¿Un sistema irracional?

¿Un sistema irracional?. Jorge Álvarez Palomino

¿Un sistema irracional? El mercantilismo y los orígenes de la prosperidad europea

En el periodo histórico que conocemos como Edad Moderna (siglos XVI-XVIII), Europa pasó de ser una serie de pequeños principados medievales fragmentados a convertirse en sede de varios poderosos Estados que extendían sus dominios por todo el globo. Las monarquías europeas modernas construyeron gigantescos imperios, muchas veces ultramarinos, imponiéndose a las demás civilizaciones hasta crear un monopolio sobre el planeta que se mantuvo casi intacto hasta mediados del siglo XX y que todavía hoy deja notar sus efectos en la prosperidad de los países europeos. Desde el punto de vista económico, el éxito competitivo del modelo europeo se ha explicado muchas veces de forma insuficiente centrando la atención en la Revolución Industrial o en el coetáneo ascenso del liberalismo. Sin embargo, tanto el uno como lo otro no hacen su aparición hasta finales del siglo XVIII, para cuando los barcos europeos monopolizan ya todas las rutas comerciales mundiales y los imperios español, portugués, francés, británico, holandés o ruso abarcan enormes extensiones de América, África y Asia. 

El ascenso de los imperios europeos no puede explicarse desde la economía sin entender el modelo que caracterizó a todos estos Estados: el mercantilismo.

La interpretación del mercantilismo

Existen tres grandes obstáculos al intentar comprender lo que fue el sistema mercantilista: en primer lugar, el sesgo negativo que ha ido implícito en la mayoría de la literatura académica existente, en segundo, la falta de atención a las fuentes originales y por último la vaguedad y confusión en torno al término en sí.

El mercantilismo, como el capitalismo, no se articuló a sí mismo como un sistema, sino que fue definido como tal por sus críticos, lo que dificulta enormemente su comprensión. Los primeros en referirse a un système mercantile fueron los círculos fisiócratas franceses en la segunda mitad del siglo XVIII (Sabbagh, 2015: 107) y habitualmente se ha considerado que la primera referencia escrita al mismo se debe al político francés Mirabeu en su obra Philosophie Rurale de 1763, donde ataca duramente al mercantilismo entendido como sistema que basa la riqueza en la acumulación de metales preciosos (Magnusson, 2015: 3). La popularización del término se debe, sin embargo, a Adam Smith y su celebérrima obra de 1776 Enquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations—La Riqueza de las Naciones, en adelante—, que dedica un capítulo entero a describir y criticar en detalle el sistema mercantilista. Smith había viajado a Francia entre 1764 y 1766 como tutor del duque de Buccleuch, donde conoció a los economistas fisiócratas como Quesnay y se dejó influir claramente por sus ideas de laissez-faire (Montes, 2004: 4), tomando de ellos la visión crítica del mercantilismo. La importancia de la obra de Smith ha hecho que la percepción del mercantilismo desde entonces haya estado indeleblemente teñida de matices negativos. Para gran parte de la literatura existente, el mercantilismo es poco menos que un “orden social irracional” (Ekelund&Tollison, 1981: 6) propio de una etapa atrasada de la ciencia económica. 

Uno de los problemas para entender el mercantilismo es que su historia ha sido escrita principalmente por sus enemigos. En el panorama económico posterior a Smith, el mercantilismo ha sido visto como un modelo opuesto al liberalismo imperante y por ello muchos de los autores que lo han abordado, como Eli Heckscher, uno de los principales referentes en la materia, o Manuel Colmeiro, pionero en el caso español, lo han hecho desde una beligerante posición crítica. En palabras de Reinert y Reinert (2011, 11) “es como si Atila y los hunos hubieran sido los encargados de escribir la Historia de Roma”.

