Ahora o Nunca, es decir: Ahora o Nunca

Ahora o Nunca, es decir: Ahora o Nunca. José Vicente Pascual

Se pregunta Xavier Rius, en La Gaceta, cuándo se jodió España, cómo hemos llegado hasta aquí. Aunque el resumen del recorrido tiene sus puntos, digamos, sutiles, groso modo se pueden señalar algunos tiempos significativos en el desastre.

Los buenos principios

Para empezar —donde todo empezó—, la Constitución del 78. Para los partidos, votantes y base social de la derecha, centro derecha e incluso centro izquierda, la Constitución era el cuerpo legal definitivo sobre el que íbamos a construir y asentar la convivencia ciudadana durante los próximos dos o tres siglos, ya conjurados los delirios revolucionarios izquierdistas por una parte y, por otra y en el otro extremo, los regresismos filogolpistas de la derecha montaraz. Por eso la Constitución era eficiente y muy válida, ya lo dije, para determinados sectores de la sociedad, los instalados en un conservadurismo con discretas miras de futuro, mayoritarios sin duda pero sin capacidad de movilización, sin utopías que propagar, sin nervio reivindicativo, pulso doctrinario ni ganas de complicaciones. Aunque había otra lectura de la situación, sin duda. Recuerdo perfectamente la madrugada del 28 al 29 de octubre de 1981, cuando en la sede del partido socialista en Granada, en plena euforia por el éxito electoral de Felipe González, un flamante diputado del partido —conocido, por cierto, por sus posiciones bastante moderadas—, se entusiasmaba ante las perspectivas recién abiertas en orden a la radical transformación en lo político y social de España. «La Constitución nos ampara», decía. No se equivocaba.

La Constitución Española, en su artículo 9.2, establece que los poderes públicos tienen la obligación de promover las condiciones para que la libertad e igualdad del individuo y de los grupos sean reales y efectivas; y remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social. Con lo cual, y según criterio de aquel diputado, la vía democrática al socialismo estaba abierta.

Cierto, una parte de la sociedad contemplaba el marco legal constitucional como algo acabado, estable y confiable. Pero otra parte, fundamentalmente la izquierda, consideraba la Constitución como un elemento legal instrumental en el camino hacia una sociedad plenamente socialista. Un paso táctico en la larga marcha hacia el igualitarismo y la democracia popular. Ya había sucedido 45 años antes, cuando las izquierdas y principalmente el PCE y el sector largocaballerista del PSOE entendieron —con mucha perspicacia y no poco encanallamiento— que la república era un régimen burgués, de transición entre la «democracia formal» y la dictadura del proletariado. La cosa acabó como acabó y no merece la pena entrar en más reflexiones históricas porque en este asunto todo el mundo está convencido de su posición. Y porque no es objeto de este artículo. Pero, en fin, de la misma manera que PSOE y PCE consideraron la república española como algo de lo que servirse mientras llegaba el momento de deshacerse de ella, cuando ya no les fuera útil, en la contemporaneidad las mismas fuerzas políticas, en alianza con los nacionalismos vasco y catalán, asumieron la Constitución como una herramienta «formal» que dejaría de servirles en el mismo momento en que su proyecto de sociedad agotase las posibilidades legales contempladas en la carta magna. Para unos, el objetivo es ahora Venezuela; para otros, la Albania cantábrica o la república del 3%. Y como el tiempo ha pasado y la ley común no da más de sí, seguimos adelante sin importar el abismo.

Cuando la ley ya no sirve a los que mandan

El golpe de estado de Cataluña en 2017 nos enseñó algo muy importante: si la legalidad estorba a las élites políticas dominantes, en aras de sus intereses puede prescindirse de la ley, retorcerla a su conveniencia e incluso ignorarla.

Se puede convocar un referéndum ilegal, disolver el parlamento autonómico, proclamar leyes de desconexión con España, proclamar la república catalana… y no pasa nada. Cierto es que algunos líderes de aquel proceso golpista pasaron unos meses entre rejas —igual que en tiempos de la república—, pero las consecuencias a medio plazo han sido espectacularmente favorables a los golpistas. Entre otras ventajas, controlan desde Waterloo al gobierno de España, con el mando a distancia de siete diputados. Por su parte, los nacionalistas vascos, chupa que chupa, callan y recogen sus almendras. Y la izquierda campa a saltos entre una ilegalidad y otra, convencidos de que en última instancia todas sus acciones serán legitimadas por un vergonzante Tribunal Constitucional usurpado por unos cuantos magistrados-títeres del gobierno.

