11 de septiembre: el mito de la celebración del mito

11 de septiembre: el mito de la celebración del mito. Javier Barraycoa

En las sociedades posmodernas tendemos a asumir como tradiciones inmemoriales una serie de celebraciones, ritos o festejos relativamente recientes y –muchas veces- con un origen y sentido contrario a como se manifiesta en el presente. Un claro ejemplo de ello es la festividad catalanista del “Once de septiembre” que sólo tuvo el rango oficial en 1980, cuando el Parlamento de Cataluña declaró la fecha como “Fiesta Nacional catalana”. Dejaremos de lado el absurdo de celebrar una derrota como “fiesta nacional”, hecho desconocido en la historia de las naciones y posiblemente fruto de un resentimiento hacia la propia historia y su tergiversación. A modo de ejemplo podemos señalar cómo el Parlamento autonómico, teórica sede de la soberanía catalana, se asienta en el edificio que fuera el arsenal de castillo borbónico de la ciudadela, mandado construir por Felipe V para prevenir futuras revueltas.

Como bien señala Jesús Laínz en su obra El privilegio catalán, los catalanes pronto olvidaron la derrota en la guerra de sucesión y se transformaron en un pueblo exaltadamente pro-borbónico. De ahí que en pocas décadas del 11 de septiembre de 1714 casi nadie añorara la causa austracista y, por supuesto, nadie retuvo el recuerdo de personajes como Rafael Casanova. Tuvo que pasar un siglo y medio para que apareciera una obra que recordara esos hechos. Se trataba de la Historia del memorable sitio y bloqueo de Barcelona y heroica defensa de los fueros y privilegios de Cataluña en 1713-1714, escrita en 1871 por un canónigo de la catedral de Barcelona, de raigambre carlista, Mateo Bruguera. Se basaba en un manuscrito del austracista Francisco de Castellví Obando testigo directo de la Guerra de Sucesión, titulado Narraciones históricas. Este inapreciable relato siempre fue ocultado por el nacionalismo catalán y nunca quiso editarlo (sería la madrileña fundación Elías de Tejada la que acabaría publicándolo).

Quince años después de la publicación de Mn. Bruguera, ya en 1886, se celebraría el primer “Once de septiembre” cuando aún el catalanismo era simplemente un movimiento cultural alejado de las inclinaciones políticas. Esta primera celebración se pergeñó como un acto religioso. No es de extrañar, pues en aquella época el catalanismo se alimentaba de los ambientes católicos y huía del republicanismo federal que antaño Valentí Almirall quería imponer a todos los catalanistas. La primera “Diada” de la historia fue un acto esencialmente católico: una Santa Misa celebrada en la catedral de Santa María del Mar, en cuyo cementerio (fossar) adyacente descansaban los restos de algunos de los defensores de la ciudad en 1714. La convocatoria del acto fue repudiada por toda la prensa liberal, republicana y laicistas (lo que llamaríamos la izquierda del momento). Almirall que era anticatólico convencido y masón, acudió con la vana esperanza de conciliar el catalanismo conservador y católico con los republicanos federales. Pero la estrella de Almirall, antaño líder del catalanismo, ya se estaba apagando.

Este acto hubiera pasado posiblemente desapercibido en la historia sino fuera por la polémica que se ocasionó. El sermón iba a estar a cargo del entusiasta catalanista, el que sería canónigo de Vich, Mn. Collell y estaba previsto que fuera pronunciado en lengua catalana. Enteradas las autoridades, amenazaron que si había de ser así, el acto se prohibiría. Finalmente se acabó celebrando la Misa pero sin sermón. Quien prohibió la homilía en catalán fue el gobierno de Sagasta, del Partido liberal (léase progresista). Esta “izquierda” siempre fue hostil al catalanismo y las celebraciones del “Once de septiembre”, hecho que hoy se oculta convenientemente. Igualmente, fue el propio gobierno de Sagasta el que decretó la unificación del Derecho civil como parte del proyecto de Estado jacobino de la “Izquierda”.

Dos años después de la primera Diada se inauguraba la Exposición Universal de 1888 en Barcelona. Valentí Almirall, el líder de los republicanos federales, se opuso pues la consideraba un acto de “españolización”, mientras que la burguesía catalana y catalanista aplaudía por las oportunidades económicas que brindaba el evento. Señalamos este hito, pues como parte de las obras para la exposición se realizaron muchas esculturas y una de ellas fue la de Rafael Casanova, a la que nadie atendió pues quedó diluida entre otras tantas que engalanaban la ciudad. Más concretamente estaba situada en el Paseo que iba del Arco de triunfo a la Ciudadela. La estatua fue encargada a Rosendo Novas que utilizó como molde para esculpir la cara de Casanova, la misma que había utilizado anteriormente para su obra “Torero herido”. Sorprendentemente, nadie pensó en encargar una estatua de Antonio Villarroel, el General comandante del Ejército de Cataluña, siempre menospreciado por los nacionalistas por ser su padre gallego.

