Religión y kitsch, he aquí un bello objeto de meditación contemporánea. Adelantamos nuestra tesis: en el mundo posmoderno la religión no perece por los avances de la ciencia, ni por el laicismo obligatorio, ni por el materialismo de nuestras sociedades, ni por el relativismo de nuestra cultura, ni por las persecuciones religiosas. La religión perece por el kitsch.
¿Qué es la religión? Entre otras cosas, es un intento alcanzar la perfección – la santidad, si se prefiere – que contrasta con los pobres medios con los que se cuenta para alcanzarla. ¿Qué es el kitsch? Es un intento de producir belleza que contrasta con los pobres medios de que se dispone para producirla. Una y otro – religión y kitsch – están destinados a encontrarse de forma recurrente.
“Kitsch” es una palabra alemana que en español suele traducirse como “cursi”. Pero esta traducción no recoge plenamente todos sus matices. Para comprender su significación completa es preciso dirigirse al autor que mejor ha explorado este concepto, el novelista checo Milan Kundera.
Escribe Kundera:
“El kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra. La primera lágrima dice: ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped! La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped! Es la segunda lágrima la que convierte al kitsch en kitsch. La hermandad de todos los hombres del mundo sólo podrá edificarse sobre el kitsch”.[1]
Como es bien sabido, Kundera aplicó esta descripción a la propaganda socialista del bloque soviético. Nosotros vamos a aplicarla al ámbito del cristianismo, más en concreto a la Religión Católica, más en concreto a la Iglesia Católica de nuestros días.
Vaya por delante una aclaración: no aplicamos el calificativo de “kitsch” a aquellas formas de expresión religiosa que – de forma más o menos ingenua, más o menos torpe – vehiculan un sentimiento sincero de piedad o devoción. El kitsch al que aquí nos referimos ni es ingenuo (al contrario, es hipócrita e impostado) ni es torpe (al contrario, es muy hábil en su impostura). No escribimos desde la actitud prepotente del “esteta” que ridiculiza el “mal gusto”, sino desde la del curioso impertinente que hurga en las entretelas de una religiosidad de baratillo.
Religión terapéutica
Por la “segunda lágrima” se reconoce al kitsch. La segunda lágrima es el momento en que la emoción genuina se corrompe en su duplicata espuria. En la religión kitsch la caridad genuina se corrompe en narcisismo moral y en autocomplacencia, es decir, en “buenismo”. La caridad así entendida deviene un espectáculo para los demás y para uno mismo. Y no olvidemos que “sentirse bien con uno mismo” es el imperativo de la autoayuda y el coaching. En ese sentido la religión kitsch es una religión terapéutica o una forma de terapia religiosa. Lo que no sería tan grave, si no fuera porque ello responde a dinámicas ideológicas con implicaciones – sociales y políticas– de mayor calado.
Mencionábamos antes el “narcisismo moral”, ésa es hoy la esencia del kitsch religioso. Éste consiste en la sustitución de la religión por un moralismo pararreligiosoque se adapta a los códigos culturales posmodernos. La religión se bastardiza en su simulacro moralista, evacúa su sentido trascendente y se diluye en el humanismo caramelizado de un mundo donde Dios ha muerto. Estos dos enfoques, el humanista y el moralista, forman parte de un designio político. Ambos parasitan la religión y, al convertirla en kitsch, contribuyen a su erradicación definitiva. ¿De qué manera?
Empecemos por el humanismo.
El Reino de este mundo
El “humanismo” es una de esos conceptos fofos y bienqueda a los que se les puede hacer decir, más o menos, lo que uno quiera. Para hacer la historia corta, adelantamos la siguiente definición: el humanismo es una teología de la humanidad; dicho de otra manera, es una religión del hombre. Por eso es esencialmente hostil a las religiones que le hacen la competencia, especialmente a las religiones reveladas.[2]El humanismo predica el advenimiento del Reino, pero de un Reino que es de este mundoy que coloca al Hombre en su centro. Es una forma de escatología laica en la que las religiones tienen cabida, siempre que se conformen a la misión que se les asigna: la de reunir a las “fuerzas positivas” de la humanidad para construir un mundo en el que dominen la paz, la justicia, la erradicación de la pobreza, la conservación de la naturaleza y cualesquiera otras causas que vayan apareciendo en la agenda de las Naciones Unidas. Está claro que, en este esquema, Jesucristo ocupa su lugar en el pódium de profetas y reformadores – Confucio, Buda, Mahoma, Krishnamurti – que, a lo largo de la historia, han emitido un mensaje de paz y de esperanza para la humanidad. Un ecumenismo kitsch al ritmo del Imaginede John Lennon.
