Borges decía que estaba más orgulloso de los libros que había leído que de los libros que había escrito. Yo iría un poco más lejos y diría que estoy más orgulloso de los que he hecho leer a los demás que de los que he escrito y de los que he leído. Estos últimos han sido muchos y sin ellos no sería el que soy o el que he llegado a ser.
Aprendí a leer a los tres años. No recuerdo qué libro de gruesa tipografía y muchas ilustraciones leí a esa edad, aunque sí recuerdo el primer libro cuya lectura jamás olvidé. Tenía entonces seis años, y desde entonces, calculando una media de un título y parte de otro al día, no es una exageración decir, aunque casi nadie me crea, que he leído aproximadamente treinta mil libros. Una enormidad, sí, que resulta, lo admito, inverosímil.
La última vez que la expuse fue hace pocos días, cuando un periodista me pidió que le diera la lista de las diez obras cuya lectura más huella ha dejado en mí. Decliné la invitación arropándome en el socorrido argumento de que atenderla me llevaría a incurrir en agravio comparativo, pues los libros que han marcado mi vida son, desde luego, muchos más de diez y, mayormente, elegidos entre ésos, inolvidables por definición, que se imprimen en la cera virgen de la infancia y de la adolescencia.
Cuando a un escritor le formulan tan enojosa pregunta, que a mí me han hecho en infinidad de ocasiones, el así interpelado se suele poner estupendo y cita, qué sé yo, a Platón, a Aristóteles, a Homero, a Shakespeare, a Cervantes… Y al hacerlo miente, porque la ímproba empresa de adentrarse en las obras de tan eximios autores suele acometerse en la vida adulta y muy rara vez en la que la precede, aunque yo, niño raro, marisabidillo, pedantuelo y lector voraz desde la infancia, leyese por primera vez el Quijote a los diez años.
Bueno… No exageremos. Parte de él.
La lectura fue casi mi primer vagido, el cordón umbilical que me puso en contacto con el mundo y es ahora salvavidas, tablón de náufrago y pepetuo asidero de mi vejez.
Imprevisible y caprichoso fue casi siempre el girar de aquella ruleta. Valga un ejemplo… Tenía yo quince o dieciséis años cuando cayó en mis manos Los cipreses creen en Dios, de Gironella, que es un escritor despreciado por las élites literarias, de la misma forma que esas mismas élites despreciaron durante casi un siglo al más extraordinario novelista que ha existido en España ―al lado de Baroja―, que es (fue) don Benito Pérez Galdós. Lo llamaban garbancero y también Gironella se lo parecía a los ceñudos aristarcos pese a haber irrumpido a toda vela en nuestras letras con la obra citada, donde por primera vez en la España franquista se habló con ecuanimidad de la Guerra Civil, de los Hunos y de los Hotros, de los anarquistas, de los comunistas, de los socialistas, y de los falangistas, descritos como seres humanos y no como monigotes. La lectura de aquel libro, tan denostado por los mandarines de la época y por mis camaradas de la izquierda, me abrió de par en par los ojos a la historia reciente de mi país y a lo que sucedía a mi alrededor. Curiosamente, a pesar de ser un libro escrito por un falangista, pues su autor lo había sido y quizá lo seguía siendo, leyéndolo empecé yo a hacerme antifranquista.
Hubo otro libro que cayó en mis ávidos ojos más o menos por la misma época: Fiesta, de Hemingway. Y éste se convirtió ―igual que lo habían sido Guillermo, de Richmal Crompton, Nils Holgersson, de Selma Lagerloff, o Tom Sawyer, de Mark Twain― en uno de mis faros, en uno de mis maestros, en uno de mis modelos vitales (y, por supuesto, literarios)…
El día en que aquel gigantón de armas y letras tomar se suicidó estaba yo dormido en casa de mis padres ―eran las ocho de la mañana― y pasó la criada, barriendo el pasillo, con una radio de transistores puesta. Por ella supe de la funesta noticia. Fue una conmoción. Me levanté, me fui al Retiro, estuve dos horas llorando frente al estanque y en su transcurso me pregunté cómo podía rendir homenaje al hombre que tanto, con sus libros y con su ejemplo, me había dado. Y decidí irme a correr los sanfermines. Corrían también los primeros días del mes de julio. Fiesta, ya dije, aunque en aquella ocasión lo fuese fúnebre.
