Antes de la bomba
Cuando en la Guerra Fría se hablaba de «bipolarismo» se quería dar a entender la capacidad nuclear que tenían las dos superpotencias de decidir sobre la guerra o la paz. La guerra de Corea (1950-1953) mostró que la bomba atómica difícilmente sería lanzada en una guerra convencional. Y sin embargo, como es archiconocido y aquí venimos a conmemorar, la bomba atómica ya fue lanzada en una guerra (aunque la Segunda Guerra Mundial desde luego no puede etiquetarse como una guerra convencional, pues superó todo lo que antes se vio en el mundo).
Estados Unidos era el país que ofrecía los recursos y el interés necesario para patrocinar la física nuclear y en los años 30 acogió a científicos procedentes de Dinamarca, Hungría, Austria, Francia y también de la Italia fascista. Y desde luego de la Alemania nacionalsocialista. Sus nombres serían célebres en el mundo de la ciencia: Niels Bohr, Enrico Fermi, James Franck, Otto Frisch, Lew Kowarski, Leo Szilard, Edward Teller, entre otros. También estaban involucrados anglo-americanos como James Chadwick, Arthur H. Compton, Karl Compton, Ernest O. Lawrence, Norman Ramsey, Ernest Rutherfor, Harold Urey, John Wheeler y el conocido Julius Robert Oppenheimer. También estaba en el ajo Albert Einstein, el cual en 1939 tres científicos expatriados le pidieron al icono viviente de la ciencia que advirtiese al presidente Roosevelt de que la Alemania nazi podía fabricar armas nucleares que sin duda usaría para resolver la guerra. Y Einstein lo hizo escribiéndole a Roosevelt en agosto de 1939. Entonces el presidente encargó que se pusiese en marcha una Comisión del Uranio de la que se encargaría Enrico Fermi con un presupuesto de 6.000 dólares para las investigaciones.
En 1941 los físicos nucleares serían protegidos por el doctor Vannevar Bush, jefe de la nueva Oficina de la Investigación y Desarrollo Científicos (OSRD), que contaba con el respaldo del Departamento de Guerra, y al que se le pidió tres cosas que no abundaban: personal científico cualificado, materias primas y dinero para financiar la investigación y el desarrollo para inventos útiles para la guerra.
Roosevelt dio la orden de que se pusiese en marcha el Proyecto Manhattan el 6 de diciembre de 1941. En principio el proyecto iba a titularse Manhattan Engineer District, pero finalmente se quedó simplemente en Proyecto Manhattan (Manhattan Project), nombre cifrado elegido por el Cuerpo de Ingenieros para la investigación de munición nuclear. El proyecto Manhattan fue financiado disimuladamente por el presupuesto del Departamento de Guerra con más de 2.000 millones de dólares. El administrador del Proyecto Manhattan fue el general de brigada Leslie Groves, pero sería el ya citado Julius Robert Oppenheimer el encargado de dirigir a los científicos e ingenieros. A la construcción atómica también contribuyeron contratistas industriales, gigantes del ramo de las máquinas herramienta y de la electricidad como Alli-Chalmers y General Electric.
Otras fuentes sostienen que el Proyecto Manhattan fue concebido en la cumbre de 1942 del elitista club Bohemian Groves (reunión de los millonarios más ricos de Estados Unidos y de otros doce países que se reúnen en la pequeña localidad de Monte Rio, al norte de California, desde 1879 en una especie de acampada sobre una arboleda en donde sus miembros encapuchados llevan a cabo un ritual con un búho de 12 metros). Esto es pasto de teóricos de la conspiración, pero tampoco hay que despreciarlo como si nada de esto existiese y como si en tales reuniones los magnates sólo se dedicasen a pasar el rato y no a tejer oscuros negocios que repercuten políticamente e incluso geopolíticamente.
En 1942 los estudios de investigación nuclear se llevaron a cabo en los laboratorios de física de partículas de las universidades de Columbia, Chicago y Berkeley (California). Tales estudios no resultaron especialmente costosos. Se demostró que el uranio 235 podía generar plutonio (atractivo sustituto del uranio) y que se podía combinar el uranio y el plutonio para realizar una explosión controlada.
En 1943 el proyecto tomó forma y empezó su financiación masiva. En Hamford (Washington) y el Oak Ridge (Tennessee) se instalaron dos complejos gubernamentales-industriales que producían material fisionable y otros materiales necesarios para fabricar ojivas nucleares.
Pese a que ya se sabía que era posible una explosión por medio de la fisión, no sería hasta el otoño de 1944 cuando realmente se estaba seguro de que era posible construir la bomba atómica. Los experimentos del Proyecto Manhattan dejaron en el camino ocho víctimas mortales, y por una de ellas se supo de los perjudiciales efectos de la radioactividad.