En esa tesitura ¿qué se espera de la Iglesia Católica?
La adopción de un cristianismo humanista, o de un humanismo cristiano, es la forma sumisa, conformista y entartufada por la que el catolicismo romano se pliega a las consignas del día. Un adiós definitivo al Dios de la liturgia y de la Historia, de la Encarnación y de la Resurrección, del Pecado original y de la Gracia, del alma y de la carne, de la fe y de la razón, de la primera y de la segunda Alianza, de los cruzados y de los mártires. Adiós a todo aquello que amarraba el cristianismo al viejo mundo, a aquél mundo de experiencias numinosas que el cristianismo compartía con las religiones paganas. Bienvenidos al catolicismo secular y transversal, comprometido y solidario, que milita por los Objetivos del Milenio y por la capa de ozono (la lucha contra el cambio climático adquiere el rango de teología). Un catolicismo que se preocupa por la renta básica universal, por la apertura de fronteras, por el empoderamiento de las minorías y por los carriles de bicicletas. Humanizar a Jesucristo y desdivinizar su mensaje, he ahí la clave de un catolicismoinclusivo que compensa la pérdida de fe con la ganancia de aplausos, y en el que la predicación del Evangelio queda subordinada a la lucha contra la pobreza y la defensa de los derechos humanos. No tiene nada de extraño que el Papa se exprese, cada vez más, no como el Vicario de Cristo en la tierra, sino como un “líder global” (Obama dixit) que emite homilías multiculturales, nos habla de la “gobernanza” y con su palabra inspira, no ya a la comunidad de los fieles, sino a la Asamblea General de la Naciones Unidas. O las reuniones del G-20.
Con contundente percepción escribía Joseph Ratzinger: “la cercanía de esta visión poscristiana de la fe y la religión con la tercera tentación de Jesús es inquietante”.[3]
Cristianismo débil
Los paladines de la civilización liberal no escatiman elogios al cristianismo, pero son elogios envenenados. Si se refieren al cristianismo lo hacen casi siempre para elogiar su papel “precursor”, en cuanto se trata de una doctrina que, con su defensa del individuo y del libre albedrío, estaría en los orígenes históricos de la Ilustración, del humanismo y de la democracia. Lo que con ello quieren decir es que, si bien como dogma el cristianismo pertenece al pasado, sus “valores” están vigentes, en la medida en que se reconcilien con la marcha triunfal de la modernidad y del progreso. El catolicismo queda así justificado por una visión ecuménica que, de forma progresiva, se alinea con el progresismo transnacional de las instituciones globales. Desde ese marco se explican las admoniciones para un catolicismo más “cercano a la gente”, más acorde a la sociedad actual, menos “retrógrado”. Un marco mental – el de “progresistas versus conservadores” – que desde el Concilio Vaticano II la Iglesia parece haber asumido de forma acrítica.
Para ser justos, cuando los paladines de la civilización liberal exaltan al cristianismo como un precursor, en parteno les falta razón. Vivimos en un mundo poscristiano, es decir, en un mundo imbuido de valores cristianos descontextualizados. No en vano el filósofo Marcel Gauchet hablaba del cristianismo como de “la religión de la salida de la religión”. No es extraño que exista un cristianismo que, desde sólidas bases teóricas, haya tratado de forzar esa salida. La llamada “teología de la muerte de Dios” –desarrollada desde los años 1960 por diversos autores protestantes – interpreta el cristianismo como un drama metafísico en el que la Encarnación y la Crucifixión representan un “auto-debilitamiento” de la divinidad. Según esa corriente – muy bien retratada por el teólogo norteamericano R.R. Reno – el Dios que deviene hombre y muere por la humanidad pone el foco de atención no en el servicio a la divinidad, sino en la búsqueda del amor y la justicia en este mundo. Como precursor de esta corriente, el teólogo protestante Karl Barth insistía en que el cristianismo “no es una religión” en sentido estricto, en cuanto contradice el instinto religioso básico de adorar a un Dios remoto. Por el contrario, desde su cercanía a nosotros, Cristo representaría una “disrupción” o “acontecimiento” que nos conmina a la transformación del mundo.[4]Las raíces protestantes de esta teología asoman hoy en ese integrismo aseptizante e higienista – muy puritano en el fondo – que en el mundo anglosajón tomó forma de corrección política.