Durante los tres siglos que estuvo en auge, el mercantilismo fue defendido por numerosos autores españoles, ingleses y franceses. La historiografía económica, sin embargo, ha prestado poca o nula atención a estas fuentes por considerarlas carentes de rigor científico. Una crítica habitual al mercantilismo es que no tenía una metodología contrastable y que se trata de una economía pre-científica, anterior a la constitución de la misma como una ciencia. Esto es cierto si se atiende a los estándares más modernos, pero en su época los textos mercantilistas supusieron aportes fundamentales al desarrollo del pensamiento económico y político anterior a Adam Smith. El gran referente liberal y premio nobel de economía Friedrich August von Hayek llegó a afirmar (1978):

En el momento en que se llega a Adam Smith, uno ha descubierto que la mayoría de las comprensiones decisivas de las cuestiones técnicas que constituyen la espina dorsal de la teoría económica —los problemas del valor y distribución y el de la moneda— habían sido anticipados, una generación antes de él, sin que Smith ni siquiera apreciara completamente la importancia de este trabajo anterior.

Pese a ello, el mercantilismo nunca tuvo una obra de referencia como la Riqueza de las Naciones para el liberalismo o El Capital para el comunismo (Valencia Agudelo, 2011: 156), lo que ha dificultado tener una comprensión completa del mismo. 

Muchos autores más recientes directamente han atacado el concepto de mercantilismo negando que llegase a existir un sistema económico organizado. Sin duda, etiquetar bajo un único nombre el desarrollo económico de países distintos durante más de trescientos años es un ejercicio arriesgado. Se ha afirmado a veces que en realidad el mercantilismo es una creación de Adam Smith al englobar toda la crítica a los errores de la economía de su tiempo por contraposición a sus propuestas (Magnusson, 2002). Aunque es cierto que dentro de la etapa mercantilista se pueden encontrar grandes variaciones en el tiempo y el espacio, en su conjunto los puntos en común que se mantienen en las economías de todas las grandes monarquías europeas modernas permiten hablar de un sistema hasta cierto punto coherente (Magnusson, 2015: 9), como podemos hacerlo del liberalismo pese a las enormes transformaciones que ha sufrido en su azarosa vida o del comunismo, más allá de las particularidades que ha adoptado en los distintos regímenes que lo han practicado. 

La acumulación de la riqueza

A pesar de estos problemas conceptuales, el término mercantilismo sigue siendo ampliamente utilizado por los académicos por su utilidad para describir la realidad económica previa a la Revolución Industrial y la aparición del liberalismo. Entre las muchas definiciones que se han hecho del mismo, todas coinciden en señalar dos pilares que constituyen la base de la teoría mercantilista: la acumulación de riqueza mediante una balanza comercial positiva y la defensa del intervencionismo estatal para poner la economía al servicio del Estado. 

Las teorías mercantilistas consideraban que la riqueza se basaba en la acumulación de metales preciosos y el objetivo del Estado debía ser favorecer políticas que aumentasen esas reservas de dinero en metálico. Esta concepción, conocida como bullionismo —del inglés bullion, lingote—, propugnaba un estricto control sobre la cantidad y circulación del oro y la plata por parte del Estado para evitar la inflación o la pérdida de capital (Officer, 2000: 198). La posesión de riquezas en metálico era una necesidad básica para las monarquías modernas, ya que tenían que sustentar unos enormes gastos cortesanos y sobre todo militares. 

Partiendo de esta base, las políticas mercantilistas buscaban la manera de conseguir la mayor cantidad de riquezas para el Estado. La clave estaba en el comercio exterior, que con el descubrimiento de América y las mejoras en la navegación habría unas posibilidades hasta entonces inexploradas para Europa. En una Europa enormemente competitivas donde los Estados estaban en una situación de guerra casi constante, la concepción mercantilista veía el comercio internacional como un juego de suma cero en el que “la ganancia de un hombre [o de un Estado] debía ser la pérdida de otro” (Finkelstein, 2000: 89). El economista inglés James Steuart, en su obra Principios de la Economía Política de 1767 recogió esta imagen al comparar al Estado con un barco que navega con el mismo rumbo que sus competidores en una carrera por alcanzar la riqueza (Rankin, 2011: 4). Se consideraba que los recursos eran limitados y, en consecuencia, la obsesión era conseguir una balanza comercial positiva en la que las exportaciones superasen a las importaciones. El éxito económico se hallaba en vender muy caro y comprar muy barato, o dicho de otro modo, en aumentar las exportaciones al máximo y reducir las importancias al mínimo. 

