Hay términos caídos en desuso a los que un giro de los acontecimientos puede desempolvar rápidamente. Lo hemos visto con el hoy omnipresente toque de queda. Otra de esas palabras es turba, que parecía desterrada del vocabulario común español desde hace tiempo. Sin embargo, me ha llamado la atención repasando las noticias que cubren el asalto del Capitolio en Washington la frecuencia con la que varios medios y columnistas han coincidido en revivirla para designar a las “turbas trumpistas”. La RAE nos dice en su segunda acepción que una turba es una “muchedumbre de gente confusa y desordenada”, lo que se corresponde bastante bien con los asaltantes del Capitolio. No hemos oído hablar este 2020, sin embargo, de “turbas antirracistas” cuando el movimiento Black Lives Matters tomó varias ciudades de EEUU, ni de “turbas abortistas” cuando se intentó bloquear la nueva ley del aborto en Polonia, ni de “turbas progresistas” cuando la oposición a Piñera ocupó varias ciudades en Chile, ni de “turbas independentistas” cuando los CDRs y sus afines bloquearon Barcelona en 2019, por no ir más atrás en el tiempo hacia otros casos de muchedumbres de gente no menos confusa ni desordenada.
La democracia tiene una espinosa relación de amor-odio con las turbas. Por un lado, la turba es la manifestación más espectacular y espontánea de un clamor popular. Mediante la turba, una parte del pueblo levanta su voz de forma histriónica cuando piensa que ésta no está siendo escuchada. La turba está en el origen histórico de muchas democracias: la vemos en la Boston Tea Party de 1773, en el Asalto a la Bastilla de 1789 o en las gradas de las Cortes de Cádiz de 1812. Pero a su vez la turba es la negación de la democracia como sistema, porque amenaza directamente a la representatividad al atribuirse de forma ilegítima la representación de la voz popular. Las turbas cuentan con una serie de ventajas que las hacen especialmente efectivas y peligrosas para los sistemas democráticos.
- No necesitan ser mayoría. El triunfo de la turba está en que hace más ruido, llama más la atención de los medios y coloca sus demandas en el debate público con más fuerza que los ciudadanos que se contentan con participar a través de los cauces políticos normales. Por eso, la turba puede estar en minoría y aun así imponerse.
- Pueden bloquear gobiernos electos. Incluso cuando un gobierno cuenta con el respaldo mayoritario de los votos y de las mayorías parlamentarias, es susceptible de ceder a la presión de las turbas por miedo a los disturbios y la presión callejera. Para los que no están en el poder la turba es, por tanto, un medio mucho más efectivo de limitar al gobierno que la oposición parlamentaria.
- Imponen agendas al debate público. Cuando la turba es suficientemente efectiva, puede obligar al gobierno a tomar las medidas que pide solo por seguir el clamor de la masa, aunque no se hayan discutido en ningún debate previo ni se hayan incluido en ningún programa electoral.
- Ejercen el poder siempre, no cada cuatro años. Frente al ciudadano que deposita su voto y tiene que confiar en que sus representantes le harán caso o esperar cuatro años para castigarles, la turba puede ejercer su poder en cualquier momento, presionar antes, durante y después de los procesos electorales.
Estas características hacen que la turba sea la herramienta más eficaz para erosionar un sistema democrático. Durante décadas, la izquierda nos ha vendido a través de todo su arsenal cultural que el mayor riesgo para la libertad proviene de golpes de estado orquestados por cúpulas militares y minorías privilegiadas. Nada más lejos de la realidad. El golpe de estado, ya sea en sus versiones de asonada o pronunciamiento, es un instrumento político en estados autoritarios, donde la sociedad civil es débil y el poder se decide en unos círculos muy reducidos que es fácil tomar por la fuerza. Así era España en el siglo XIX y así son hoy los Estados africanos, por ejemplo. En una democracia consolidada, el golpe de estado no puede triunfar nunca porque carece de medios para legitimarse.
En cambio, las democracias avanzadas son enormemente susceptibles a las turbas. Precisamente por su carácter popular —que no necesariamente mayoritario—, la turba puede ganarse con facilidad una apariencia de legitimidad ante la opinión pública de sociedades en las que hemos consagrado durante décadas la voluntad popular como norma suprema. El respeto a las libertades y el rechazo a las medidas autoritarias hace que las democracias de hoy estén, además, indefensas ante disturbios internos, temerosas de imponer el orden por el coste político que puede tener. Esto hace que los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado sean virtualmente impotentes ante la turba. Para rematar esta lista de vulnerabilidades, vivimos ahora en la era de la hiperconectividad, de los trending topics y los fenómenos virales. El ruido de la turba callejera es amplificado y extendido en cuestión de segundos por una turba digital mucho más poderosa. No olvidemos que el ruido es el arma de la turba, y por eso en el siglo XXI las turbas son más fuertes que nunca.
Platón y Aristóteles, y con ellos todo el pensamiento político medieval y moderno hasta el siglo XIX, sabían muy bien que el gran peligro de la democracia era degenerar en un gobierno de las masas por encima de las leyes. Durante mucho tiempo hemos vivido obsesionados con evitar las pulsiones autoritarias dentro de nuestras democracias, una herencia normal en sistemas que nacieron de la lucha contra las monarquías absolutas y que temían una reacción que devolviese la soberanía popular al rey. Pero mientras que la democracia ve en el autoritarismo un enemigo exterior, opuesto y ajeno, lleva dentro de sí misma el germen de la turba, un enemigo interior mucho más difícil de ver y por tanto, mucho más peligroso. Quizá, ahora que hemos visto una turba de derechas, muchos palmeros de las turbas de Barcelona, de Varsovia, de Santiago o de Seattle se den cuenta. Pero me temo que no.