¿Cómo caracterizar todos estos desarrollos?
Para R. R. Reno nos encontramos ante “terapias de debilitamiento”, expresión con la que este autor designa a las ofensivas ideológicas que, desde 1945, se dirigen contra las convicciones “autoritarias” e “intolerantes” que se estiman incompatibles con la “sociedad abierta”. En los años de posguerra, este “cristianismo aligerado” se asemejaba al humanismo laico que representaba Albert Camus. En la era posmoderna se aproxima más bien al “pensamiento débil” teorizado, entre otros, por Gianni Vattimo. Un filósofo, conviene precisar, que reivindica el cristianismo como moral liviana basada en la solidaridad, el relativismo y los buenos sentimientos. ¿Cristianismo débil?[5]
Religión de la humanidad
Los elementos arriba enumerados se encuentran hoy muy bien integrados en el andamiaje institucional de la Iglesia Católica.
¿Qué significa “un catolicismo más cercano a la gente”? Pues un catolicismo aligerado de dogmas y ensanchado de “valores”; una moralina emotivista, ternurista y sensiblera, un peluche biempensante en el bazar de la diversidad y la tolerancia. Esta “religión de la humanidad” – muy al gusto de las elites globalistas– ya no teje ningún vínculo social estable, o como señala el filósofo político Pierre Manent “ya no es productora de comunidad”.[6]Y ello es así porque el amor a la humanidad es siempre abstracto y lejano, es un sentimentalismo auto-satisfecho que funciona como una psicoterapia por horas o una pedagogía del bienestar personal. Por el contrario, el auténtico amor al prójimo, cuando se ejercita, recae en primer término sobre el prójimo más cercano y sobre la comunidad de pertenencia.[7]Por eso, históricamente, la Iglesia ha extendido su mensaje a través de una mediación política: la de las comunidades enraizadas, la de las naciones y la de los pueblos.
El “catolicismo cercano a la gente” es, en el fondo, una religión conformista, razonable, burguesa. Es una religión privada de misterio, hipertrofiada de fraseología moral, de un moralismo pagado de sí mismo que es un simulacro de la verdadera religión. Pero al igual que todo lo que no es tradición es plagio, todo lo que no es genuino es kitsch.
El kitsch como antipolítica
La vieja teología ortodoxa, muy poco cooly con malas pulgas, ya se barruntaba algo de todo esto. A fines del siglo XIX el pensador ruso Vladimir Soloviev, en su Breve relato del Anticristo, narraba la historia de un filántropo de pico de oro que, con su libro El camino abierto hacia la paz y el bienestar del mundo, cautivaba las entendederas de propios y extraños. Con esta premonición del perfecto adalid onusiano, Soloviev abundaba en esa literatura apocalíptica que retrata a un Anticristo de melosas palabras y beatíficas sonrisas. Y eso es algo que enlaza directamente con el kitsch, con la ambigüedad del kitsch, con lo siniestro del kitsch y con el poder de fascinación que el kitsch ejerce sobre tantos. El kitsch niega la fealdad de la vida, nos dice que la mierda no existe y que además no es posible, intenta ocultarnos y escamotearnos una parte de la realidad. Por ahí reconocemos al kitsch y por eso sabemos que el kitsch es kitsch. ¿Qué lenguaje habla el kitsch de nuestros días?
Básicamente, el kitsch nos invita a confiar en las apariencias superficiales y engañosas de lo Bueno, mientras erosiona nuestro sistema de alertas ante lo Malo. El kitsch nos dice que, si hay mal, éste se encuentra en nosotros mismos, en la resistencia a abrir nuestras mentes y nuestros corazones, en nuestro rechazo a aceptar la bondad del “Otro”. El kitsch nos dice que debemos deshacernos de nuestros estereotipos, de nuestros prejuicios y de nuestras aprensiones. El kitsch nos dice que hay que ser siempreinclusivos y hay que evitar las discriminaciones. El kitsch es buenrollistay nos dice que no hay enemigos, que los que parecen enemigos en realidad son víctimas, y que, si enemigos hubiere, éstos pueden ser desactivados por nuestra bondad. El buenismo es kitsch, la adoración por el “Otro” es kitsch, los cánticos a la diversidad y al multiculturalismo son kitsch, la visión de la humanidad como un espacio liso y sin fronteras es kitsch, el sueño de un mundo pacificado por la circulación de personas, servicios y mercancías es kitsch.