Desde la publicación de la Riqueza de las Naciones en adelante, la mayoría de los autores consideraron este acopio de metales preciosos la principal característica del mercantilismo. Smith primero y muchos autores después como Richard Jones o Jacob Viner acusaron a los mercantilistas de caer en la llamada “Falacia del Rey Midas”, es decir, confundir el oro con la riqueza (King, 2002: 24). Para Landreth y Colander (2006: 45) el problema del mercantilismo era que al primar la producción y exportación y desatender el consumo interno, creaba sociedades empobrecidas:

El objetivo de la actividad económica, de acuerdo con la mayoría de los mercantilistas, era la producción, no el consumo, como las economías clásicas lo entenderían luego. Para los mercantilistas, la riqueza de la nación no se definía en términos de suma de riquezas individuales. Se dedicaban a incrementar la riqueza de la nación apoyando la producción y las exportaciones y simultáneamente reteniendo el consumo doméstico, De esta manera, la riqueza de la nación descasaba en la pobreza de la mayoría.

Estas críticas al mercantilismo, sin embargo, han sido matizadas más recientemente en varios trabajos que intentan romper la versión simplificada de la Falacia de Midas como base del pensamiento mercantilista. Cosimo Perrotta señala como el fracaso económico del Imperio Español, que pese a conseguir ingentes cantidades de oro y plata de América fue incapaz de crear riqueza externa y acabó empobrecido por la necesidad de importar todos los bienes, marcó profundamente el pensamiento mercantilista haciendo ver la importancia del consumo interno y la necesidad de retener la riqueza evitando la sobredependencia de las importaciones. El mercantilismo se consolidó en gran medida “por el miedo a acabar como España, rica en oro y pobre en producción, con una aterradoramente desfavorable balanza comercial” (1993: 18). 

El papel del Estado

A partir de finales del siglo XIX, una serie de autores alemanes (Schmoller 1897; Sombart 1902,1913a, 1913b…) ampliaron la definición de mercantilismo trasladando el foco a su papel como formador de los Estados Nación europeos. Las ideas mercantilistas nacen en el momento en el que los viejos estados medievales empiezan a configurarse en términos nacionales, de forma especialmente acusada bajo las grandes monarquías como España, Francia o Inglaterra. Hasta entonces, la época medieval había estado caracterizada por la debilidad de las estructuras estatales, pero con la entrada del siglo XVI los monarcas empezaron a ampliar su poder y aumentar el control sobre sus territorios a través del establecimiento de administraciones burocráticas y la creación de ejércitos profesionales permanentes. Este proceso de concentración del poder en manos gubernamentales se dio también en la economía con un doble aspecto, por un lado con el incremento de la eficacia en recaudación fiscal y por otro con la aparición de un comercio a gran escala promovido por los descubrimientos ultramarinos que pasó a estar supervisado por el Estado. El mercantilismo es por lo tanto la faceta económica del proceso de consolidación del Estado moderno (Valencia Agudelo, 2011: 156-159). En palabras de Heckscher “el Estado es a la par, sujeto y objeto de la política económica del mercantilismo” (1943: 5), pues todas las medidas persiguen la consolidación y riqueza del Estado. 

Los mercantilistas, por tanto, defienden una economía con un fuerte intervencionismo estatal, donde el gobierno debe regular la vida económica para garantizar los intereses del Estado. Con frecuencia esto se ha interpretado como un sinónimo del proteccionismo, considerado elemento fundamental de las economías mercantilistas (King, 2002:33), aunque no todos los mercantilistas abogaron por él. En realidad, los Estados mercantilistas adoptaron medidas proteccionistas no como parte de una teoría económica sino dentro de la amplia gama de políticas que los gobiernos usaban para garantizar el aumento de la riqueza nacional. Entre ellas se incluía también la bajada de los tipos de interés para fomentar las inversiones, la promoción de las industrias nacionales y el fomento de la natalidad. En el ideal mercantilista, hay una unión absoluta entre los objetivos políticos y los económicos, entre los intereses del Estado y los de sus súbditos (Valencia Agudelo, 2011: 159), lo que ha hecho que algunas veces se haya definido como una “nacionalismo económico” (Rankin, 2011: 2). 

