. Concretamente, con las suyas.
Ya saben, las personas nacen sin género, hay que comprarse un coche eléctrico y comer insectos para salvar el planeta, las mujeres trans menstrúan, necesitamos millones de musulmanes en Europa para resolver nuestra crisis de natalidad, un beso robado merece la cárcel del transgresor pero una violación grupal por inmigrantes sin papeles es un fallo de toda la sociedad y el que lo niegue es xenófobo y racista, y etcétera y etcétera. Eso sí, no se le ocurra pedir que se cumplan las sentencias del tribunal supremo, que la bandera de España ondee en los lugares señalados por la ley o que el gobierno destine a la investigación de la ELA el mismo dinero que gasta en financiar películas en lenguas vernáculas; eso son cosas de despistados delirantes, de gente desnortada, conspiranoicos y fascistas. Cosas de outsiders.