¿Cómo interpretar, sino como kitsch, las lamentables simplezas del Sumo Pontífice cuando aborda el problema de la migración masiva? ¿O cuando regala los oídos de las élites globalistas al pedir una autoridad política mundial? Todas estas declaraciones revelan una resistencia patológica a pensar en términos políticos. Porque el kitsch no acepta la realidad política de los hombres, que es una realidad plural y segmentada en proyectos, en naciones y en identidades colectivas.[8]“La hermandad de todos los hombres del mundo sólo podrá edificarse sobre el kitsch”, escribía Milan Kundera. Ahí ya estaba todo dicho.
Todo el mundo es bueno
Con sus sermoneos sobre la hermandad universal el kitsch es un fenómeno esencialmente moral, o más exactamente, moralista.Pero es un moralismo contradictorio, en cuanto nos conmina a indignarnos frente a las injusticias del mundo, mientras que es relativista y relajado en las cuestiones de moral privada. En este punto el kitsch hace coincidir la moral con la opinión pública, la somete al dictado de la moda y ejerce de ariete en temas como la emancipación individual, la deconstrucción de la familia, la fluidificación de las identidades sexuales o la bioética, cuestiones todas ellas que siguen el juego de la oferta y la demanda. El kitsch es profundamente neoliberal, en cuanto favorece la mercantilización del deseo y la visión del individuo-consumidor como suma de “derechos”. Por eso el kitsch aplaude a las autoridades religiosas cuando éstas apoyan las grandes causas globalistas – la apertura de fronteras, el voto de los inmigrantes, etcétera – pero las condena por “retrógradas” y “reaccionarias” cuando por ventura se arriesgan a condenar el aborto, a deplorar la promiscuidad sexual o a defender a la familia natural. Ni que decir tiene, el catolicismo kitsch se amolda a este estado de cosas: infla el pecho en cuestiones de moral universal (lucha contra la pobreza, lucha contra el cambio climático, ecumenismo, pacifismo) pero anda bastante más suave en las cuestiones de moral individual que puedan incomodar a las elites.
Pero una religión no es una filosofía ni una cosa del intelecto, sino que es ante todo una práctica. Y esta se sostiene, precisamente, sobre la parte normativa que más afecta a la vida privada. Al atacar de raíz a esa parte normativa, el kitsch aboca la religión a su extinción. Lo vemos en el catolicismo actual, en el que la doctrina del pecado original – esa visión antropológica del Mal intrínseco que hay en el hombre– ha pasado a un discreto segundo plano. También se difumina la idea de pecado, por no hablar de las penas del infierno (de las que nadie habla ya). Algunos sectores progresistas plantean la Eucaristía como un “derecho”, dado que excluir a los pecadores no es “inclusivo”. Parece que “todo el mundo es bueno”, a condición – claro está – de que esté contra la pobreza, acepte la migración masiva y esté a favor de la diversidad y la tolerancia.
En su moralismo desnortado, el kitsch descontextualiza los mensajes evangélicos. Tomemos un ejemplo: el Sermón de la Montaña. Está claro que éste no es un programa político, ni una guía de acción para los gobiernos. Eso es algo que la Iglesia, desde sus primeros tiempos, comprendió perfectamente. De ahí la exégesis realizada a lo largo de siglos en el contexto de un mensaje que, como el propio Cristo dijo, “no venía a abolir la Ley, sino a darle plenitud”.[9]Ahora bien, deducir de las Bienaventuranzas un pauperismo simple, o un pacifismo al gusto del día – como cuando el actual Pontífice declara que “ninguna guerra es justa” o que “uno siempre gana con la paz” – es caer en un simplismo nada inocente, la marca distintiva del kitsch.
