Llegué por primera vez a Soria –un mundo hoy perdido– el 1 de agosto de 1945. Lo hice porque mi padrastro, con el que mi madre había contraído poco tiempo atrás segundas nupcias, nació en esas tierras y allí residía su familia o, mejor dicho, parte de ella. Tenía yo entonces ocho años. Veraneé en esa ciudad, que a la sazón era prodigiosa, personalísima, extravagante, cargada de vida y de ritmo lento, hasta que en 1963 me fui al exilio. Pasaba en ella un mes y dos en Alicante (otro mundo ya perdido), donde los Dragó, procedentes de Francia, habían sentado sus reales a mediados del siglo XIX. Aquellos veranos eran larguísimos, estaban llenos de emociones y me marcaron para siempre.
A las diez de la mañana, en Soria, me iba a la Dehesa, oficialmente llamada Alameda de Cervantes, que era y es el parque público de la ciudad, y allí, recostado en la yerba, leía los libros almacenados en una minúscula Biblioteca Infantil con formato de quiosco cuyo presupuesto, también minúsculo, corría a cargo del Ayuntamiento.
Ya no funciona. El quiosco, cerrado desde hace mucho tiempo a cal y canto, a sol y nieve, sigue allí, y quizá, cubiertos de polvo y mordisqueados por los insectos, sigan también los libros en su interior, pero nadie los solicita ni los sirve.
Hacia la una de la tarde llegaban mis amigos, de uno en uno, para charlar un rato, jugar con chapas, con canicas, con tabas o con clavos y corretear por los rincones del parque. Casi todos están muertos o han hecho mutis entres los bastidores del vivir.
A las dos y media se dispersaba la pandilla. Cada galopín se iba a su olivo para almorzar. Yo, camino de la casa de mi tía Andrea, madre adoptiva de mi padrastro, me paraba un rato en la librería circulante de Julián, apenas un chiscón, que me contaba historias de la guerra civil o cotilleos de la ciudad y me alquilaba por cuatro cuartos alguno de los volúmenes de su catálogo. De ese modo leí, por ejemplo, pese a mi corta edad, La montaña mágica, de Thomas Mann, en la edición del sello Manantial que no cesa, de José Janés.
La librería ya no existe. Julián murió, y murieron la tía Andrea y mi padrastro, y murió Thomas Mann, y yo… Bueno, yo todavía ando por aquí, pero ya no puedo hacer nada de lo que hacía entonces; y no, lo aclaro, porque me fallen las fuerzas, falten las ganas y flaquee mi movilidad, sino porque todos los lugares, y las cosas, y los seres recién mencionados son ya sólo marcas de agua, aire en el aire, polvo en el polvo, vilanos en el viento, Itálica famosa.
A los once años cambié de costumbres. A media mañana me recogía mi amigo Helio Carpintero, que con el correr del tiempo llegaría a todo un señor catedrático de la Facultad de Psicología, y bajábamos los dos al embarcadero del Augusto, acurrucado junto al puente viejo sobre el Duero, alquilábamos uno de sus frágiles botes de remo y durante un par de horas bogábamos por el río y nadábamos en sus frías, límpidas, fugitivas aguas…
Hacer eso, tan sencillo, sería hoy imposible. El Augusto, con su humilde pista de baile, su bareto y sus cuatro mesas, cerró; su dueño, que era una institución por todos apreciada, falleció; su hijo emigró a Budapest y las autoridades municipales, siempre proclives a fastidiar al prójimo, prohibieron bañarse en el río, apresar cangrejos en sus orillas y remar por él.
Por la tarde, tras una breve siesta, jugábamos al dominó y a la garrafina, me iba yo a leer un rato en la Biblioteca Pública, que estaba en su Plaza Mayor, me reunía de nuevo con la alegre jauría de mis amigos, en la que no faltaban las muchachitas en flor que pronto serían nuestras primeras novias, subíamos a la era, en el Ferial, detrás de la Plaza de Toros, explorábamos los entresijos de la noble villa y a las nueve nos incorporábamos al paseo, arriba y abajo, abajo y arriba, y vuelta a empezar, por El Collado, que era y sigue siendo, aunque el rito peripatético ya no se oficia, la arteria principal de la ciudad, que mantuvo su extravagancia, su personalidad y su ritmo lento hasta que en el verano de 1970 puse fin a mi exilio y fijé en ella mi residencia.
Luego, poco a poco, llegó la democracia, el igualitarismo, el socialismo, el turismo, la tecnología, el exceso de dinero generado por la confiscación tributaria, y Soria se fue convirtiendo en lo que ahora es: un lugar como tantos otros. Tuve que huir de ella y bucar refugio en una hermosa aldea de su tierra firme.
Ayer fui a la Casa del Guarda, en Valonsadero, que es, junto a la ermita de san Saturio, el pulmón natural y espiritual de la ciudad, y descubrí que han talado los hermosos árboles, que allí, desde tiempo inmemorial, crecían.
Mejor me callo. Ya dije que estas cosas a nadie interesan, pero a mí me duelen.