Dicho y hecho. Dos días después, con muy pocos duros en el bolsillo ‒no creo que ni llegasen a cinco, pero san Fermín proveería‒, me puse en marcha, en autostop, con un amigo, rumbo a Pamplona. El chupinazo estaba a punto de ponerse en órbita, pero salimos con tiempo suficiente, pese a la incertidumbre del autostop, para alcanzarlo y sumergirnos en el riau riau. Lo que nos ocurrió nada más llegar a la ciudad fue portentoso y está contado en el segundo volumen de mis Memorias (Galgo corredor, Planeta). No teníamos dónde dormir. Conseguimos, no sé cómo, que nos cedieran una tienda de campaña, sin colchoneta, en un polideportivo. Beber era gratis. Entrabas en cualquier taberna y todo el mundo te daba vino. Poco a poco nos fuimos emborrachando y, a eso de las tres de la mañana, coincidimos en uno de los bares con un grupo de borrachos y trabamos etílica amistad con quienes lo formaban. Uno de ellos era el Niño de la Palma, hermano mayor de Antonio Ordóñez, hijos los dos del torero en el que se había inspirado Hemingwy para dar vida, genio y figura a uno de los protagonistas de su novela. Estuvimos toda la noche con él y al día siguiente corrimos hombro con hombro el encierro. La ganadería del gran matador rondeño debutaba aquella misma tarde en Pamplona. Presenciamos su debut desde el palco de honor, acompañados por el propio Ordóñez y por la flor y nata de la sociedad pamplonesa. Una vez más, la literatura se abría y me abría a la vida. Todo aquello trajo cola.
Debería mencionar algunos clásicos, porque sus obras, cada vez que son leídas, releen a quien las leen y los psicoanalizan. Siempre digo, y lo mantengo, que el mejor de los escritores modernos es peor que el peor de los escritores clásicos. Entre éstos hubo dos que me marcaron a fuego, como si fuesen el hierro de una ganadería. Salvando a Shakespeare, que es, posiblemente, el más alto y hondo escritor que haya existido nunca, yo colocaría en el mismo podio La Eneida y La divina comedia. También fueron lecturas de mi infancia. Nadie se extrañe. Estaban en la biblioteca heredada de mi padre y amorosamente conservada por mi madre. Yo, niño aún, rebuscaba en ella, no a tontas, pero sí a locas, y todo lo adentellaba con apetito de arrapiezo que soñaba con ser escritor. Conservo esos dos libros publicados en primorosa colección de piel por Aguilar. Recuerdo todavía cómo empezaba La Eneida en aquella traducción de monseñor Oliver: «Yo soy aquél que, en los pasados tiempos, modulé cantos agrestes al son de un delgado caramillo y, luego, venida la época de la siembra, hice los campos agradables al agricultor. Ahora canto las armas y el varón troyano que, fugitivo por el imperio del Hado, llegó a las costas del litoral lavinio».
Juro por Virgilio que estoy escribiendo esto de memoria.
De La divina comedia, traducida en tercetos toscanos por el conde de Cheste, recuerdo también cómo terminaba: «Y aquí mi alta invención fue ya impotente / y cual rueda que gira en vueltas bellas / el mundo y su querer movió igualmente / el amor que el sol mueve y las estrellas». ¿Cabe mejor definición de lo que el paganismo llamaba Anima mundi? Ése es mi Dios.
¿Mi Dios? Punto redondo. No se hable más. Aquí interrumpo este breviario. Lo concluiré en mi próxima columna.