En principio la bomba atómica iba a ser un proyecto común entre británicos y americanos. Pero sir John Anderson, el ministro británico responsable del proyecto, le informó rápidamente a Churchill que los estadounidenses no daban a sus aliados toda la información y lo hacían de un modo «realmente intolerable». (Véase Max Hastings, La guerra de Churchill, Traducción de Juan Rabasseda Gascón y Teófilo de Lozoya, Espa Pdf, 2009, pág. 2753). En mayo de 1943 Churchill y Roosevelt acordaron un nuevo pacto en Quebec que se ratificó por escrito en Hyde Park en el mes de agosto. En septiembre de 1944 Churchill convenció a Roosevelt en Hyde Park de que firmase un documento en el que se reconociese la colaboración nuclear y el intercambio de información, pero ya era demasiado tarde, pues el proyecto Manhattan estaba muy avanzado, y los americanos no estaban dispuestos a consentir que los británicos estuviesen en pie de igualdad en las investigaciones atómicas, y dado su empobrecimiento como consecuencia de cinco años largos de guerra los británicos no estaban en condiciones de construir por ellos mismo la bomba atómica. Tras la guerra los diferentes gobiernos británicos pidieron con insistencia a los americanos que respetasen los acuerdos nucleares que firmaron Roosevelt y Churchill.
Podría decirse que la bomba atómica salida del Álamo iba no sólo contra Japón y contra la Unión Soviética, sino también contra el Imperio Británico. Los dirigentes estadounidenses sabía que la bomba atómica sería fundamental para alcanzar la hegemonía mundial. Y en eso estaba la clave del asunto.
A finales de 1944 los Estados Unidos eran conscientes de que la guerra en Europa acabaría sin necesidad de lanzar bombas atómicas, pero no por eso debía pararse el Proyecto Manhanttan, porque dichas bombas iban a ser reservadas para otra finalidad (aparte de lanzarlas contra Japón). Asimismo, por esas fechas los estadounidenses sabían que los alemanes no podían fabricar la bomba atómica y que por tanto perderían la guerra, de ahí que pusiesen su atención en Japón, que tras el ensayo atómico en el desierto de Nuevo México era el único país del Eje en perseverar en la guerra.
En mayo de 1945, tras la capitulación de Alemania, el almirante Kantaro Suzuki, el nuevo presidente del Consejo de Ministros de Japón, ofreció retirar todas las tropas del ejército japonés de Birmania, China, Malasia y todas las islas que conservasen en el Pacífico si la isla de Japón no era tomada y se respetaba a la familia imperial. Tal oferta se hizo mediante los servicios diplomáticos del Vaticano. Truman, siguiendo la política de Roosevelt, hizo oídos sordos a tal oferta de paz. En Washington sabían que con la toma de Okinawa la guerra estaba ganada (así como desde agosto de 1943 -tras la batalla de Kursk- los soviéticos sabían que era cuestión de tiempo la caída del Tercer Reich).
La batalla de Okinawa se prolongó durante tres meses, del 1 de abril al 21 de junio, en la que los americanos sufrieron 50.000 bajas, 12.500 de ellas mortales. Los japoneses perdieron 66.000 soldados, 150.000 civiles muertos y 17.000 heridos. Fue la batalla combinada aérea-terrestre-naval mayor de la historia en la que lucharon 500.000 soldados estadounidenses (algunos británicos) frente a 100.000 japoneses. El coste de la victoria fue tan alto que Truman afirmó que utilizaría la bomba atómica para evitar otros conflictos como el de Okinawa e incluso peores, como sería la toma convencional de las islas metropolitanas de Japón.
El 17 de junio de 1945 Truman todavía se planteaba el dilema de si «invadiremos Japón y optaremos por las bombas [no atómicas] y el bloqueo» (citado por Robert Gellately, La maldición de Stalin, Traducción de Cecilia Belza y Gonzalo García, Pasado & Presente, Barcelona 2013, pág. 183). El 20 de junio Hirohito convocó un Consejo Supremo de Dirección de Guerra donde dijo: «Debemos considerar la decisión de terminar la guerra lo antes posible». Tres de los allí presente estaban a favor de una rendición incondicional inmediata, pero el ministro del Ejército y los jefes del Estado pensaban que la rendición debía ser condicional.
La primera explosión de la bomba atómica la ensayaron los estadounidenses a las 5:29 horas del 16 de julio de 1945 en unas pequeñas instalaciones militares ubicadas en el desierto de Jornada Muerto, al sur del Estado de Nuevo México, en Alamogordo (en la región de La Jornada del Muerto). La bomba era una bola sencilla parecida a una mina marina con un radio de 137 centímetros y un peso de cuatro toneladas. Al tratarse de una bomba de plutonio vaporizó la tormenta y liquidó todo rastro de vida de un radio de 800 metros de desierto. La explosión liberó una fuerza de 15.400 toneladas de TNT, y provocó un «calor de horno» que se llegó a sentir a 15 kilómetros y que creó un resplandor tan potente como para causar ceguera temporal a esa distancia.Sería lanzada justo un día antes de la inauguración de la Conferencia de Potsdam.
