Los programas sobre libros emitidos por TVE y conducidos por Fernando Sánchez Dragó en distintos períodos, entre 1979 y 2017 —Encuentros con los libros, Biblioteca Nacional, Negro sobre blanco, Libros con uasabi— en su tiempo hicieron y en la actualidad han hecho por la lectura y divulgación de la obra de escritores valiosos mucho más que todas las ocurrencias de los ticktockers, instagramers, youtubers y demás animosa fauna internáutica dedicada, eso dicen, a los libros; gente invisible entre las miríadas de aspirantes a las glorias de la nada que creen ser, los muy necios, imprescindibles, como que desayunar chocolate y merendar picatostes sin manchar demasiado las portadas de los libros que “reseñan” fuese algo muy importante. Allá cada cual con sus delirios.
Los programas de Dragó tenían dos virtudes: ser verdaderos y mantenerse en el criterio literario, no menos y nada menos. Ni la oportunidad comercial ni el amigueo tenían cabida en aquellos formatos. Probablemente tampoco respondían a un análisis minucioso sobre las tendencias de cada momento y los títulos y autores que mejor las representaban, o en torno a fenómenos editoriales notables aunque no se correspondiesen con grandes éxitos de ventas. Cierto, se echó en falta a más de un autor y más de un título en los programas de Dragó, pero también puede decirse con toda propiedad que ninguno estuvo de más. Y eso, dados los tiempos que corren, es decir mucho en favor de Fernando. Seguro que ante las cámaras comparecían los protagonistas de sus lecturas, los autores que le habían cautivado y los que según su juicio merecían el amable espacio público televisivo. Un escaparate que siempre estuvo abierto a los merecimientos de cada cual, sin cribas ni censuras ni filtros tramados bajo la lupa de la corrección política, la oportunidad mediática o la simpatía ideológica. Él estaba mucho más allá de la castración doctrinaria y el sectarismo canónico, no digamos del santoficio moral que en las últimas décadas ha caído sobre la cultura española. Toda esa broza, para él, era un obstáculo que cercenaba estúpidamente las dos grandes revelaciones de la buena lectura: la emoción y el conocimiento. Para lo demás, mejor ir al cine.
Pero mejor si dejamos los muchos, los pocos, los más y los menos y vamos al núcleo de una trayectoria profesional/literaria admirable. Cabe decir, desde mi modesto punto de vista —¿desde qué otro, si no?— que Fernando ha sido ante todo, por encima de cualquier otro talento de los muchos que cultivó, un inmenso e inteligente lector. Sólo conozco un animal literario más apasionado por libros que Dragó: Borges, quien inmoló la vida y la vista para nutrir el incendio interior en aquella casa suya donde nunca se conoció el silencio. Sólo sé de un lector más metódico y caudaloso: don Ricardo Gullón, quien no contrajo matrimonio porque no encontró la mujer que disfrutase a su lado en la cama, hasta la cinco de la mañana, leyendo. Aparte de los mencionados, queda por saberse de algún lector de la generación de Sánchez Dragó, y de cualquier generación, aproximado a su experiencia. En cierta ocasión alguien dijo que leía mucho porque tenía que aportar contenidos a sus programas de tv; pero otro alguien adujo enseguida que el asunto funcionaba precisamente al revés: leía tanto y tan productivamente que necesitaba espacios en televisión para hacer útil aquel vendaval de erudición, de tal modo que la teoría y la práctica transcendieran a una audiencia que siempre le fue agradecida y, además, encontró en aquellos programas puntos de referencia “fuertes” con los que nutrir sus propios criterios lectores. En tal sentido Dragó fue constantemente un ejemplo de generosidad. Para él, la cultura y la literatura nunca fueron un ejercicio de élites que vierten su saber sobre las masas a medio dormir —tal vez a medio despertar—, y así ilustrarlas con la caridad de la “divulgación”; le repelía el concepto de “divulgación” porque consideraba —no sin razones, no sin profundidad en el acierto— que el ser humano culto no es una excepción construida en los ámbitos académicos y forjada en los talleres de la sapiencia reglada sino que, muy al contrario, el hombre instruido y el ciudadano cultivado son fruto de un devenir socialmente fecundo, un aliento de progreso y dignidad favorecido por los pueblos arraigados en el saber tradicional y decididos a permanecer gallardamente en la historia. Para Sánchez Dragó “lo culto” no es una epopeya personal —no exclusivamente— sino que aparece con pleno sentido en el fondo sustancial de las sociedades, como un brillo que surge del magma indiferenciado de lo colectivo, no como una idea/visión que acude a ese magma para transformarlo. Naturalmente, en consideración a lo anterior, no es de extrañar que el tono y significado —y peor aún, el augurio— de los tiempos que corren, no resultase alentador para Fernando. Pero esa es otra historia, en la que no quiero entrar en este artículo.
Programas sobre libros, espacios televisivos tan inclasificables y divertidos como El mundo por montera, novelas, ensayos —para la historia su Historia mágica de España—, revistas en todos los formatos, incluido el digital de aquella intentona guerrillera que fue La retaguardia; miles de artículos de prensa, conferencias, libros de viajes, polemismo político, dirección de informativos… La presencia de Dragó en todos los ámbitos culturales ha sido portentosa, sobre todo si consideramos que siempre, desde que su figura y personalidad fue conocida por el gran público, navegó en la justa contracorriente del ideario obligatorio de los tiempos: cuando ser comunista era un delito y un baldón, él fue comunista y antifascista; cuando el ochentero vitalismo sin objeto taladró la estética de las masas, él mantuvo el deber ser espiritual; cuando ser de izquierdas era tan de buena nota que en las casas decentes hasta el servicio votaba socialista, él se manifestaba hombre de derechas… Así, controvertido en todas las verbenas, acusado de machista por las feministas, de “asesino” por los antitaurinos, de pedófilo por la beatería, de facha por el progrerío tuitero y otros nichos mordóricos… Nunca perdió por esta causa, ni por ninguna otra, su buen humor, su paciencia y comprensión ante los cirigallos que lo denostaban en privado y en público, ni cedió en la generosa disposición a debatir con quien fuera, siempre, en los términos más corteses. En tal sentido, la actitud de Dragó ante su propia dimensión de escritor polémico no puede tener más definición que la clásica: hablamos de un hombre de espíritu elevado. O lo que viene a ser lo mismo: fue un hombre libre.
No es de extrañar, por tanto, que todos los desagradecidos de España, los escritores mediocres y los filósofos vicarios del sistema, los espíritus pobres y no digamos los moralistas carroñeros, hayan aprovechado el deceso para arremeter contra su persona. Pero como Fernando siempre estuvo muy lejos y muy por encima de toda esa bambolla, y como ahora ya le queda lejísimos la miasma órquica, no vamos a entrar en debate con la fetidez biempensante. Una vida plena, intensa, disfrutada en libertad y sin permitir que ninguna inquisición la perturbase, contempla desde la distancia gigantesca de su obra y su ejemplo a estos liliputienses vocacionales. Allá ellos con su miseria.
Don Fernando Sánchez Dragó, instalado en la eternidad desde el 10 de abril de 2023, pensaría lo mismo y haría lo mismo: ignorarlos.