Nos gusta decir aquello tan majo: “Quiero dejar un mundo mejor para mis hijos, mis nietos y todas las generaciones que vengan detrás”. En tales momentos, en realidad, expresamos nuestro deseo, un poco inútil, un tanto narcisista, de que nuestra propia vida no haya sido en vano, de haber colaborado en la medida de nuestras posibilidades para crear un entorno social más digno, libre y próspero, y un ámbito natural mejor cuidado y aprovechado; o sea, marcharnos convencidos de que no hemos vivido para nada, lo que resulta de poco consuelo pero, en fin: algo consuela.
El dibujo que hacemos de ese mismo mundo en nuestro interior, el mapa sentimental de nuestro entramado de relaciones sociales e interacciones ambientales, depende por tanto, necesariamente, de la percepción sobre lo fáctico objetivo y la interpretación que hagamos de esos datos, y cómo los armonicemos en el delicado encaje de las ideas de cada cual sobre la idoneidad de las cosas, lo bueno y deseable, lo malo y detestable. De tal manera, si nuestra descripción subjetiva del mundo fuese apocalíptica, pesimista hasta niveles de catástrofe, nuestra desaparición obituaria sería un pequeño drama. Pequeño para los demás, se entiende; para nosotros, una inmensa tragedia que estropearía sin remedio el dulce tránsito hacia el lugar donde nada duele y todo es paz y olvido.
Pensaba el otro día en estas minucias, un poco alarmado, como con grima, tras escuchar el discurso apocalíptico de cierto ex-político metido a comentarista televisivo, el cual trazaba un panorama desolador de nuestra realidad colectiva inmediata. Cuando el buen caballero decida instalarse en la eternidad, dejará a sus hijos y nietos, a las generaciones venideras, un mundo aterrador, monstruoso. Un mundo en el que las mujeres son sistemáticamente asesinadas por ser mujeres, violadas con asiduidad paroxística, explotadas, vejadas, maltratadas física y psicológicamente hasta extremos insoportables; un mundo en el que los homosexuales, lesbianas y otras buenas gentes del amplio espectro lgtbiq+ padecen la misma suerte que las féminas y son agredidos de manera continua, incansable y mortalmente efectiva por parte de una organización criminal denominada “patriarcado”; un mundo en el que los niños y niñas son abusados continuamente y por sistema por el clero, los trabajadores padecen horarios de trabajo inhumanos y se les paga con sueldos de miseria, los jubilados están condenados a la pobreza extrema, los hospitales públicos han sido expoliados de medios y personal en favor del negocio de la sanidad privada, los “migrantes” fugitivos de guerras y miserias son tratados con crueldad por gobiernos racistas, xenófobos y pío, pío… El etcétera de la perversidad puede hacerse larguísimo pero ustedes ya me entienden: hay gente que, cuando muera, dejará atrás un panorama casi peor que el infierno. Menos mal que estas personas, por lo general, no observan creencia sobre la vida más allá de la vida, porque sólo les faltaba diñarla y, de mala broma, ir al infierno propiamente dicho.
Cabe la posibilidad de arreglarse un tránsito más apañado, de código civil, testamentaría firmada y seguro de decesos en regla; es la muerte ordenadita de los ciudadanos probos —también conocidos en el argot funerario como “los pagapoquito”—, que nacen, crecen, se reproducen si pueden, trabajan, consumen y mueren como es debido. Como el burro de Vitoria, sin pena ni gloria, irse al otro barrio con los papeles en perfecto estado de revista suele ser el ideal de estos abnegados creyentes en la tercera vida, que es una herencia apañada, la buena consideración en la memoria de sus deudos y la piadosa aunque dudosa clemencia de sus vecinos: “Qué buen hombre era su Antonio, doña Elvira”; y cosas así.
No me hagan mucho caso. Los viejos pensamos de vez en cuando en la muerte, y, al igual que los jóvenes, nos gusta imaginar el futuro. Si imagino mi propio ir para no volver, enseguida me aferro a la idea de que, a lo mejor, en el último momento me siento orgulloso del mundo que dejo atrás, la sociedad en la que nací, donde me crié, la educación que recibí y las oportunidades que se me dieron aunque no supiera aprovecharlas. Me gustaría irme pensando que dejo atrás una civilización y una cultura herederas de muchos siglos de humano afán, de avance en las ideas, la técnica y la ciencia. Un mundo con muchísimas imperfecciones, tremendas desigualdades, lacerantes injusticias, pero con todo el derecho del mundo a reivindicarse origen y causa de los mayores niveles de justicia, prosperidad y libertad conocidos a lo largo de la historia, exento por tanto de refutarse a sí mismo, cancelarse y empezar desde cero; al contrario —todo lo contrario—: precisamente porque el desarrollo de lo humano civilizado, tal como ha sido, con sus luces y sombras, ha posibilitado llegar hasta aquí, insistir y perfeccionarse en el mismo camino es la única garantía razonable de alcanzar metas ideales. Como decía el filósofo: “desarrollar los elementos ideales que ya existen en la realidad, no sólo en las cabezas de los visionarios”. Quiero irme, o sea, palmar, sintiendo la herida de la injusticia, la arbitrariedad y la crueldad de unos semejantes respecto a otros, pero sabiendo que dejo un sendero por el que otros seguirán transitando, sin echarse a un lado, sin sentarse en una piedra y ponerse a llorar; y que ese camino, tarde o temprano, llegará hasta donde todos queremos: un mundo, aproximadamente y dentro de lo que cabe, feliz. O mejor dicho —no seamos cursis—: un mundo, aproximadamente y dentro de lo que cabe, conforme consigo mismo.
Y también… Será por pedir… También me gustaría acabar este ratito que es la vida sin demasiada preocupación por haber dejado un mundo mejor a mis hijos, pero eso sí: convencido de haber dejado a este mundo unos hijos mejores que yo.