Tras este lanzamiento, Oppenheimer recordó un pasaje del Bhagavad Gita: «Entendimos que el mundo no volvería a ser el mismo. Hubo quienes rieron. Hubo quienes lloraron. Casi todos guardaron silencio. Yo me acordé de la frase de las escrituras hindúes: “Me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos”. Supongo que todos pensamos lo mismo, cada uno a su manera» (citado por Jonathan Walker, Operación «Impensable», Traducción de Efrén del Valle, Crítica, Barcelona 2015, pág. 172). El día después el secretario de Guerra, Henry Stimson, recibió un telegrama codificado y se lo pasó a Truman para ser informado de la explosión. El telegrama decía: «Operado esta mañana… El diagnóstico no está concluido, pero los resultados parecen satisfactorios y ya superan todas las expectativas». El telegrama fue recibido en Potsdam a las 19:30 horas (hora alemana).Y Churchill recibió otro que decía: «los niños han nacido como esperábamos». (Véase David Boyle, II Guerra Mundial en imágenes, Traducción de Javier Alfonso López, Edimat Libros, Madrid 2012, págs. 578-579).
Como se ha comentado, «Las noticias del 16 de julio, según las cuales la bomba de plutonio había funcionado, significaban que los estadounidenses tal vez no tendrían que preocuparse de cómo convencer a los soviéticos para que entrasen en guerra contra Japón. ¿Serían capaces de acabar con Japón sin ayuda? En aquel momento, el ejército estadounidense no creía que las bombas atómicas pudiesen garantizar la victoria por sí solas, sino que la consideraban un poderoso añadido a los bombardeos mixtos necesarios para apoyar la invasión terrestre de Japón planificada para el otoño de 1945. También se estaba desarrollando una bomba de uranio mucho más sencilla, conocida como “Littel Boy”, aunque esta no necesitaría una explosión de prueba. Aun así, no se sabía apenas nada sobre el efecto de la radiación, y los mandos del ejército se planteaban incluso el uso táctico de las bomba para debilitar las defensas de las playas japonesas» (Walker, Operación «Impensable», págs. 173-174).
En el Departamento de Guerra las únicas personas que estaban al tanto de lo que se cocía en Los Álamos eran el secretario de Guerra Henry Stimson y el general George Marshall. El 21 de julio a las 11:35 horas Stimson recibió el primer informe sobre la explosión de la bomba, los cuales describían una destrucción aterradora. Según escribía Stimson en su diario, Truman «se animó sobremanera» y dijo que «le daba una confianza inaudita» (citado por Galletely, La maldición de Stalin, pág. 204).
Truman quería el apoyo de los soviéticos en la guerra contra Japón y por ello no le informó a Stalin de tal hallazgo armamentístico, y anotó en su diario que se lo comunicaría «en el momento oportuno» (citado por Galletely, La maldición de Stalin, pág. 204). El presidente prefería guardar el secreto, y le pidió a Churchill que no se lo contara hasta el 24 de julio.Según recogía Alan Brooke en su diario, el 23 de julio Churchill estaba exultante con la bomba atómica: «Había aceptado todas las pequeñas exageraciones de los estadounidenses y se había dejado llevar sin reservas. Ya no era necesario que los rusos entrasen en la guerra con Japón, el nuevo explosivo era capaz de resolver el problema por sí solo. […] Es más, ahora disponíamos de algo que rectificaba el equilibrio con los rusos… Estaba totalmente entusiasmado y encantado con la idea de que la bomba pudiera corregir el equilibrio de poder con Stalin. “Ahora podemos decirle”, afirmaba con entusiasmo Churchill, “que si insistía en hacer esto o aquello, podríamos destruir Moscú, luego Stalingrado, luego Kiev y luego Kúibyshev, Járkov o Sebastopol [sic]. ¿Dónde están los rusos ahora?» (Citado por Walker, Operación «Impensable», págs. 174-175). La bomba atómica reavivó las esperanzas de Churchill de poner en marcha la Operación «Impensable», de la que ya hablamos en Posmodernia: https://posmodernia.com/churchill-y-la-operacion-impensable-i/y https://posmodernia.com/churchill-y-la-operacion-impensable-ii/.
