Animales

Animales. José Vicente Pascual

En España, vanguardia internacional en leyes progres, tenemos una de Bienestar Animal (29/03/23) parecida a los cojones del caballo de Espartero: muy de llamar la atención y muy citada pero muy poco útil. Es una ley que no sirve para nada porque el mayor maltrato y la mayor tortura animal concebibles se producen a diario, con absoluta impunidad y en diversos puntos de la nación simultáneamente, con paroxístico incremento en estas fechas de principios de verano. Me refiero, naturalmente, a la orgía pirotécnica que empieza más o menos en marzo valenciano y se extiende por las fiestas de los pueblos y comunidades autónomas hasta octubre, una demencia de pólvora callejera que se prorrogará en las fiestas navideñas, cuando vuelvan los descerebrados, garrulos de convicción y tontos de baba a complacerse en arruinar la paz de los hogares con su afición al petardo gordo, la traca de barrio y todo lo que reviente y haga ruido.

Hieronymus Bosch, El Bosco, consideraba que la peor tortura del infierno es la que acribilla el oído. De eso dejó constancia en El jardín de las delicias, donde representa y encarna el horror de lo insoportable en unos pabellones auditivos atravesados por un puñal. Para los humanos, lo atronador es un grave contratiempo, así como la insistencia en bataholas chirriantes, músicas detestables, voces chillonas y tormentos parecidos. Para los animales, en especial los que tienen muy desarrollado el sentido del oído, el estrépito significa agonía, pánico y en algunos casos la muerte. Lo saben muy bien los dueños de mascotas, gatos y perros. También sabemos —me incluyo—, que la murga pirotécnica estacional causa graves trastornos a muchas personas, como los bebés y niños pequeños que no entienden el repentino fragor callejero y se asustan y entran en insomnio, las personas mayores, los que padecen dolencias psicosomáticas, los afectados de autismo, los que tienen problemas para conciliar el sueño o simplemente quienes tienen que acostarse temprano porque al día siguiente madrugan y necesitan descansar. Pero bueno, vamos a dejar de lado por una vez —esta vez— la, digamos, dimensión humana del asunto, incluida la angustia de muchos dueños de mascotas ante el sufrimiento de su querido animal de compañía, y centrémonos en los dichos entes sentientes. San Policarpo de Esmirna decía que los animales son almas perfectas en cerebros a medio hacer, y que esto es así por voluntad de Dios, para que el ser humano, además de ocuparse de sus asuntos mundanos, vierta toda compasión en aquellas bestezuelas que nos necesitan para no ir de acá para allá sin hacer nada de provecho. Esta concepción del apostólico Policarpo me parece más respetuosa y mucho más positiva que ciertos delirios animalistas, aunque el fondo de la cuestión es aproximadamente el mismo: una sociedad que no sabe o no quiere cuidar de los animales no es cabalmente una sociedad sino un rejuntado de torpes sin corazón. En el caso que nos ocupa, naturalmente, surge un gran inconveniente: los energúmenos votan y su voto vale lo mismo que el de los doctores en física teórica, con lo cual se plantea difícil, por no decir imposible, poner coto al desmadre decibélico de las fiestas populares fundamentadas en el petardo. ¿Imaginan a alguna administración local, autonómica, no digamos nacional, prohibiendo o restringiendo drásticamente el “derecho” de las buenas gentes del pueblo llano a hartarse de tirar petardos en las fallas de Valencia, la sanjuanada levantina-catalana y demás bullicios de pim-pam? De eso nada. El bienestar animal termina donde empieza el jolgorio de la chusma. Es lo que hay.

Un poco de historia reciente. En 1983, la Coordinadora Estatal de Asociaciones Ecologistas —“Estatal”, entre gente progre andaba el juego—, se reunió con el ministro socialista de cultura, don Javier Solana de Madariaga, para tratar una cuestión importantísima: las corridas de toros. Solana, hombre diplomático y sagaz, adujo ante los luminosos defensores de la fauna que el rito taurino en plazas estables era “intocable” por motivos de tradición y, básicamente, de cultura identitaria; en contraprestación, es decir, para que dejaran de darle el coñazo, prometió acabar con las corridas de toros en plazas ambulantes —cosa que cumplió— y con el maltrato animal en las fiestas de los pueblos, cosa que ni cumplió ni idea que tenía de hacerlo porque aquellas fiestas, justamente, eran fiestas de pueblo, y en cada pueblo hay un alcalde y unos concejales, y la gente tenía y sigue teniendo la manía de votar y no era cuestión de poner de morros al electorado por haber quitado del programa de sus fiestas amenidades tan pintorescas como tirar una cabra desde el campanario de la iglesia y cosas así. El resultado de aquella política de protección a los animales queda históricamente a la vista: las corridas de toros en plazas estables han decaído hasta niveles supervivenciales, prohibidas en cantidad de ciudades y varias comunidades autónomas, pero la costumbre de la pólvora y la sangre animal en festejos locales permanece intacta porque la plebe así lo exige y mucho que lo disfruta en sanfermines, toros embolados, ensogados e incendiados y decenas de espectáculos populares de la misma calaña. Y aquí no rechista ni Dios.

Eso sí, la izquierda madrileña, que es la más unicornial de España y probablemente la más angélica del planeta, puso el grito en el cielo porque a consecuencia de la mascletá de Ayuso murió un pato en el Manzanares. Mas no nos confundamos, el pato les importaba mucho, pero los cientos de miles de mascotas torturadas durante todo el año por los petardos se la pelan, y con razón: tengamos en cuenta que la brutalidad es un fenómenos transversal, que el mismo diputado socialista que clamaba por el pato infartado se pega unas fallas de puta madre y un sanjuán de antología, oigan, como me dijo en cierta ocasión el presidente de la diputación de Alicante, en tiempos de Felipe González: “Si los perros se alteran que los lleven al campo, que allí no se escuchan los petardos”. Y lo señalado para progres de pin vale para el conservadurismo y el derechismo de pulserita, el moro y el cristiano. En materia de petardos España es unánime: lo mismo revientan en Algeciras que en Llodio, en la costa coruñesa que en el Mar Menor. Aunque si hablamos de gente en vez de territorios la cosa cambia, quedamos muy polarizados: nos dividimos entre los que disfrutan tirando petardos y los que consideran que los fanáticos de la pirotecnia callejera están faltos de un hervor o son carne de presidio. Por lo cursi: nos dividimos entre amables y desconsiderados, siendo que a estos últimos, a veces, se les denomina cafres. Y ahí es donde tenemos perdido el debate, pues ya lo dijo el sabio: en controversia entre personas civilizadas y salvajes, los primeros siempre dan su brazo a torcer, por no discutir en vano. Es una pena pero es verdad, y así está, en consecuencia, la realidad de la ley de Bienestar Animal: con su texto y los cojones del caballo de Espartero ya suman tres cosas lucidas; poco útiles pero muy lucidas.

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