El estado de a-ilegalidad que soportamos tiene un objetivo evidente: convencer a la masa social de que la ley ya no sirve para garantizar la felicidad de la población, ni es instrumento útil para vehiculizar sus reivindicaciones. Hay que crear un estado de indiferencia y desafección a la ley tan extendido que conceptos como «legalidad», «verdad» y «democracia» ya no tengan sentido. La ley es algo relativo que lo mismo sirve para amnistiar a los golpistas catalanes como para indultar y dejar impunes a los responsables del expolio de los EREs andaluces. Ya nada es en sí legal o ilegal, ni merece reproche o sanción: todo depende de quién cometa los hechos perseguidos —o impunes—, y quién los sancione. Lo mismo sucede con el concepto de «verdad». Ya nada es verdad ni es mentira sino que la certeza o justeza de cualquier fenómeno depende de quién lo patrocina o lo denosta. De esta forma, tranquilamente, fríamente y sin reparo alguno pueden expandirse bulos e infamias desde la TV pública, desde el mismo gobierno, contra adversarios políticos, funcionarios honestos, instituciones aún incontaminadas, medios de comunicación desafectos… Al mismo tiempo que se reputan como mentiras y bulos los escándalos que salpican al gobierno. La semana pasada, concluida el 31 de mayo con el bulo de «la bomba lapa», ha sido ampliamente ilustrativa al respecto. Sobre la supuesta «democracia» que nos beneficia, qué decir. Ya nadie se pone de acuerdo en lo que sea o deje de ser la democracia porque cada cual mantiene su idea de lo democrático en función de sus intereses ideológicos. Aquella frase tan poderosa y que tanto repetía Mariano Rajoy, «Lo democrático es cumplir la ley», carece hoy de sentido. Ahora lo democrático es, con perdón, lo que digan los cojones morenos del presidente del gobierno.

Y esa es la situación. Nos encontramos en plena y bulliciosa maniobra de readaptación de los conceptos de legalidad, verdad y democracia, con un único objetivo: facilitar al gobierno y sus aliados nacionalistas todos y cada uno de los objetivos insconstitucionales contemplados en sus programas estratégicos. Harán lo que sea por conseguirlo. Si tienen que cambiar la ley electoral para que Cataluña y Euskadi tengan  setenta diputados en el parlamento español, lo harán. Si necesitan revertir el 50% de los presupuestos del Estado para enriquecer a las oligarquías vasca y catalana, lo harán. Si tienen que proclamar el Estado Federal, lo harán. Si se ven en la necesidad de convocar un referéndum secesionista, lo convocarán; y si tienen que dar un pucherazo para que gane el separatismo, darán el pucherazo. Si tienen que anular a la prensa critica, harán como el chavismo en Venezuela y la callarán para siempre. Si tienen que ilegalizar a la oposición, la ilegalizarán. Repetimos: si tienen que ilegalizar a la oposición, la ilegalizarán. Si tienen que elevar al delincuente mafioso que nos gobierna a la categoría inmortal de Líder Supremo Vitalicio, lo van a hacer; porque el sanchismo no es una posición política: es una mafia que ha llegado al poder y nunca lo va a abandonar por medios democráticos. Escuchen esto —lean y no olviden el día en que lo leyeron, se lo suplico—: no van a abandonar el poder por los medios democráticos normales. Si pierden las elecciones, intentarán anularlas utilizando a la fiscalía del Estado y el Tribunal Constitucional; si tienen que resucitar a ETA, la resucitarán; si tienen que meter en la cárcel a la cúpula de Vox, acusándolos de lo que sea, meterán en la cárcel a la cúpula de Vox y repetirán las elecciones hasta que les salga cara. Si tienen que robar unos comicios igual que su modelo venezolano, robarán las urnas —en eso, el presidente tiene experiencia—. Si tienen a organizar un nuevo 11-M, lo tramarán y lo ejecutarán. Estén atentos a próximos movimientos. Esperen nuevos escándalos que afecten a líderes de la derecha, en respuesta a toda la inmundicia que salpica al partido del gobierno y al propio gobierno. Teman fases críticas marcadas con hechos violentos. Si tiene que morir gente, morirá gente, mártires de su causa y figurantes de su propaganda. Esperen lo peor y piensen lo peor. En el fondo lo saben: piensen lo que piensen, se van a quedar cortos.

Y mientras, la derecha y las fuerzas no-sanchistas discutiendo sobre lideratos y peleándose por la agenda 20/30. Nunca pensé que lo diría pero ha llegado el momento de bajar los brazos, o llevárselos a la cabeza: lo que importa hoy, ahora, en España, no es la 20/30, ni los olivos arrancados para instalar placas solares, ni comer o vomitar insectos, ni la ley trans; ni siquiera, Dios me perdone, el paro, la pobreza, la inmigración ilegal, la seguridad ciudadana… Ni siquiera, Dios me perdone, la guerra de Ucrania y los bombardeos en Palestina o los rehenes israelíes.

Lo único que importa, lo urgente, lo vital para todos, hoy, ahora, es echar de la Moncloa a la banda criminal que gobierna a los españoles y parasita las instituciones del Estado. Es ahora o nunca. Entiéndase bien lo que digo: Ahora o Nunca. Porque éstos han venido para quedarse. Y no para quedarse un rato. Han venido para quedarse para siempre. Lo dicho: Ahora o Nunca.

Pónganse de acuerdo.

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