Pero como apuntaba Brooke la bomba atómica estaba en posesión de los estadounidenses y no de los británicos y tampoco era fácil que un avión que transportase la bomba atómica y evitase la compleja red antiaérea que por doquier cubría la Unión Soviética. Sir John Anderson le escribió a Churchill exigiéndole que había que informar a los soviéticos del proyecto Tube Alloys, la construcción de la bomba atómica. Pero el primer ministro le contestó que «Bajo ningún concepto» (citado por Hastings, La guerra de Churchill, pág. 2108). De todos modos los soviéticos ya estaban bien informados. Stalin estaba bien asesorado en cuestiones atómicas por Igor Kurchatov (el Oppenheimer soviético), el cual organizó el programa nuclear soviético y gozaba de la información de los espías soviéticos infiltrados en Los Álamos.
Tras la sesión plenaria del 24 de julio en Potsdam, el presidente Truman se lo comunicó a Stalin y a Molotov. Churchill, que estaba a cinco pasos cuando Truman le informó a Stalin, le preguntó a Truman cómo había reaccionado el líder soviético. A lo que el presidente respondió: «No ha hecho ni una sola pregunta». Y al día siguiente tampoco pidió más información, como se sorprendió el secretario de Estado James Byrnes. Pues el Vozhd, bien informado sobre el asunto, no le hacía falta. Quizá serían Truman y Churchill los que tenían que haberle preguntado al bien informado líder soviético. Después Andréi Gromyko, embajador de la URSS en Estados Unidos, le oyó decir a Stalin que «probablemente, Washington y Londres esperan ahora que no seremos capaces de inventar con rapidez una bomba del estilo. Mientras tanto, Gran Bretaña y Estados unidos intentarán aprovecharse del monopolio estadounidense para imponer sus planes sobre Europa y el mundo en general. Pues bien, ¡no va a ser así!» (Citado por Galletely, La maldición de Stalin, pág. 208).
La cuestión es que Stalin, gracias a sus servicios de inteligencia bien infiltrados en el Proyecto Manhattan (entre los que destacaban Klaus Fuchs y David Greenglass), sabía mucho antes que el propio Truman (que se enteró del Proyecto Manhattan el 25 de abril de 1945) de la existencia de dicho artefacto. David Greenglass, en el proceso que se llevó a cabo contra él en Estados Unidos, confesó que estaba proporcionando secretos nucleares a la Unión Soviética desde noviembre de 1944. Zoia Zambina era una de los oficiales soviéticos que transmitía dicha información: «[P]oco a poco, [por lo tanto], nos fueron asignando ingenieros. Nosotros traducíamos dos páginas, y ellos llegaban y decía: “¡No, no! Esto no tiene sentido. ¿No será más bien así?”. Lo entendíamos como si fuera un mosaico, un rompecabezas… Stalin sabía más que yo: él lo sabía todo de la aa laz» (citada por Lawrence Rees, A puerta cerrada. Historia oculta de la segunda guerra mundial, Traducción de David León, Memoria Crítica, Barcelona 2009, pág.432).
Sin embargo, Stalin no esperaba que los americanos lanzasen la bomba tan pronto, tan sólo dos semanas después. Ya desde la Conferencia de Yalta, en febrero de 1945, Estados Unidos y Gran Bretaña propusieron a la URSS que se uniese a ellos en la lucha contra Japón, lucha a la que Stalin estaba dispuesto para vengar la derrota del Imperio Ruso que sufrió contra Japón en 1905, y de paso conquistar las islas Kuriles y el sur de Sajalin que es lo que se acordó, y también recuperar Port Arthur y la línea férrea del este de China (China Eastern-Railway) que perdió Rusia en la susodicha guerra contra Japón. En Yalta se acordó que el ataque conjunto contra Japón debía efectuarse tres meses después de la toma de Alemania.
El 26 de julio Truman dio el visto bueno a un mensaje dirigido al pueblo japonés (la Declaración de Potsdam) que decía que era posible evitar la solución final (las dos explosiones nucleares, lo que literalmente era un holo-causto: quemarlo todo) si el gobierno se rendía incondicionalmente. No obstante, esta declaración no decía nada sobre qué sería del emperador y se advertía al gobierno japonés que debía eliminar «todos los obstáculos que impidieran el renacer y el fortalecimiento de las tendencias democráticas entre el pueblo japonés» (citado por Williamson Murray y Allan R. Millett, La guerra que había que ganar (2002), Traducción de Jordi Beltrán Ferrer, Crítica, Barcelona 2010, pág. 575). Al día siguiente el gabinete dirigido por Kantaro Suzuki rechazó la Declaración de Potsdam, pensando que la dejaría abierta para que se negociase el estatuto del emperador tras la guerra.
Stimson le comunicó a Truman el 27 de julio que los bombardeos nucleares podían cancelarse, pero Truman insistió en que se llevasen a cabo. Y como veremos así se haría.