Lamenta Alain de Benoist en su último ensayo publicado en España, La capa de plomo, que en el sistema de valores del Imperio del Bien ya no importan los héroes porque sólo interesan las víctimas. Aunque tales “víctimas” no lo son el sentido clásico que todos aceptan, es decir, aquellas personas que han sufrido incurias de la vida o de la naturaleza, accidentes desastrosos, injusticias, marginación impuesta, violencia o agresiones morales de cualquier clase; no se trata de esas víctimas, claro está: el pensamiento neo inquisitorial contemporáneo ha favorecido —más bien forzado— la victimización de amplios sectores de la sociedad identificados con los famosos “colectivos”, los cuales se generan a partir de hechos estadístico/administrativos al tiempo que se reivindican como sujetos naturales de multitud de derechos que deben ejercerse sin demora. La expresión del estado de queja permanente es el norte y razón de ser de esta ciudadanía victimizada, como todo el mundo sabe, aunque su concreción como estamentos realmente consolidados, con sentido en la historia y coherencia en tanto que agentes unificados en torno a objetivos comunes, ha precisado de un sacrificio mayor que el de acabar con los héroes: la extinción ideológica de la civilidad como valor de progreso y del trabajo como sostén material, en cualquier sociedad, de los avances sociales, económicos y, por ende, políticos.
En efecto, el trabajador —y la trabajadora— que se levanta antes de que salga el sol para ir a su puesto en el tajo, que cumple con su horario, que produce y se mantiene con un salario menguado por lo general, que cuida de su familia y descendencia, se ocupa de sus hijos —educación, sanidad, instrucción— e intenta no sólo sobrevivir en tiempos complicados sino esclarecer un futuro mejor para los suyos, ese —esa—, ya no son un ejemplo a seguir sino justamente lo contrario: un ejemplo a evitar. Para el nuevo pensamiento gregarista colectivizado, “cumplir” con la obligación significa prácticamente colaborar con el sistema. Hoy en día se aprecian más los derechos de los manteros, los okupas, los ilegales de la inmigración descontrolada y demás “colectivos” enfrentados al sistema que la probidad en el cumplimiento del compromiso social, aquel famoso dictado dieciochesco —británico por más señas— según el cual la obligación de todo buen ciudadano era cuidar de sus intereses y de su familia y llevarse bien con el vecino. Esa norma tan simple de enunciar y tan difícil de cumplir ya no sirve y prácticamente ya no rige en nuestras sociedades globalizadas. Ahora, madrugar y trabajar es de esclavos, de esbirros de lo establecido, mientras que la única redención ante ese colaboracionismo, sea o no voluntario, es colectivizarse y reclamar exasperadamente derechos, discriminaciones positivas, privilegios compensatorios, ayudas de todas clases, subvenciones para cualquier actividad y, sobre todo, imperiosa obligación de los demás de “respetar” su actitud ante la vida y no “ofender” con la menor crítica a su indesmayable obsesión por ser atendidos y saciados en la perpetua exigencia de esto, aquello y lo de más allá.
No soy ingenuo, no desconozco que esta pérdida de prestigio del trabajo sin embellecimientos ideológicos se corresponde con la tendencia precarizadora del mundo laboral y de las clases trabajadoras, un fenómeno que ajusta a la perfección con los intereses de las élites económicas y que los sindicatos y fuerzas de izquierdas ven como una oportunidad excelente para implementar sin límite sus políticas de inmigración masiva, reparto “solidario” del trabajo realmente disponible, atención por parte del Estado de las carencias originadas por la desarticulación del tejido productivo —renta universal, subsidios al por mayor, ayudas sociales, etc—, incremento de la voracidad fiscalidad para sufragar el enorme gasto público que todo el tinglado conlleva y, de paso, naturalmente, hacer imprescindible su gestión de la pobreza como auténticos y expertos artífices del nuevo sistema. Primero protestan porque el reparto de la riqueza es injusto, después se proponen ellos como remedio y, por último, acaban administrando una pobreza mucho mayor, enquistados en un aparato estatal cada vez más debilitado por la deuda pública, cada vez con menos capacidad de intervención eficiente en aquellos ámbitos en que sería en verdad necesaria su comparecencia y, por supuesto, cada vez más represivo. Ese es el panorama.
La victimización de la sociedad fragmentada en colectivos permanentemente ofendidos prefigura los destinos, no tan lejanos, de la precarización universal. Una característica siniestra de ese futuro es que, en el mismo, nadie tendrá derecho a quejarse porque la oposición y la crítica estarán deslegitimadas desde mucho antes, desde el mismo momento en que los supuestos damnificados por el sistema establecieron que su discurso no era una opinión más o menos argumentada, ni una queja con mayor o menor razón para afirmarse, sino un hecho objetivo, irrefutable e incuestionable; y quien se manifieste con contra, una de dos: o es un malvado o un enfermo incapaz de de reconocer la realidad evidente que se impone ante su mirada. Ese es el futuro que nos espera, sin héroes y sin más víctimas que los que hoy, por encima de todo, se niegan a ser víctimas de nada ni de nadie. Y hablando de nada y de nadie, que alguien haga algo.