Aunque durante el siglo XIX se acentuó la contraposición de este intervencionismo con las posturas de Adam Smith, varios autores consideran que las diferencias, aunque existentes, son menores (Magnusson, 2003). La posición de Smith hacia el papel del Estado se ha estudiado ampliamente como uno de los puntos más importantes y polémicos del pensamiento liberal capitalista. Aunque muchas veces se le asocia con el liberalismo más extremo y es comúnmente reivindicado por las corrientes cercanas al ámbito libertario, una abundante literatura académica ha intentado rescatar a Adam Smith de las manos de estos grupos y situarlo como un pensador moderado en su innegable liberalismo (Sen, 2010: 50-67). Así, se ha señalado que no rechaza en ningún momento la acción del Estado y resulta menos radical que el laissez faire de sus contemporáneos fisiócratas como Quesnay (Cuevas Moreno, 2009: 68). 

La diferencia fundamental, sin embargo, se encuentra en el concepto: mientras para Smith el Estado puede intervenir pero solo subsidiariamente, para favorecer a los individuos donde estos no puedan hacerlo por su cuenta, los mercantilistas entienden que el Estado está por encima de los individuos y estos deben contribuir al bien común del mismo. Como explicó Heckscher (1931), la diferencia entre ambos sistemas radicaba en que el mercantilismo, al contrario que el liberalismo, el bienestar del individuo debía sacrificarse si era necesario ante el poder del Estado, lo que llevó a Heckscher a definirlo como “puramente maquiavélico”. 

Mercantilismo e imperialismo

La lógica mercantilista exigía por un lado aumentar todo lo posible la capacidad productiva del Estado y potenciar, por otro, al máximo las capacidades de exportación (Rodríguez, 2000: 21). En la era de los descubrimientos, ambos objetivos se cumplían con creces a través del establecimiento de colonias y el control de las rutas comerciales que las unían con los mercados del Viejo Continente. A partir de los grandes viajes de los portugueses y los españoles, la Europa medieval se abrió a nuevos mercados por todo el planeta y obtuvo acceso a recursos que hasta entonces estaban inexplotados, como la plata de América, o solo podían conseguirse a través de intermediarios, como las especias de Oriente. 

De acuerdo con las políticas mercantilistas, las colonias se convertían en una valiosa forma de aumentar la producción y los recursos del Estado frente a sus competidores. Un amplio imperio colonial suponía una doble ventaja comercial desde el punto de vista mercantilista: permitía al reino convertirse en un ente casi autárquico, ya que disponía de los suficientes recursos como para no necesitar importar nada, y a la vez, al acaparar esos mercados, privaba a los otros países del acceso a los mismos, obligándoles por la tanto a comprar sus exportaciones. Para asegurar esta doble ventaja, era necesario que el sistema de explotación colonial estuviese rígidamente controlado por monopolios estatales y blindado a la competencia extranjera (Rodríguez, 2000; 34). Así, los grandes imperios europeos establecieron organismos de supervisión que centralizaban el comercio con sus colonias, como la Casa de la Contratación de Sevilla o el modelo de grandes compañías practicado por los protestantes, como la Compañía de las Indias Orientales (O´Brien, 2000: 469). El contrabando con comerciantes extranjeros se penó con la muerte en muchos casos y la información sobre las rutas comerciales se guardaba celosamente como secreto de Estado. 

De esta manera, el mercantilismo impulsó a Europa a lanzarse a una frenética carrera colonial en la que el primero que llegaba se quedaba con todo. Existe un amplio debate respecto a la pregunta de quién salía beneficiado con esta política, que si bien reportaba riquezas exigía en no menor medida un alto coste para sostener el esfuerzo defensivo de las distantes colonias. Entre los críticos del mercantilismo, a menudo se aceptó la asunción de que el imperialismo europeo fue fruto de la presión de los lobbies comerciantes, que se enriquecían con facilidad del comercio ultramarino gracias a la amplia protección estatal a costa del resto de la población (Rankin, 2011: 4) e incluso se ha definido el mercantilismo como una alianza entre el Estado y las élites comerciantes (Salazar Silva, 2013: 162).  Esta idea, como tantas otras, tiene su origen en Adam Smith, que criticó duramente el comercio colonial como un negocio costoso y poco seguro que únicamente beneficiaba a los grandes comerciantes (Weingast, 2013: 7). En la Riqueza de las Naciones (2011: 946-947) afirmaba: 

“Si no se puede lograr que una provincial del Imperio Británico contribuya al sostenimiento del Imperio, es el momento de que Gran Bretaña se liberé del gasto de defender esas provincias en tiempo de guerra y de soportar su administración militar y civil en tiempo de paz.”

