Reconsideración del supermercado

Reconsideración del supermercado. José Vicente Pascual

En los años ochenta y noventa del siglo pasado el supermercado era un sitio casi perfecto para ligar, indicado sobre todo para divorciados y solterones torpes o poco duchos en la materia —o sea, torpes—. No olvido que el escenario número uno, top absoluto en lo que al propósito concierne, era el gimnasio; pero también recuerdo que en dicho espacio había una competencia brutal, se sudaba en exceso y encima la mayoría de los cuerpos allí rampantes parecía inaccesibles a cualquier mortal normalucho, con su tripita y sus hombros caídos y sus bíceps esmirriados. El súper, por el contrario, se mostraba campo neutral en cuanto a exigencias anatómicas, lejos de la tiranía del body building, un territorio amable para cenceños, gafotas y excedidos de peso en el que contaba más saber de sopas de sobre y alimentación saludable que la presencia física. Si además contabas tu vida con gracia y eras capaz de hacer sonreír a alguien en el trayecto hasta la caja, era posible que ese alguien acabase jugando al tute con el cliente solitario.

Después pasó el tiempo, ya saben: la vida y todo eso. Ahora me fijo más en las dinámicas sociales del hipermercado que en la posibilidad de socialización. Me cautiva y al mismo tiempo me inquieta, por ejemplo, la presencia abrumadora de la tercera edad a partir del veinticuatro de cada mes, que es día de cobro para jubiletas —colectivo en el que me integro aunque poco me identifico con sus maneras y ajetreos—. Da una especial ternura ver a antiguos matrimonios, con más ayer a cuestas y más años compartidos que la Sagrada Familia y las grúas, haciendo la compra del mes, llenado los carros con una intendencia doméstica que habla de las posibilidades y los límites de sus economías. Resulta conmovedor verlos plantados ante los expositores, calculando si les llega el presupuesto, cuánto de cada cosa pueden permitirse y qué renuncias pequeñas deberán asumir si al final deciden llevarse aquello que les llama y les hace dudar. Como la gente mayor suele ser minuciosa, incluso he visto a matrimonios deambular calculadora en mano, haciendo cuentas sobre la marcha. Y este era el punto al que quería llegar, no crean que hoy me ha dado un ataque de melancolía o de cristiana compasión. Sigo en la contemporaneidad y en la ventanilla de reclamaciones porque el recorrido indeciso de los pensionistas por el supermercado expone a la perfección la malaventura que para casi todo el mundo supone en estos tiempos hacer la compra. No voy a hablar de precios porque a estas alturas resulta inútil, nos hemos acostumbrado a que el litro de aceite cueste diez euros y un pollo sin despiezar cinco del ala y no hay otro remedio. Ahora la gente ya no se pierde por los pasillos del supermercado buscando delicadezas para montar un banquete con los amigos, un buen vino para degustarlo mientras ven en casa su serie favorita o leen el último libro capaz de encandilarles; mucho menos transita el personal los civilizados oasis del consumo en busca de súbitas amistades que a lo mejor van a más. El súper ha perdido su potencial sugestivo en torno al pequeño afán de mejorar algo nuestras vidas —aunque sea muy poco—, para establecerse rotundo y sin tregua como representación implacable del mercado; también como metáfora sombría acerca del sentido último del ser social en tiempos de colectivización salvaje: buscar, renunciar, consumir lo posible, ir hacia la caja como los ríos van al mar, temiendo lo peor, morir en el convencimiento de que el destino se burla de nosotros al tiempo que nos saquea el bolsillo. Alguien, desde luego, nos saquea; no necesariamente los dueños del súper, no necesariamente los distribuidores de alimentos ni las empresas del gremio ni mucho menos los productores de primera mano. Alguien nos saquea y hace algo peor: quitarnos la ilusión por sencillas satisfacciones, el pequeño lujo que procura un salario bien ganado cuando esperamos que sea bien gastado, convirtiendo la compra de la semana, del mes, de la navidad o las vacaciones en un mal rato porque el que tiene paga de más y eso siempre fastidia; y el que no tiene paga con frustración y algo muy íntimo de rencor, cierta amargura invisible que los dueños del mundo conjuran, al menos lo intentan, con su permanente apología de la pobreza y la precariedad, con su llamado ideológico a la superior virtud del “Nada tendrás y serás feliz”.

Los clásicos del marxismo sostenían que el sobrevalor de la mercancía implica la alienación del consumo, aquella obsesión desarrollista por comprar cosas cuando se podían adquirir con dinero contante. Aplicada la teoría a la vida cotidiana, hay dos caminos de santidad ortodoxa en la doctrina: las estanterías vacías en los países que disfrutan en directo del socialismo redentor y, por otra parte y en otros lugares, las estanterías llenas porque agotarlas cuesta demasiado y no quedan al alcance del vulgo. La solución a este último contratiempo también se presenta teórica: convencer a los afectados de que no comprar es prácticamente disruptivo, como negarse a participar y ser cómplices de la vorágine del sistema. O sea: ante el pecado de no poder comprar uvas, salir contentos del súper porque “estaban verdes”. Y así va funcionándoles el negocio, pues, no olvidemos: el aceite cuesta diez euros el litro por la guerra de Ucrania y por el cambio climático. Y el que no diga amén, ya se sabe: o fascista o nostálgico de aquellos tiempos en que incluso se podía ligar en el supermercado, habrase visto…

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