¿Una exégesis secular? Conviene tener presente la complejidad de unas fuentes – los Evangelios – en las que cada detalle, prácticamente cada palabra, encierra un contenido teológico inagotable. Si se esquiva toda esa complejidad, no es difícil destilar un moralismo de andar por casa. Una tentación contra la que Joseph Ratzinger no cesó de advertir de forma expresa. Pongamos otro ejemplo –anecdótico pero revelador– de deformación kitsch.
Cuando en la misa de jueves santo el Sumo Pontífice, de forma ritual, lava los pies de una representación de la humanidad – hombres y mujeres de todas las razas y credos, ateos incluidos – se traslada un mensaje de “servicio a la humanidad”, de “caridad sin fronteras” y de “humildad”. Muy bien, pero ¿puede reducirse a eso este gesto original de Jesucristo? Si acudimos a un amplio magisterio, vemos que este gesto contiene tambiénelementos cultuales de purificación, de aceptación de la fe y de habilitación para el sacerdocio, dentro de una comunidad de discípulos que era ya el embrión de la Iglesia. Evidentemente, Jesús sólo lavó los pies a sus discípulos, no a una representación sociológica de la población palestina. Cuando el Sumo Pontífice lava y besa los pies de unos individuos elegidos con criterios estadísticos, no sabemos si comete un “abuso litúrgico” (doctores tiene la Iglesia para decirlo), pero sí sabemos que nos obsequia con una buena ración de kitsch. De un kitsch populista, por más señas.[10]
¿Guerra al kitsch?
“La reconciliación con nuestros enemigos que se hace en nombre de la sinceridad, de la dulzura y de la ternura, no es más que el deseo de mejorar nuestra condición, un cansancio de la guerra, el miedo de que nos ocurra algo malo”
LA ROCHEFOUCAULD, Reflexiones o sentencias morales
Frente a la modernidad, la Iglesia siempre había sido un elemento excéntrico; el baluarte de un viejo mundo aferrado a su idea de Verdad. Eso hacía a la Iglesia interesante y la dotaba de un potencial subversivo. Pero frente a la posmodernidad es otra historia: la Iglesia se amolda, se hace “más cercana a la gente”, adopta el lenguaje que todos esperan, se rinde al kitsch.
O la Iglesia se adapta – nos dicen – o la Iglesia desaparece. ¿Qué dirección tomar?
La cultura mainstreamnos sorprende a veces con inesperadas gemas, con ideas subversivas camufladas entre lugares comunes. La serie de televisión “El Joven Papa”, del director italiano Paolo Sorrentino, es una de ellas.[11]
La serie nos presenta a un fotogénico Pontífice que, desde el minuto uno de su reinado, toma un rumbo inesperado: le declara la guerra al kitsch.
El joven Papa – Pio XIII por más señas – rechaza que el catolicismo sea un objeto de consumo, se niega a convertirse en una celebrity, restaura las misas en latín, se sube a la silla gestatoria y manda a paseo a la muchedumbre reunida en la plaza de San Pedro para aclamarle.
El joven Papa se cisca en las vacas sagradas de la biempensancia – enfrentamiento con el lobbygayincluido –, rehúsa adaptar su mensaje a los deseos de la multitud, no se pliega ante los políticos y blande incluso la pena de excomunión. Es como si el joven Papa quisiera aplicar a la letra – yradicalizar– algo que el Cardenal Ratzinger había dicho en su día: “recordemos la palabra del propio Jesús, no he venido a traer la paz sino la espada. Vemos aquí que la Iglesia tiene esa misión esencial de oponerse a las modas, al poder de lo fáctico, a la dictadura de las ideologías”.[12]
La serie nos brinda momentos estelares, como cuando – por intercesión del joven Papa– el Cielo fulmina a la repugnante Hermana Antonia, que había edificado su particular feudo oenegero en el corazón de África. Una pulla a ese humanitarismo hipócrita que hace negocio de la miseria, y que reviste de superioridad moral su afán de poder y glorias mundanas.
De forma paradójica, al envolver a la Iglesia en un aura de misterio y al no ofrecer más valor que el de su testimonio silencioso, el joven Papa termina ganándose a las multitudes y adquiere la reputación de un santo. Evidentemente Sorrentino es un posmoderno, y todo esto aparece envuelto en sucesivas capas de ironía y guiños juguetones, de forma que nadie sepa lo que realmente está pensando. ¿Mensaje codificado, gamberrada o simple entertainment? En cualquier caso, la provocación está servida, y nos muestra a contrario el camino que hoy ha tomado la Iglesia.