Sin embargo, esta tesis se contrapone con otra crítica habitual que se hizo desde el siglo XVIII y todavía muy extendida que lo consideraba una extensión del sistema feudal en la que la aristocracia privilegiada marginaba el ascenso de las clases comerciantes burguesas, precisamente las más entusiastas partidarias del liberalismo (Valencia Agudelo, 2011: 161). 

En realidad, el sistema colonial de las monarquías mercantilistas no estaba orientado a la defensa de los intereses de una clase u otra, sino que empleaba a todas al servicio del mayor poder del Estado. Como ha señalado Weingast (2013), las lógicas coloniales del mercantilismo se entienden mejor desde el punto de vista de la geoestrategia, como políticas de competencia entre Estados en guerra constante, que desde el punto de vista de la economía. Esto puede ser más cierto en los casos de las monarquías absolutistas católicas como España o Francia, donde la subordinación del comercio al poder político era total, que en los regímenes parlamentarios protestantes como Inglaterra u Holanda, con una empresa privada más influyente y un poder público más débil, pero las críticas de Smith y sus correligionarios demuestran que incluso en el Imperio Británico los objetivos imperiales se imponían muchas veces a los intereses económicos.  

Conclusiones

Desde finales del siglo XV hasta el ocaso del siglo XVIII, Europa estuvo dominada por las teorías mercantilistas, en una fase histórica que se corresponde con las grandes exploraciones, la consolidación de los Estados y el establecimiento de grandes imperios coloniales que conectaron al mundo entero a través de sus rutas comerciales. A pesar del crecimiento sin precedentes de las economías europeas y la globalización por primera vez en la Historia de los mercados, la visión de los economistas sobre este período histórico ha sido principalmente negativa y está dominada por la despiadada crítica hecha por Adam Smith. Las teorías económicas mercantilistas han sido ferozmente criticadas, sus autores han sido tachados de irracionales y carentes de método e incluso se ha negado la existencia de un sistema económico coherente. 

Sin embargo, las investigaciones más recientes, superando la crítica liberal decimonónica, han conseguido explicar el mercantilismo con más profundidad como un sistema económico adaptado a su tiempo. El aspecto más relevante del mismo no es tanto su énfasis en la acumulación de metales preciosos como el peso del Estado y su centralidad en el funcionamiento del sistema. El mercantilismo nace como doctrina económica de los nuevos Estados nación que empiezan a levantar las monarquías modernas y supone la subordinación de las políticas económicas al interés general del Estado. El intervencionismo estatal es parte indispensable de todas las dinámicas mercantilistas, regulando el mercado a través de distintas medidas para potenciar siempre la mayor riqueza del Estado. 

Esta intervención es especialmente importante en el comercio internacional, que se convierte en la piedra angular del sistema. Influido por un mundo enormemente competitivo y en estado de guerra permanente, el mercantilismo crea una teoría del comercio basada en la suma cero, destinada a fortalecer las reservas de dinero del Estado y privar a los rivales de las suyas. Estas ideas impulsaron la expansión de grandes imperios coloniales monopolísticos costosos de mantener con los que las monarquías europeas intentaban superarse unas a otras en la pugna por la hegemonía. 

Después de la Revolución Industrial y el triunfo de las ideas liberales basadas en la limitación del Estado, la libertad de mercado y el comercio sustentado en las ventajas comparativas, las tesis económicas del mercantilismo resultan difíciles de comprender y fáciles de criticar. Sin embargo, comprendiéndolo en la perspectiva histórica puede afirmarse que el sistema mercantilista resultó idóneo para robustecer los incipientes Estados europeos y expandir su poder. Por eso, cuando el mercantilismo, tras trescientos años de azarosa vida, cedió paso silenciosamente a las ideas liberales, legó una Europa de Estados fuertes con la que ningún pueblo del planeta podía rivalizar en prosperidad y competitividad. 

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