La metarealidad funciona así. Lo importante no es lo que sucede sino cómo se cuenta. Y lo que hoy día cuenta no es lo efectivo, ya saben, al pan pan y al vino vino, sino las ideas embutidas en el imaginario común sobre la relevancia de cualquier fenómeno, su representación sublimada y pasada por el filtro ideológico, aunque no haya punto de coherencia ni siquiera relación con las verdaderas circunstancias que lo generaron y a pesar de que las consecuencias, del cambalache, por lo general, son desastrosas.
Pensará el sufrido lector que una sociedad instalada en el poder de la representación y no en la realidad —en la verdad—, es algo enfermo, cuanto menos enfermizo, y no le faltará razón. Pero el cuento resulta muy útil a los que mandan, lo cual justifica todo lo demás. Sobran razones. Si alguien decía que la libertad del individuo consiste en la percepción que cada uno tiene de su propia seguridad, es posible, verosímil en este ecosistema ficcionario, suponer que el bienestar, la justicia, la equidad y la legitimidad respecto a asuntos concretos se corresponden con la idea que el público se haya hecho del mismo. El relato impone su ley aplastante frente a la pura observación; la explicación apabulla a los hechos; la interpretación convierte el suceso en anécdota.
Con perdón por estos dos párrafos introductorios —también tiene uno del derecho a desahogarse—, vamos a lo que interesa: el relato de la pandemia y cómo vamos muriendo tan conformes, cómo nos van convirtiendo poco a poco, con parsimonia de virus mortal, en un rejuntado de personas acobardadas que suplican cada día ese relato benévolo sobre sus posibilidades de superar la catástrofe. No es vano recordarlo a estas alturas, cuando tras casi dos años de medidas extremas (confinamientos, supresión de derechos fundamentales, toques de queda, limitación de movilidad, multas por pisar la calle, vacunación experimental masiva…), nos encontramos en el mismo punto de hace trece meses, con una incidencia de 175 contagios por 100.000 habitantes, mientras que las autoridades se plantean, naturalmente, volver a las medidas duras del manual sobre sanidad de guerra. Como en el viejo chiste, nos encontrábamos a un paso del abismo y hemos avanzado con determinación. El día de la marmota regresa y llegamos con más ganas que nunca a ese “otra vez ayer” que nos convierte en ciudadanos sin esperanza y gentes de familia con mal humor y la luz sin pagar.
Aunque esto no es lo que nos contaron al principio de la pandemia, creo. El relato era muy distinto. Según aquella historieta, debíamos tomar los confinamientos como un simpático contratiempo que daba lugar a pintorescas anécdotas, risas entre vecinos al aroma de la sopa de sobre, en espera de la milagrosa vacunación que nos libraría de todo mal. Y llegaron las vacunas como llegaban las canciones de Rozalén, y nosotros, sólidos en la obediencia igual que portugueses, fuimos allá, y allá que ahora somos el país del mundo más inoculado. La vacuna era el remedio, nos dijeron. “Hemos vacunado al 80% de la población”, sacaba pecho el gobierno, como si los sáncheces, las monteros y los rufianes hubiesen regalado la vacuna a los españoles y encargado a voluntarios de Greenpeace que nos la administrasen. Como si les debiéramos la vida. Como si tuviésemos que estar agradecidos hasta el día de nuestro funeral. Como si…
Como si fuésemos niños medio lelos que todo lo desconocen y todo les maravilla. Como si ahora, cuando han fallado las previsiones de “recuperar los abrazos” y otras ñoñerías que ilustraban su relato sobre la pandemia, nos viniese de molde otra historia bastante más macabra: “la culpa la tienen los que no se han vacunado”. Esa infamia, esa desvergüenza, ese oportunismo repugnante, es marca diferencial, prenda y orla del discurso oficialista que compran cada día todos los medios afectos al poder, o sea: casi todos. A ninguno le interesa la verdad porque la verdad para ellos es peor que el virus: mata menos y sólo mata la estupidez, el egoísmo y la sumisión con que estamos viviendo esta pesadilla orwelliana.
La verdad es —y era, cuando empezó la fiesta—, que la vacuna sirve para una cosa y solamente para una: evitar que el contagio acabe con ingreso del afectado en la UCI y su posible fallecimiento. No existe el riesgo cero, pero las probabilidades de sufrir una gripe/constipado en vez de neumonía fatal se incrementan espectacularmente en personas vacunadas. Eso está bien. Pero el milagro no da para más.
La verdad es que estar vacunado no evita el contagio, ni mucho menos evita que se contagie a los demás.
La verdad es que al virus le importa un comino si estamos vacunados o no. Sigue saltando de humano en humano y haciendo todo el daño que puede.
La verdad es que muchas empresas de distribución, milagrosamente reconvertidas en distribuidoras de medicamentos a los pocos meses de comenzar la pandemia, se han enriquecido de manera exorbitante con esta campaña de vacunación a la que asistimos con disciplina espartana; y verdad es que esa gente se frota las manos con el regreso de los índices descontrolados de contagios, la tercera dosis y etcétera. Y más verdad es aún que todo este dispendio, este esfuerzo sanitario que nuestros mandamases publicitan como si fuésemos devotos beneficiarios de su ONG, está costando la vida, el aliento y el alma a la economía española y europea. Ya saben quién va a pagar el descosido, no hace falta insistir en algo tan obvio.
Y la última verdad, que no viene a destiempo: la verdad es que estos codiciosos insensatos que nos gobiernan han convencido a la ciudadanía —tan insensata como siempre, me perdonen pero estábamos por decir la verdad—, de que estar todos vacunados conduce a la felicidad del “rebaño”; y los problemas se terminan igual que se apagan las erupciones de los volcanes. Esto último es sarcasmo, no tienen más que observar la marcha de Cumbre Vieja. Y como los problemas derivados de la pandemia iban a extinguirse igual que se apagan los volcanes salidos de madre, hemos recuperado alegremente el verano, las vacaciones, la playa, los viajes, los restaurantes, la faz sin mascarilla, los partidos de fútbol con público a tope, las fiestas patronales y el jolgorio… y al final, ayer hubo casi diez mil casos nuevos y 24 muertes. Suma y sigue.
No pasa nada, sin embargo. Nunca pasa nada. Volverán los abrazos y volverá a reír la primavera. Pasaremos las navidades en familia, seremos felices, tiraremos petardos —bueno, los tirarán los imbéciles de siempre—, y si alguno sale contagiado o muerto, no lo duden: la culpa habrá sido de algún no vacunado que andaba por allí.
Ese es el relato, mucho más importante e infinitamente más decisivo que la realidad. Mucho más grato que la verdad. Si a alguno no le convence, considere que la ficción tiene un remedio impresionante y muy útil: se reescribe y en paz. Si las cosas se tuercen más todavía, no descartemos la necesidad y la bondad de un nuevo relato. Será por relatos…
**Nota bene.- Si alguno o alguna ha notado cierto tono de berrinche en este artículo, le aclaro que lleva razón; es el desconsuelo de quien ha recibido su dosis vacunatoria por TRES veces, y las puñeteras tres veces lo ha pasado peor que un/a ministro/a de sanidad diciendo una verdad. Ya les vale.