Un camino donde se encuentran extraños compañeros de viaje.
San Pablo y la izquierda posmoderna
Hace algunos años un veterano filósofo maoísta, Alain Badiou, publicaba un libro titulado “La Fundación del Universalismo” en el que hacía un encendido elogio del apóstol San Pablo.[13]Para Badiou, el San Pablo que declaraba en su epístola a los Gálatas “ya no hay judío, ni griego, ni esclavo, ni hombre libre, ni hombre ni mujer…” no era el santo venerable del cristianismo, sino un revolucionario radical que venía a abolir las identidades particulares y las diferencias entre los hombres. Para Badiou, lo que San Pablo predicaba es un “Cristo como acontecimiento” (nótese el lenguaje de la teología protestante) que inaugura un universalismo llamado a transformar el mundo.
Más allá de lo forzado de esta argumentación, lo interesante es lo que tiene de síntoma: la izquierda posmoderna incorpora un lenguaje religioso. Adiós al socialismo científico, bienvenidos a las Bienaventuranzas. En la estela de Badiou, autores como Slavoj Zizek, Antonio Negri y otros intentan conectar con un milenarismo de raíz religiosa que, a su vez, movilice a las “multitudes” militantes. Con un objetivo final: el mestizaje universal en un mundo sin fronteras. Un empeño en el que la izquierda espera reunir – como compañeros de viaje o “tontos útiles”– a amplios sectores de la Iglesia.
De forma nada disimulada, esta apropiación espuria de la religión se presenta como un medio de reinventar el “comunismo”. Pero lo que al final tenemos es un híbrido posmoderno de la peor especie: una izquierda moralista que funciona como una Iglesia. Una izquierda que condena al hombre blanco heterosexual y le exige expiar sus culpas.[14]Una izquierda que no razona, sino que proclama dogmas. Que no analiza, sino que sermonea. Que no piensa, sino que recita letanías. Una izquierda instalada en la imposición moral y en la indignación. Una izquierda meapilas que ya no habla en nombre de la justicia sino de la “decencia”. Una izquierda dolorista, que asume la conciencia desgraciada del Hombre y le obliga a saborear su miseria. Una izquierda redentora, crística. Una izquierda emotivista y sensiblera. Una izquierda samaritana y limosnera. Una izquierda cursi, una izquierda kitsch.
El marxismo también perece por el kitsch.[15]
La “izquierda San Pablo” y el cristianismo débil están hechos para entenderse. Ambos se complementan en sus rasgos esenciales: demagogia, maniqueísmo y dogmatismo por un lado; simpleza, santurronería y buenas intenciones por el otro. La argamasa que les une es el kitsch. Al igual que la “izquierda San Pablo”, el cristianismo débil también aspira a unReino que es de este mundoy con ello traiciona el propósito de una religión. No porque ocuparse de este mundo sea algo malo ¡faltaría más!, sino porque ocuparse sólo de este mundo no es lo propio de una religión. “No sólo de pan vive el hombre”, un principio que demasiadas veces se olvida. Si una religión se reduce al asistencialismo, ya no es una religión sino otra cosa. Lo cual explica el retroceso del catolicismo frente a unas confesiones evangélicas que todavía hablan de Dios.
El cristianismo débil es más emocional que racional, más empático que conceptual. Podría pensarse que ha sido abducido por el pathos de la vulnerabilidad, por esa “ética del cuidado” (“ética del care”) que, teorizada por algunas feministas americanas, centra todos sus desvelos en las víctimas y en el sufrimiento. Lo cual puede ser una condición necesaria, pero jamás suficiente para la producción de lo social. Mucho menos para la producción de una religión.
¿Qué es a fin de cuentas una religión?
“La religión – señalaba René Guénon – es un aspecto de lo Sagrado”.[16] “El otro aspecto – decía – es la metafísica”. Ambos aspectos exigen una tensión vertical. Para Joseph Ratzinger la fe consiste en “resistir la fuerza de gravedad que nos arrastra hacia abajo”, en resistir “la fuerza de gravedad de la muerte, de la historia y sus imposibles”.[17]
Cabe dudar que el “cristianismo débil” esté equipado para sostener esa exigencia.