En 1891, los actos se extendieron por toda Cataluña promovidos por el Foment Catalanista, una asociación adherida a la Unió Catalanista. En 1897 hubo un homenaje especialmente significativo, ya que se realizó la primera ofrenda floral por parte de la Associació Popular Catalanista y de la Joventut Excursionista Els Muntanyencs. El movimiento catalanista, impulsado por los católicos había transmitido una espiritualidad que sería transformada poco a poco en una épica romántica implícitamente pagana. Pero de ello nadie fue capaz de darse cuenta en ese momento. En 1900, la Misa por los “mártires” de 1714 fue convocada oficialmente por la Lliga Espiritual de la Mare de Déu de Montserrat, que había sido fundada por Torras i Bages. El acto seguía siendo era meramente religioso a pesar de su reivindicación identitaria catalanista. Sin embargo, no podemos olvidar que de la Lliga Espiritual de la Mare de Déu de Montserrat surgieron los líderes del primer gran partido catalanista conservador: la Lliga Regionalista, que se fundaría en 1901. El catalanismo como movimiento espiritual se estaba convirtiendo en un engranaje político y ello afectó a los actos del “Once de septiembre”. Ese año, en la ofrenda floral aparecieron los lerrouxistas (republicanos laicistas y profundamente españolistas y anticatalanistas) y se enfrentaron a golpes contra los catalanistas. Al acabar el embate, fueron detenidos treinta catalanistas. Para la prensa catalanista estos eran los nuevos mártires continuadores de los de 1714. Por aquel entonces en Madrid había vuelto a gobernar el liberal Sagasta y en Barcelona el alcalde era Juan Amat y Somartí, que pertenecía al Partido Liberal. Repetimos la “izquierda” del momento era profundamente hostil a esta celebración.

En 1905 fue la Lliga Regionalista la que convocó el acto del 11 de septiembre. Este dejó de ser un acto meramente religioso para transformarse en un evento político. Por primera vez se hizo un llamamiento a adornar los balcones con banderas catalanas. El gobernador civil, que recibía órdenes de Madrid, lo prohibió y puso fuertes multas a los que desobedecieron. Nuevamente, el Gobierno de España, dirigido por Eugenio Montero Ríos, estaba en manos del Partido Liberal[1].

Las Diadas de 1912 y 1913 fueron prohibidas las ofrendas florales por el Ayuntamiento de Barcelona, que estaba gobernado sucesivamente por militantes del Partido liberal: Joaquín Sostres Rey y José Collasí Gil. Y así, año tras año los incidentes e impedimentos que sufría la conmemoración siempre tenían como causa, en última instancia, la repugnancia que esta celebración producía en las izquierdas. En 1914, al celebrarse el segundo centenario de la caída de la ciudad, el Ayuntamiento de Barcelona, presidido por Guillermo Boladeres Romá, del Partido Conservador, decidió para dignificarla, trasladar la escultura de Casanova a la Ronda de San Pedro esquina con la calle Alí Bey, que era el lugar donde cayó herido Casanova. Su lugar anterior fue ocupado por la estatua de Pau Claris, el gran traidor que entregara Cataluña a Francia en 1640.

Cuando llegó la Segunda República, en 1931, el mito de Rafael Casanova estaba consolidado, pero el catalanismo conservador estaba a la baja, siendo sustituido por un catalanismo de izquierdas representado por Esquerra Republicana de Cataluña (ERC). Por eso no es de extrañar que, en la Diada de 1935, los representantes de la Lliga Regionalista, a la hora de ir a realizar la ofrenda foral, fueran recibidos nuevamente con inusitada hostilidad y violencia por parte de los republicanos. Ya en plena Guerra Civil las celebraciones del “Once de septiembre” nada tenían que ver con sus orígenes piadosos. Se transformaron en meros alegatos contra el fascismo. Los pobres defensores de 1714, apenas hubieran entendido —si hubieran levantado la cabeza de sus tumbas— qué tenían que ver aquellos actos y discursos con ellos.

Tras la Guerra civil, un pacto no escrito entre el clero catalanista-progresista y la izquierda en la clandestinidad, mantuvieron la vela encendida del mito esperando mejores ocasiones. La alianza del progresismo eclesial y PSUC comunista en la clandestinidad, lograron que a finales de los años 60, se reunieran unos cientos de personas cada año en el lugar que había estado la escultura de Casanova, antes de ser retirada por el Ayuntamiento franquista. El burgués Casanova no entendería porque en el siglo XX le veneraban unos comunistas. La escultura fue reinaugurada en su lugar actual, el 11 de septiembre de 1977, ante miles de personas bajo el lema “Volem l´Estatut”. Hoy ya se ve claro que la consecución del Estatuto no satisfizo al nacionalismo que en su voraz delirio, ahora lo repugna como una forma de opresión españolista. Así, el “Once se septiembre” pasó de ser un acto romántico-religioso decimonónico, a una reivindicación actual de una República independiente de corte marxista-leninista. El mundo al revés. Igualmente, podríamos hablar del llamado himno nacional de Cataluña, Els Segadors aprobado por la ley del Parlamento de Cataluña de 25 de febrero de 1993. Un himno que en sus inicios la mayoría de catalanistas conservadores rechazaba, pero que al final lo consiguió imponer la izquierda. Pero eso es otra historia.


[1] Anteriormente en el Sexenio Democrático, Eugenio Montero había sido un hombre de confianza del masón general Prim y fue de los que apostó por la Primera República en la que ocupó cargos importantes.

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