Entre las múltiples categorías de la idiocia, la turismofobia ocupa lugar destacado por su simpleza, sin duda también preferencial por sus potencialidades como asunto informativo. Unos cuantos vecinos cabreados porque los turistas ingleses mean en el portal de su casa y se pelean cada vez que beben cuatro copas —o sea, cada día y cada noche— siempre es argumento vistoso para aliñar telediarios. Lo que no ignoran esos vecinos cabreados, o no deberían ignorar, es que España lleva décadas convirtiéndose en un país de cocineros y cocinillas, camareros y funcionarios, y eso tiene un coste. El primer débito que debe cumplimentarse: ser parque temático para diversión y sano esparcimiento de los europeos con economías más fundadas y con mayor poder adquisitivo que nosotros, es decir: casi todos los europeos; unas masas turísticas a las que procede sumar los llegados de otros rincones del mundo, que no son pocos. Negar el derecho de esas criaturas a deambular por donde apetezcan y acostarse a las horas que les convenga es repudiarnos a nosotros mismos. A ver si nos entendemos:
A los famosos fondos europeos que nutren lo principal de nuestra economía desde hace años, no les ponemos pegas; a la capacidad de endeudarse del Estado y emitir deuda con permiso de la Unión Europea y su banco central, no le ponemos pegas; a los “escudos sociales” sufragados por el Estado no les ponemos pegas. No ponemos pegas a ningún capítulo oneroso del mastodóntico gasto del Estado, pero nos molestan sus consecuencias. A toda aquella batahola y ese gasto que no distingue entre lo necesario y lo dispendioso no hay objeción, pero se quejan de los resultados: el precio de la compra diaria que va tan desmadrado como hooligans británicos en una final de la eurocopa, el coste surrealista de la energía y el turismo masivo. Las almas de cántaro, seguramente, creen que la vieja y solidaria Europa va a poner en marcha la maquinilla del dinero y nos va a regalar los euros por muchos miles de millones, y va a dejar endeudarse al Estado español hasta cifras monstruosas sin recibir a cambio la justa compensación. Somos lo que somos, un país dedicado a la hostelería, al funcionariado, a la solidaridad y la donación de órganos. Aquí se han desmontado sistemáticamente las estructuras industriales, la minería, la construcción naval —¿alguien se acuerda de cuando teníamos astilleros funcionando a pleno rendimiento?—; se han dejado caer a peso sectores enteros de la productividad que asumían empleos por cientos de miles, como el comercio de cercanía, las pequeñas empresas de servicios, el sector editorial y las artes gráficas, la logística vinculada a la energía… “Son los tiempos, es el progreso tecnológico”, dirá alguno y por supuesto dirá alguna; cierto, pero también soy capaz de recordar los famosos planes de “reconversión industrial” que más o menos amortiguaban el impacto de las nuevas políticas económico/productivas, compensando y tutelando a los afectados hasta la personal reconversión que los habilitaba para el ejercicio profesional en otros sectores. Ahora no. Ahora se va al paro de cabeza, a secas, con la única perspectiva del “escudo social” del gobierno como paliativo al drama del desempleo. Claro que ese escudo no es gratis. Cuesta turistas. Y camareros, muchos camareros.
Otra, la identidad. Acabo de subir con mi perro del paseo diario y acabo de comprobar que siguen las pancartas en los balcones de mis vecinos: “Tourist Go Home – Volem conservar els nostres barris”. Como el inglés se entiende, traduzco a quienes les dé pereza el catalán: “Queremos conservar nuestros barrios”. Ah, seres angelicales… Aquí la memez alcanza cotas prácticamente milagrosas. Los famosos barrios dignos de conservarse y necesitados de defensa ante el turismo, tal el caso de mi barrio, son un rejuntado de oriundos, inmigrantes nacionales, musulmanes, norteafricanos, subsaharianos, chinos y, por supuesto, hispanoamericanos. Tenemos “menas” para regalar, traficantes menudistas para veinte redadas y carteristas para aprender el oficio. Pero los que molestan son los visitantes del alquiler turístico porque desentonan con el espíritu del lugar y desdibujan las esencias del barrio. Cuando hablan de “conservar nuestros barrios” en realidad lo que declaran es su necesidad de vivir pobremente en un entorno inseguro pero donde, al menos, no se les moleste de madrugada, cuando duerme el alma tranquila. Los famosos barrios que es necesario proteger y conservar, hoy, en Cataluña y en tantos otros lugares, son un galimatías cultural y una aventura cotidiana entre el ruido y la furia; eso sí: conjeturan lo conocido como mejor porque saben que todo lo que estaba por conocer nunca les trajo nada bueno. Pero lo que está por conocer llega y seguirá llegando, de eso no nos libra ni la ministra de migraciones. La realidad es la que es, con pancartas o sin ellas, con tontuna y con paciencia.
No den más vueltas, queridos necios vecinos: somos un parque temático donde nada sobra pero nada falta gracias a la máquina de hacer dinero de la UE y el endeudamiento del Estado. Eso nos garantiza una digna pobreza aunque, claro, la digna pobreza es lo que tiene: se vive pero hay que aguantar la tontería de los más ricos. Asúmanlo y dejen de preocuparse. Disfruten del chollo y den las gracias a sus bienhechores.