La sombra de los gigantes
¿Qué es lo que hace la fuerza del kitsch? ¿Por qué tanta facilidad para fundirse con el cristianismo?
Decíamos arriba que el cristianismo, si se vive de forma coherente, implica una aspiración a la santidad. Y la santidad es una de las formas del heroísmo. Ahora bien, no es lo mismo sentirse santo – o sentirse héroe – que serlo. Y aquí es donde interviene el kitsch.
Vivimos en una cultura de la emoción y del sentimiento. Y eso es lo que hace que el humanitarismo y la religión de la humanidad sean tan atractivos. Como señala el historiador Alain Besancon, ambos otorgan a sus adeptos “la certeza de hacer el bien y de sentirse buenos, con tanta mayor razón porque, en el mundo del emotivismo, la mayor parte del “hacer” consiste en el “sentir”. Para ello, el kitsch hace una oferta difícil de rechazar: el Bien consiste simplemente en reconocer y en apreciar la similitud del “Otro””.[18]El igualitarismo doctrinario, el humanitarismo fanático y las llamadas a un mundo sin fronteras se convierten así en las vías fáciles para que todos los mediocres puedan sentirse héroes, y puedan sentirse santos.
Pero todo esto es, evidentemente, falso. Al exigirnos sacrificar a la sociedad en el altar dogmático de un mundo sin Mal, el kitsch sólo demuestra que es una bondad de simulacro. Porque como decía Lamartine, “cada vez que hay una contradicción entre la teoría y la supervivencia de una sociedad, eso significa que la teoría es falsa, porque la sociedad es la verdad suprema”.[19]
Decíamos arriba que la religión perece por el kitsch. Es una muerte sin gloria, es una muerte sin pena ni gloria. No es una muerte de martirio, no es una muerte guerrera, no es una muerte fundadora. Es una muerte anodina, un dulce apagarse entre resignación y sopicaldos. El cristianismo débil no es de Marte, sino de Venus. El cristianismo débil no produce mártires, ni místicos, ni soldados de Cristo, sino “seres de luz” fragilizados, pequeñas luciérnagas que se extinguen sin dejar rastro.
Ya sea en su forma católica o en sus formas protestantes, el cristianismo es hoy en occidente la más muerta de todas las religiones. El cristianismo – escribe el filósofo Laurent Fourquet – “no tiene ni la embriaguez de trascendencia que ofrece el Islam, ni la serena empatía de las sabidurías orientales, ni la comunión con las fuerzas naturales que ofrece el paganismo. Religión de ritos insulsos y vacíos, fraseología moral sin moral verdadera, desprovisto del sentido del misterio y de lo familiar, el cristianismo es hoy una religión de viejos y para viejos (y la vejez no es cuestión de edad sino de espíritu). Dicho de otra forma: es una rutina mecanizada ante la que experimentamos esa desazón vaga que se siente en el funeral de alguien al que verdaderamente nunca hemos amado ni conocido (…) Y entonces comprendemos que estamos asistiendo a nuestro propio entierro. Pero eso no disminuye un ápice nuestro aburrimiento”.[20]
¿La religión perece por el kitsch?
Muchos años antes de ascender al trono de San Pedro, el Cardenal Ratzinger predijo lo siguiente: “La Iglesia se volverá pequeña, tendrá que empezar de nuevo. Pero tras la prueba, una gran fuerza irradiará de una Iglesia interiorizada y más sencilla. Porque las personas de un mundo completamente planificado estarán solas hasta lo indecible…Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo completamente nuevo. Como una esperanza que les incumbe, como una respuesta por la que siempre habían preguntado en secreto”.[21]
¿Regeneración desde la base o lánguida extinción? La Iglesia católica es hoy otro campo de batalla – uno más – en las guerras culturales de la posmodernidad. Una institución de dos milenios de recorrido, en la que bajo la sombra de los gigantes se alberga – de forma cada vez más invasiva– el kitsch de los mediocres.
«Este ensayo es un anticipo exclusivo del número especial que la revista impresa «Naves en Llamas» (http://www.navesenllamas.com/), dedicará, próximamente, a la Iglesia católica».
[1]Milan Kundera, La Insoportable Levedad del Ser.
[2]Definición propuesta por el filósofo francés Laurent Fourquet en Le Christianisme n´est pas un humanisme. Pierre-Guillaume de Roux 2018, p.199.
[3]Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret.BAC 2019, p. 147. Según relatan los evangelios sinópticos, la “tercera tentación” en el desierto es aquella en la que Satanás le ofrece a Jesús el señorío sobre los reinos de este mundo.
[4]R. R. Reno, Return of the Strong Gods.Edición Kindle. Entre los “teólogos de la muerte de Dios” este autor enumera a los americanos Paul van Buren, William Hamilton y Thomas Altizer, y al obispo anglicano A. T. Robinson. Como predecesores destaca al suizo Karl Barth y al alemán Rudolf Bultmann.
[5]Gianni Vattimo, Después de la Cristiandad, Paidós 2004.
[6]Citado por Daniel J. Mahoney, The Idol of our age. How the religion of humanity subverts Christianity. New York, Encounter Books 2018. Edición Kindle.
[7]“Cuanto más amo a la Humanidad, menos amo al hombre en particular”. Un pensamiento desarrollado por Fedor Dostoyevski en uno de los pasajes más citados de Los hermanos Karamazov (capítulo 4).
[8]Encíclica Laudato Si.Sección 175. Mayo 2015.
Las llamadas del Vaticano a una “Autoridad política mundial” arrancan desde los años 1960, si bien siempre habían sido equilibradas por una fuerte defensa del principio de subsidiariedad y por las advertencias frente al potencial despótico de un gobierno centralizado.
[9]Joseph Ratzinger, en su magistral Jesús de Nazaret, dedica páginas clarificadoras a la interpretación del Sermón de la Montaña. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, BAC 2019, pp. 159-182.
[10]En la Iglesia primitiva este rito se practicaba entre creyentes. San Agustín lo asociaba ceremonialmente con el bautismo pascual. En su versión laicaeste ritual se practicaba por algunos monarcas europeos como servicio a los pobres. En las Iglesias ortodoxas se reserva normalmente a sacerdotes, diáconos, monjes o miembros ejemplares de la diócesis. Por un decreto de enero 2016 el Sumo Pontífice reformó la ceremonia para hacerla más inclusiva.
Para una explicación sobre el significado de este gesto en los Evangelios: Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, BAC 2019, pp. 427-444.
[11]Paolo Sorrentino, The Young Pope, serie de TV de Sky Atlantic, HBO y Canal+, protagonizada por Jude Law.
Paolo Sorrentino ha dirigido una de las películas más auténticamente subversivas en la historia del cine europeo de los últimos 70 años: La Gran Belleza(La Grande Bellezza,2013).
[12]Joseph Ratzinger, Dios y el mundo. Una conversación con Peter Seewald. Galaxia Gutenberg 2002, p. 339.
[13]Alain Badiou, Saint Paul. La fondation de l´universalisme.Presses Universitaires de France 2015.
[14]De forma significativa, las movilizaciones “antirracistas” protagonizadas por “Black Lives Matter” en Estados Unidos, verano 2020, imponen el gesto para-religioso de rodilla en tierracomo símbolo de contrición y penitencia.
[15]En un debate mantenido en 2003 entre el líder comunista español Santiago Carrillo y filósofo Gustavo Bueno, el anciano líder comunista definía el futuro de la izquierda como “un movimiento – que no un partido – en el que coincidan los que defienden la paz, la ecología y los derechos humanos”. “Pon al Papa al frente”, le replicó Gustavo Bueno. Programa de TVE “Negro sobre Blanco” dirigido por Fernando Sánchez Dragó. Disponible en Youtube.
[16]René Guénon, Autorité Spirituelle et Pouvoir Temporel.Guy Trédaniel Éditeur 2013, p. 29.
[17]Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo. Una conversación con Peter Seewald.Galaxia Gutenberg 2002, pp. 225-226.
[18]Citado en Daniel J. Mahoney, The Idol of our age. How the religion of humanity subverts Christianity.New Yoor, Encounter Books 2018. Edición Kindle.
[19]Alphonse de Lamartine, Historia de los Girondinos.
[20]Laurent Fourquet, Le Christianisme n´est pas un humanisme. Pierre-Guillaume de Roux 2018, pp. 200-201.
[21]Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo. Una conversación con Peter Seewald.Galaxia Gutenberg 2002, p. 417.